FANECA

sábado, 30 de enero de 2010

Presentación e índice del nº 2 de FANECA, sábado 30 de enero

Los promotores de FANECA estamos sumamente satisfechos y agradecidos por la cantidad y calidad de las colaboraciones que los amigos de este foro nos están enviando. Quedan unas cuantas en espera, pero conviene dosificarse y todas irán apareciendo.
En esta ocasión presentamos y sometemos a debate los siguientes textos:
- Bolonia y los estudios de Derecho. Por Francisco Sosa Wagner.
- El abuso de los derechos. Por Manuel Atienza.
- Investigación y exploración: la propuesta "Gran Juez". Por Fernando Miró Linares (I Concurso Faneca de Oro).

De la burocracia a la gestocracia (o El acreditador desacreditado). Por Lorenzo Peña*

Sumario
1. La burocracia según Max Weber y el sistema de las oposiciones
2. De la endogamia de la LRU a las habilitaciones de la LOU
3. El sistema de las acreditaciones de 2007
4. Algunas pautas evaluativas de la ANECA
5. Conclusión

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§1.— La burocracia según Max Weber y el sistema de las oposiciones
Según una conocida tesis de Max Weber, la burocracia es una capa social que, habiendo escalado las vías de acceso y promoción de la función pública, va acaparando un gran poder y, parapetada en una racionalidad puramente instrumental, va reduciendo el margen de decisión de los gobernantes. La burocracia vendría entendida como una clase meritocrática, cuyo ascenso estaría determinado por el éxito en los concursos de acceso, seguido de los mecanismos del escalafón y el espíritu de cuerpo.
Esa visión tan negativa de la burocracia no tiene en cuenta sus grandes virtudes: gracias a tales sistemas, estableciéronse métodos de selección del personal administrativo mucho más justos que los que prevalecían en el sector privado; formáronse así cuerpos con devoción a la cosa pública y a los intereses generales que permitieron el fortalecimiento del Estado. Ejemplos de lo que digo serían los estableci­mientos de la administración pública en la República Francesa y el mandarinato de la vieja China imperial.
La tecnocracia vino después. Es un sector mucho más reducido, seleccio­nado mediante procedimientos menos claramente prefijados, más digitales, que otorgan prioridad a las competen­cias técnicas, a un saber-cómo. El tecnócrata no es el funcionario típico de los cuerpos de la administración estatal, sino el jefe del gabinete del Ministro o el secretario general técnico o cualquier otro nombrado para cargos de confianza por sus destre­zas, su currículo, sus conocimientos especializados u otros motivos de discrecional apreciación. Los tecnócratas tienden a formar núcleos de poder decisorio, frecuentemente en la sombra (vocalías asesoras), manejando una jerga emanada de disciplinas de gran actualidad y generalmente expresables en gráficos y en fórmulas simbólicas, preferentemente matemáti­cas: sociometría, econometría y saberes afines.
Si el burócrata aparecía ya como un racionalizador instru­mental que omitía, o quería soslayar, el problema de qué fines son racionales, todavía, sin embargo, partía de una misión confiada por los poderes públicos en la que todo había de supeditarse al cumplimien­to de los fines establecidos por esos poderes para la realización de las tareas del Estado. En el caso del tecnócra­ta, en cambio, aun esas tareas se acoplarán a los imperativos de una racionali­dad técnica matemáticamente expresada —o, por lo menos, formulada con una jerga especial acuñada en ciertos sectores punteros.
El modelo de Universidad que hubo en España de 1833 a 1982 fue un modelo burocrático, mandarinal, de meritocracia tradicio­nal. Era el sistema de oposiciones nacionales, similar al que existía en otros países, sobre todo los latinos. Tal sistema sufrió los avatares políticos y tuvo que soportar las servidumbres de los períodos de grave imposición gubernamen­tal, las depuracio­nes, los tribunales nombrados desde el poder, las guerras de clanes.
El sistema, de enorme vitalidad, coexistió con todo eso, lo absorbió y lo superó. Pervivió a través de monarquías, repúblicas y un caudillaje; de regímenes conservadores y progresistas. A pesar del diktat del régimen totalitario, emergió al final del mismo como un espacio de lucha por la libertad. Largos decenios de yugo nacional-sindicalista no habían podido evitar la incorpo­ración de un número de profesores disidentes ni, menos aún, los pinitos de independencia y contestación social que se permitían muchos otros —bajo la influencia, ciertamente, de una sociedad inquieta y efervescente.
§2.— De la endogamia de la LRU a las habilitaciones de la LOU
El modelo de la LRU (Ley Orgánica 11/1983 de 25 de agosto de Reforma Universitaria), vigente entre 1983 y 2002, va a ser totalmente distinto. Habíamos pasado de la burocracia a la tecnocracia, pero eso no significa que los cuerpos docentes universitarios pasaran con ello a ser tecnocráticos. La tecnocra­cia tiene una vocación muy minoritaria y no expansiva, no pululante —como lo fue la burocracia. Los resortes de decisión por arriba se concentran ahora en comisiones de designación digital; pero, en cambio, los cuerpos permanentes se devalúan, deteriorán­dose o destruyéndose los mecanismos administrativos de incorpora­ción y de promoción. En su lugar lo que impera es la endogamia brutal y descarada, ahora vinculada a la democracia académica.
Pese a algunas evoluciones para evitar —o, mejor, disimular— los casos más flagrantes y escandalosos de favoritismo local, el sistema LRU fue el de cooptación por los de la casa para los de la casa, jugando los miembros sorteados de los tribunales (visitantes foráneos) un papel de comparsas o colaboradores de la operación endogámica —papel que sería recíprocamen­te correspondido en la siguiente ocasión.
Era un sistema extremadamente injusto e ineficaz —ineficaz para hacer una selección del profesorado concorde con la misión docente e investigativa de la Universidad. Pero arraigó, prosperó y se adaptó, hasta el punto de que persistió incólume a través de las elecciones parlamentarias de 1986, 1989, 1993 y 1996; seis legislaturas coexistieron, total o parcialmente, con ese sistema. Fue sólo el 21 de diciembre de 2001 (año y medio largo después de iniciada la segunda y última legislatura conservadora) cuando, por fin, se terminó con la promulgación de la LOU (Ley Orgánica 6/2001 de 21 de diciembre, de Universidades).
Un término muy relativo. Lo que se instauró fue un mecanismo previo de habilitación nacional, que en algo se parecía a las viejas oposiciones decimonónicas, pero que no cubría las plazas vacantes sino sólo otorgaba un certificado requerido para presentarse a concursos de acceso; éstos, en cambio, caían, aún más que con la LRU, bajo los imperativos de la endogamia y del localismo.
Además de eso, el sistema de las pruebas de habilitación nacional de la LOU tenía serios defectos técnicos, justamente porque sus diseñadores no habían osado restablecer las oposiciones (que, a esas alturas, se consideraban incompatibles con la autonomía universitaria, instaurada ex nouo por la Constitución de 1978). Era pesado, costoso, poco eficiente. Pero lo que es verdad es que constituía una gran mejora con respecto al sistema abiertamente endogámico de la LRU; un pequeño retorno, a medias, a la Universidad de los viejos tiempos.
Ahora bien, prodújose, auspiciada por los rectorados, una movilización general en contra de la LOU y, en concreto, de las habilitaciones. Hubo resultados injustos en varias de esas pruebas. Pero se desconoció que, a pesar de ello, el sistema abría un cauce objetivamente más equilibrado y que, de haber permaneci­do, hubiera conducido, a la larga, a una erosión del poder de los cacicazgos y las camarillas (porque en un tribunal de siete integrantes —todos escogidos por sorteo y poseedores de un cierto umbral de méritos— se limitaban las probabilidades de imposición automática de los discípulos del escoliarca más poderoso, abriéndose resquicios, igual que anteriormente el sistema de las oposiciones había —por acumulación de tales rendijas— abierto las puertas a muchos disidentes).
El aluvión de descontentos de las habilitaciones secundó masivamente las acometidas rectorales. En cuanto hallaron ocasión política propicia —y aprovechándose oportunísticamente de una confusión de géneros—, lanzaron el asalto y destrozaron el sistema de las habilitaciones de la LOU.
§3.— El sistema de las acreditaciones de 2007
¿Qué vino entonces? Lo que vino —con la Ley Orgánica 4/2007 del 12 de abril— no es lo que creímos que iba a venir (o lo que creyó equivocadamente el autor de este artícu­lo). Pensábamos en el simple retorno de la endogamia LRU, en la Universidad corporativa de los cacicazgos y los poderes localis­tas. Cuando nos dijeron que las habilitaciones se reemplazarían por acreditaciones, nos pareció ver confirmados nuestros erróneos pronósticos.
La acreditación sería otorgada por la ANECA («agencia nacional de evaluación de la calidad y acreditación», un estableci­miento público, en teoría [acogido a la acomodante figura de la Fundación], que funcionaba en régimen de agencia de derecho privado y que había sido creado [el 19 de julio de 2002] por un decreto del gobierno conservador de J.M. Aznar López, en su afán de privatizar o semi-privatizar lo más posible, practicando la huida del derecho administrativo [que se había puesto en marcha ya antes]). Supimos que las acreditaciones se darían sin mediar ninguna prueba pública y sin numerus clausus.
Había enorme expectación entre los suspendidos de las habilitaciones, quienes abrigaban la esperanza de que el nuevo sistema sería un trámite rutinario, al cabo del cual lo único serio y duro sería el concurso de acceso, en el cual los imperativos de la endogamia estaban garantizados y asegurados.
No ha sido así. La agencia acreditante ha resultado el poder concentrado de una nueva capa, que ya no es ni la burocracia mandarinal ni la tecnocracia, aunque sí actúa en conchabanza con ésta —que le sirve de auxilio con la implementación (la palabra viene al pelo) de técnicas cienciométricas, proyecciones gráficas y aplicaciones telemáticas desalentadoras para los no avezados. Pero al final las decisiones las toman otros. No es el poder político. No son los gobernantes a quienes, directa o indirecta­mente, ha escogido el elector. Ni son los ingenieros sociométri­cos. Ni, desde luego, los que, por su carrera y por el escalafón, estarían llamados a ocupar los sillones tribunalicios en un sistema meritocrático (tradicional). Son los gestócratas.
El gestócrata es un personaje que, a través del pasilleo, ha ido granjeándose la simpatía de ciertos gobernantes. Tiene fama de estar por encima del bien y del mal, de las tendencias políticas, porque hace un poco a todo (o, al menos, a mucho y muy variado). También ha ido acumulando fama y exhibe su currículo, que en un número de casos es bueno —lo cual no significa que sea el mejor ni que ese currículo le dé especiales capacidades de selección. El nombramiento de los gestócratas es, desde luego, digital, de arriba abajo.
Las agencias gestocráticas, una vez constituidas, se convierten en organismos muy autónomos —aunque sus directivos y asesores no han sido seleccionados nunca mediante oposiciones ni siquiera concursos ni en virtud de la aplicación de baremos objetivos y automáticos. Erígense así en una élite que, de suyo, no tiene especiales competencias técnicas ni antigüedad en el escalafón ni cumple con ningún otro criterio de selección salvo haber impresio­nado al círculo de las antesalas —en algunos casos por méritos auténticos.
El gestócrata no sería nada sin el tecnócrata, pero éste ahora pasa a ocupar su sitio, siendo reducido su poder instrumen­tal. Esos tecnócratas auxiliares se extraen de diversos medios: pedagogos, politólogos, sociólogos, manejadores de toda la jerga más actualizada, que todo lo exponen con el power-point en un discurso atiborrado de frases inglesas.
Pero no se desdibujan las fronteras entre ambos grupos. El gestócrata está por encima. Y, contrariamente a la benignidad y manga ancha que se esperaba, practica el maltusianismo.
En una oposición o en un concurso se supone que ganan los mejores. Sabemos que eso no pasa así ni siempre ni las más veces, pero así debería pasar; la función del sistema es que así sea.
En una acreditación, no. Queda acreditado aquel que los gestócratas y sus asesores consideran idóneo. Pueden ser muchos o pocos. Diez veces más que plazas vacantes o diez veces menos.
Como la acreditación no es comparativa, no se evalúan, lado a lado, los méritos de los candidatos, para ordenarlos y así sacar a los mejores. En vez de eso, las comisiones gestocráticas, ayudadas por sus expertos (todos igualmente de selección digital), pretenden evaluar según criterios objetivos, pero no siempre los mismos: número de estancias en el extranjero; número de artículos en revistas «de reconocido prestigio e incluidas en los catálogos tipo Journal Citation Reports o equivalentes en cada especialidad»; para entendernos: revistas de clase A (la clasificación la hacen ciertas agencias acreditado­ras, generalmente privadas); número de artículos en otras revistas científicas; número de libros siempre que «tengan ISBN y que se publiquen en editoriales especializadas de reconocido prestigio, en las que se pueda garantizar un riguroso proceso de selección y evaluación de los trabajos»; número de conferencias pronunciadas; puntaje (en un marcador a veces etéreo o imaginario) de la Universidad que haya otorgado al candidato su último título universitario; prestigio (ése sí discrecionalmen­te apreciado) de las Universi­dades en las que haya enseñado o que haya visitado.
El criterio del prestigio —que se repite usque ad nauseam—, al igual que otros conceptos usados en toda esa prosa, encierran dosis, no ya de apreciación, sino de arbitrariedad e imprevisi­bilidad. Se está exigiendo al evaluador hincar la rodilla ante un presunto consenso sobre los indicios de calidad y de prestigio que, en unos casos, es ilusorio o indefinido y, en otros, viene estricta y artificialmente fijado por la referencia a una autoridad que se le impone, a un Índice particular de revistas —o a una colección de tales índices—.
En la realidad de los hechos lo normal es que un científico, o un experto evaluador de un área de conocimiento, como no sea un ciencióme­tra o similar, no haya leído ni consultado ninguno de esos índices y que a menudo no tenga siquiera constancia de si son buenos o malos, justos o injustos. Un buen profesor de filosofía que puede evaluar equitativamente a sus pares (hasta cierto punto) puede no haber abierto nunca The Philosopher's Index ni estar al tanto de qué es lo que en él se indiza ni cómo.
Conque, en realidad, el modelo evaluativo gestocrático está introduciendo una notable novedad: la evaluación por los pares —subyacente, pese a las diferencias, a todos los sistemas anteriores— viene reemplazada por la evaluación por (presuntos) expertos en evaluación, que son quienes han dedicado tiempo al estudio de obras como Science Citation Index, Social Sciences Citation Index, Econlit, Latindex, la base de datos DICE y otros arcanos similares. Un académico normal difícilmente sacará tiempo para tales lecturas.
Toda esa evaluación la realizarán los expertos evaluadores y las comisiones sin leer ni una sola línea de lo escrito por el solicitante y sin oírle para nada. (Tenemos ahí un caso de fallo con fiscal pero sin abogado y sin escuchar al condenado; y no se me compare con un concurso de méritos que se haga en función de los currículos de los candidatos; pues justamente las acreditaciones no son concursos.)
§4.— Algunas pautas evaluativas de la ANECA
A todo lo anterior se añaden los puntos por «experiencia en gestión y administra­ción», un rubro al que se reserva el 10% de la puntuación total para la acreditación como (posible) catedrático de Universidad. Es perfectamente comprensible que los gestócratas otorguen esa importancia a actividades de gestión; pero en realidad para una carrera académica deberían ser irrelevan­tes.
En cambio para acreditarse como posible catedrático la formación académica contará cero puntos. Un profesor de Universidad que —para ahondar en su capacitación con vistas a una investiga­ción interdiscipli­nar— curse una segunda licenciatura o alcance un segundo doctorado no recibirá por ello ninguna valoración positiva, como tampoco si aprueba estudios de magister («máster» como ahora hay que decir) o cursos de especialización. Desde que uno accede al rango de Profesor Titular ya no tiene nada más que aprender —al menos nada que aprender de instituciones docentes.
Evidentemente, unos asesores o expertos tendrán un criterio; otros, otro. Y la comisión del ámbito X tendrá también su opinión, discrepante de la del ámbito Z. En un ámbito pueden acreditarse muchos más candidatos que plazas; en otro, muchos menos.
Los informes de los asesores son secretos. (La regla de clandestini­dad la lleva la ANECA al punto de que su «Manual de evaluación de las solicitudes de acreditación para el acceso al cuerpo de catedráticos de Universidad…» porta la mención: «Documentación confidencial». Esta norma viola el canon metajurídi­co de que la norma, para tener vigencia, ha de ser pública.)
Se ha querido aplicar el procedimiento usual para los relatores de revistas. Es un método cargado de peligros, pero que, así y todo, puede cumplir su cometido (como un mal menor) para ese fin específico (el de seleccionar artículos sometidos para publicación), pero que resulta absolutamente inadmisible como procedimiento para proveer cuerpos de profesores o investiga­dores.
Practícase así la actuación en la sombra, con la irresponsa­bilidad que acarrea. Las instrucciones a los relatores los adiestran a usar la jerigonza pseudo-objetivista con frases hechas, estereotipadas, postizas, de quita y pon, para justificar sus valoraciones sin tener que comprometer una apreciación genuinamente razonada y discrecional en el buen sentido (en el cual quien ejerce su discreción sabe decir genuinamente por qué y cómo, sin acudir a latiguillos ni a clichés prefabricados —que, en este caso, además, son sugeridos por el apuntador, que es también quien nombra a esos evaluadores y les paga dietas).
Los gestócratas de algunos ámbitos han impuesto criterios como los siguientes. Para tener la posibilidad de presentarse a concursos de acceso a plazas de profesor titular de Universidad es menester tener tantos artículos en revistas A, haber sido investigador principal de al menos un proyecto, haber dirigido tesis doctora­les, haber tenido tantas estancias en Universidades extranjeras «de prestigio» (entiéndase: de la Unión Europea o Norteamérica; el resto del mundo no cuenta).
Evidente­mente en otro ámbito la comisión gestocrática respectiva tendrá otro criterio. La relevancia de tales criterios es muy discutible. ¿En qué vale más un científico simplemente porque se haya encargado, en el seno de un equipo, de la tarea de ser IP de un proyecto (apencando con las cargas telemáticas y administrati­vas de tal cargo)? Y, suponiendo que así sea, ¿por qué ha de haber tantos equipos cuantos profesores titulares —lo cual es menester para que cada PT encabece un equipo propio? ¿No se están incenti­vando así la escisión y la atomización?
(Tan obvia es esa objeción al peregrino criterio de exigir la condición de IP que incluso las normas confidenciales que promulga la ANECA para sus evaluado­res preceptúan equiparar el mérito investiga­tivo del IP al de cualquier otro miembro del equipo, aun reservando al IP un plus en el rubro de méritos de gestión. Sin embargo es dudoso en qué medida la ANECA aplica sus propias normas —las cuales, por otro lado, constituyen varios volúmenes cuya asimila­ción requeriría una considerable dedicación de tiempo y esfuerzo.)
Y ¿por qué cada profesor universitario ha de dirigir tesis doctorales? Puede haber miles de razones para que no lo haga: desde las circunstancias del alumnado que le haya caído en suerte hasta su temperamento retraído, la coincidencia con colegas más comunicativos en su departamento o la prevalencia en el mismo de una corriente doctrinal de la que él discrepa. Sin que nada de todo eso le impida ser un excelente investigador y un brillante profesor (acaso muchísimo mejor que los gestócratas de las comisiones y sus asesores).
Se está violando el art. 103.3 de la Constitución, que impone las reglas de acceso a la función pública según criterios de capacidad y mérito, que han de interpretarse según el principio constitucional de la igualdad: art. 1.1, art. 9.2, art. 14 y, más concretamente, art. 23.2. Y es que en un ámbito se va a establecer un filtro de cinco artículos; en otro, de siete; sin que tal disparidad responda a una necesidad objetiva ni a la diversidad disciplinar (y sin que tales listones se justifiquen por ningún motivo más que la escueta declaración de voluntad de quienes los esgrimen —a lo sumo aderezada con una frase hecha de la jerga gestocrática, como «no alcanza el nivel de referencia en su área»).
La comisión selecciona para cada caso asesores presuntamente imparcia­les; tal imparcialidad suele pertenecer a los ángeles más que a los hombres. (Si fuera un jurado colectivo, escogido por sorteo, se podría esperar que las parcialidades de signo opuesto se contrarrestaran, en virtud de la ley probabilística de los grandes números.)
Sin embargo, viene ahora lo más llamativo: los informes de los asesores no son vinculantes. La comisión puede, si le da la gana, permitirse hacer caso omiso, suspendiendo a candidatos a quienes los asesores recomendaban aprobar (dejando así el campo libre a otros, claro está) —y no sé si viceversa.
El resultado es una provisión de puestos docentes en las Universidades públicas españolas sujeto al visto bueno de unas omnímodas comisiones gestocráticas, formadas por figuras cuyo relieve no siempre consta como se esperaría que tuviera que constar y que —por lo menos en algunos casos— son de un espectro disciplinar alejado de las disciplinas de trabajo de muchos candida­tos.
Así, si en el sistema de la LRU —imitado en eso, desgracia­damente, por el de las habilitaciones LOU— los tribunales estaban formados exclusivamente por profesores de la misma área de conocimiento a la que correspondía el perfil de la convocatoria (plaza o habilitación), ahora, cayéndose en el extremo opuesto, puede un candidato tener que someterse al dictamen de una comisión en la que no hay ni un solo miembro ni de su misma área ni de ninguna área próxima ni parecida. Con mala suerte, los anónimos asesores que emitirán sendos informes sobre él pueden también pertenecer a otras áreas de conocimiento.
Es, desde luego, anecdótica la evidencia de que yo dispongo. Hasta donde alcanza —a falta, y a la espera, de una recopilación cuidadosa de datos— lo que se está producien­do —al menos en algunas áreas de conocimiento (en la filosofía del derecho, para no ocultar lo que digo)— es todo lo contrario a lo que se temía: no un coladero, sino una escabechina.
Profesores de muchos méritos a quienes sólo la mala suerte o las circunstancias contingentes vetaron el acceso a la plaza que ambicionaban por la vía de las habilitaciones —pero que, por ese camino, hubieran acabado probablemente obteniéndola, y eso en disputa con otros candidatos de sobrados méritos— se ven ahora alegremente eliminados, despachados con una sarta de superficiales lugares comunes o pretextos de serie —teniendo encima que aguantar el sermoneo de paternalísticas recomendaciones para ganar puntos (consejos en muchos casos de imposible cumplimiento por grande que sea la valía del candidato, o sea: por mucho que sepa, por mucho que investigue, por bien que enseñe y por más cualidades que posea para facilitar el trabajo común que siempre se requiere en cualquier institución humana).
§5.— Conclusión
Ése es el reino de la ANECA. Ésa es la gestocracia. Ya se sabe: otro vendrá que bueno me hará. El sistema de las oposiciones tenía sus imperfeccio­nes. El endogámico de la LRU fue mucho peor. El de la LOU, si mejoró en algo (las habilitaciones), empeoró en otro aspecto (concursos de acceso). Pero lo de ahora es peor que todo.
Con la LRU al menos había seguridad jurídica: ¡Hágase Ud cliente de un patrón local, de un cátedro que tenga entrada en el rectorado, y tendrá asegurada su plaza! Será injusto para los de fuera, para quienes no tienen esa suerte de ser apadrinados por el cacique local, pero al menos la regla es clara y uniforme: quien va a jugar en campo adverso saldrá inexorablemente derrota­do, pero el que juega en campo propio alcanzará su objetivo. (Al menos así sucedía en la abrumadora mayoría de los casos; tantos que la improbabilidad de cumplimiento de esa ley podía desdeñarse a efectos prácticos.)
Ahora no hay nada de eso. Son insondables los designios de la providen­cia gestócrata. Sus criterios son opacos, arbitrarios, imprevisibles (salvo para quienes ya están suficientemente en el ajo de lo que se guisa en esas cocinas). Los resultados de la selección muchas veces escandalosos (por los casos que conozco —si es que vale aquí la inducción— tendería a decir que casi siempre son injustos).
Los reyes estaban legitimados por sus antepasados —y, en última instancia, por el derecho de conquista. Los meritócratas habían ganado sus oposiciones. Los demócratas ganan las eleccio­nes. ¿Qué legitima a los gestócratas? Ellos no han accedido a sus puestos mediante ninguna prueba de acceso pública, mediante ninguna oposición, mediante ningún concurso abierto y competitivo. Lo que hacen o deshacen no es evaluado por nadie. A nadie rinden cuentas. Los méritos de que alardean son, a menudo, previas actividades de gestión y ejercicios de magnetismo financiero (cantidad de pesetas o euros que consiguieron captar para los proyectos de investigación que encabezaron). Su regla de confidencialidad de las actuaciones los pone a salvo incluso del juicio de la conciencia pública.
La agencia acreditadora tiene motivos suficientes para estar desacredi­tada. Pero, más allá de eso, la visión que la inspira significa haber caído en la ideología de los managers, los gestócratas, que tanto daño han hecho ya en el sector privado (no en vano han sido acusados de haber originado la actual crisis económica) y que más daño van a hacer en el sector público, con cuyos principios esenciales es incompatible esa ideología.
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El autor permite a todos reproducir, íntegra y textualmente, este artículo por cualquier medio de difusión.
*Lorenzo Peña es Profesor de investigación del CSIC en el área de Filosofía del Derecho. Grupo de Estdios Lógico-Jurídicos, JuriLog.

No es sólo Bolonia. El ejemplo del aprobado por compensación. Por Miguel Díaz y García Conlledo

Últimamente tiende a cargarse todas las culpas de las deficiencias de la universidad española al conocido como proceso de Bolonia. Éste no es en sí un desastre, sino que recoge algunas cosas muy positivas, que, por cierto, ya venían haciéndose en las universidades serias de diversos países europeos. Otra cosa es el desarrollo particular del proceso en los distintos países. Si algunos tan serios como Alemania se han negado a implantar Bolonia para ciertos estudios, como Derecho, por algo será; pero, sobre todo, la bolonización a la española (donde lo menos importante de todo son los contenidos que hay que enseñar) me parece bastante catastrófica, como han denunciado diversas voces en éste y en muy diversos foros, y, de hecho, soy uno de los más de mil trescientos firmantes del manifiesto para sacar de ese proceso los estudios de Derecho. Pero que no nos guste la bolonización a la española no debe querer decir que nos complazca lo que había y lo que hay. Creo que, antes de Bolonia, eran ya muchos y de muy diversa índole los vicios y deficiencias de nuestra universidad, merecedores de corrección. Voy a centrarme aquí en uno sólo, que me parece significativo y que no se refiere desde luego a ninguno de los tiempos que a menudo se tachan de “rancios” en nuestro panorama universitario: la evaluación por compensación.
Desde hace ya bastantes años, diversas universidades españolas han incluido entre sus posibilidades la de que un alumno que está cerca de concluir sus estudios, pero se le atraviesa alguna asignatura o créditos, pueda superar esa circunstancia sin examinarse, recibiendo, con ciertos requisitos, un “aprobado por compensación”. Una de esas universidades (aunque no fue la primera) es la mía, la de León. En ella me fijaré, por ser la que mejor conozco, pero estoy seguro de que la situación es muy similar en otras muchas.
Hace unos años cometí la insensatez de dejarme embarcar en un proceso electoral de Rector en la Universidad de León; mi papel era el de miembro del equipo rectoral de una de las candidaturas, en concreto como aspirante a Vicerrector de Ordenación Académica y Profesorado. En mi equipo se planteó la introducción en el programa de una forma suave de evaluación por compensación, entonces (año 2000) inexistente. Inmediatamente me negué a asumir esa propuesta hasta el punto de que anuncié que, si iba en el programa, yo salía de la candidatura. Afortunadamente, la mayoría de los miembros de la candidatura compartieron mi postura y nuestro programa no incluyó esa forma de aprobar. Perdimos.
Quien ganó las elecciones promovió la implantación de la evaluación por compensación en la Universidad de León, consiguiéndolo, naturalmente, de un Consejo de Gobierno bastante fiel en su mayor parte. La primera regulación, prescindiendo de detalles, dejaba en manos de comisiones de las distintas facultades y escuelas la decisión sobre la evaluación por compensación. Se comprobó como en general estas comisiones denegaban el aprobado (en la Facultad de Derecho no hubo ni un solo aprobado por compensación, desde luego) porque normalmente no se trataba de alumnos con una carrera normal o brillante ni que hubieran sido objeto de abusos por el profesor correspondiente, sino de alumnos con grandes dificultades para aprobar la inmensa mayoría de las asignaturas. Ante esta situación, ese mismo equipo rectoral promovió un cambio, en el que, además de esa modalidad, se incluyera otra en la que, con ciertos requisitos, el aprobado por compensación fuera automático; el Consejo de Gobierno lo aprobó y ésa es la situación actual, pese al cambio de equipo rectoral producido hace ya un año y medio (¡cualquiera da marcha atrás en cuestión tan delicada!).
Por lo tanto, en mi universidad conviven dos modalidades de evaluación por compensación (la normativa completa puede verse aquí ): la ordinaria (pero mucho menos usada), que resuelven comisiones de los centros y a la que el alumno puede someterse para los siguientes casos: “a) Planes no renovados (no estructurados en créditos):/ Una asignatura anual o dos cuatrimestrales debiendo tener superado al menos el 85% de las asignaturas de la titulación./ b) Planes renovados (estructurados en créditos):/ Hasta un máximo de un 6% de los créditos de la titulación, teniendo superado al menos el 85% de los créditos de la misma. Como caso excepcional en aquellas titulaciones estructuradas en ciclos, se podrá solicitar la Evaluación por Compensación en el primer ciclo de dicha titulación, estando sujeta a los mismos requisitos que se han establecido para las titulaciones no estructuradas en ciclos”; y la automática, la más utilizada: “Las solicitudes que cumplan los requisitos exigidos en el presente Reglamento habrán de ser resueltas por el Centro favorablemente en los siguientes casos: a) Que se trate de la última asignatura para terminar la carrera, siempre que haya agotado al menos cuatro convocatorias de examen y la nota de alguna de ellas sea igual o superior a un 3./ b) Que se trate de una asignatura ‘llave’ para otras asignaturas, haya agotado al menos cuatro convocatorias de examen en dicha asignatura y la nota de alguna de ellas sea igual o superior a un 3”.
De modo que un alumno puede licenciarse en Derecho sin haber aprobado alguna asignatura de Derecho Civil, Procesal o Administrativo, por ejemplo. Y, si el ejemplo de Derecho, que me es el más cercano, no escandaliza (“al fin y al cabo, el Derecho cambia y ya aprenderán después”, dirán algunos insensatos), ¿qué se diría de aprobar Medicina sin superar –demostrando conocimientos- Anatomía Patológica General o alguna de Medicina y Cirugía de Aparatos y Sistemas? ¿o de ser Ingeniero Aeronáutico sin haber aprobado Prevención y Seguridad o Sistemas de Control?
El fin del sistema es, según la normativa de la Universidad de León, “dar solución al problema que supone que algunos estudiantes, por causas de diversa índole, no superen una asignatura determinada, viéndose obligados a abandonar sus estudios o a trasladarse de Universidad”. Otros cuentan en voz baja que es para terminar con los abusos de ciertos profesores que cogen manía a alumnos o son absurdamente duros (¿de verdad no habría otro medio de corregir a profesores injustos y arbitrarios?, o ¿no hay valor para ello?), otros hablan de alumnos a los que se les atraviesa una materia y ya no pueden con ella (¡pobrecillos!) o descaradamente de que hay que tratar bien al alumnado y no perder ni un solo estudiante, que se nos hunde la universidad (y con ella, claro, algunos cholletes). Seamos serios: el aprobado por compensación, mucho menos si es automática, no tiene posible justificación. (estoy dispuesto a oír argumentos en contra).
Esta medida es una más de las que forman parte de la concepción del alumno como pieza que hay que mimar con todo tipo de caprichos y que debe marcar la vida universitaria, sin exigirle demasiado, del alumno-dios. De acuerdo en que el alumno es básico en la universidad (aunque no su fin exclusivo). Pero muchos de los que mantienen lo anterior no tienen empacho en enseñarle al alumno los mismos apuntes dictados de hace veinte años, en que éste no vea jamás un libro, en faltar a clase cuando les viene en gana (sin que, por cierto, pase nada, sobre todo si el número de aprobados es alto), incluso en no pisar más que raramente la universidad de la que son profesores. Muchos alumnos ven en ello formas fáciles de aprobar y no miran más allá del corto plazo. Ambos se equivocan: si no queremos formar personalidades inmaduras y con tendencia a la vagancia y a la autocomplacencia, personas incapaces de pensar sobre las materias cursadas por sí mismos o hasta una especie de inimputables o semiimputables, sino personas con conocimientos, capacidad de crítica, hábitos de lectura y profundización en las materias a las que se enfrentan, profesionales bien formados, debemos dar al alumno todas las posibilidades, pero esforzándonos en una docencia actualizada, no basada en apuntes ramplones y rancios y sí conectada con la investigación, fomentando sus hábitos de crítica y profundización en la materia por el estudio, no haciéndoles regalitos de fin de carrera como el aprobado por compensación, dándoles, en definitiva, lo más y mejor posible, pero exigiéndoles como corresponde. Estudiar puede ser una maravilla, puede producir incluso placer y, desde luego, proporcionar desarrollos profesionales y personales riquísimos, pero requiere en todo caso esfuerzo, mucho esfuerzo. Afortunadamente también hay alumnos que lo saben y lo prefieren: a ellos nos debemos especialmente.
Comenzaba diciendo que la Bolonia a la española no es culpable de todo. Ahora bien, me temo que el aprobado por compensación, como prueba (una más) de un “alumnismo” barato y de una cómoda falta de exigencia, encaja perfectamente en nuestra Bolonia particular, tan preocupada por las habilidades y competencias y tan poco por la formación en contenidos, por la “empleabilidad” más que por la calidad de los profesionales, por eliminar el fracaso escolar, aunque sea considerando un demérito en la evaluación del profesorado una alta tasa de suspensos, etc. Frente al “delenda est Bolonia” del Prof. Yzquierdo Tolsada, algunos parecen opinar que lo que debe ser destruido es la propia Universidad. ¡Qué pena!
*Miguel Díaz y García Conlledo es Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de León.

Bolonia y los estudios de Derecho. Por Francisco Sosa Wagner*

En las Facultades de Derecho españolas somos muchos los profesores discretos, con años de ejercicio y con un abultado currículum, que no damos crédito a lo que vemos. De nuevo estamos presenciando una reforma que se lleva por delante planes, títulos, contenidos de las asignaturas, en medio de la opacidad que proporciona un lenguaje cabalístico, preñado de una palabrería tan esotérica que llega a ser cómica: hay cientos de protocolos, evaluaciones, autoevaluaciones, habilidades, competencias, destrezas: un festival inventado por pedagogos a la violeta.
Fuera de este ruido que solo entienden los iniciados, lo que llama la atención de esta batahola es la falta de explicaciones acerca del alcance de la reforma por parte de las autoridades ministeriales. Es de notar que, pese a que buena parte de las competencias universitarias se hallan alojadas en las Comunidades autónomas, el organigrama de la Administración central sigue florido y en permanente crecimiento: contamos con ministerio, secretaría de Estado, direcciones generales, presidencias de Agencias ... no nos falta de nada, estamos bien servidos. Pues bien, practicamente nadie de quienes ocupan tan elevadas poltronas se ha tomado la molestia de comparecer en los periódicos para, pluma en mano, explicarnos a los universitarios el arcano de sus designios y hacerlo en el lenguaje apropiado que merecemos quienes somos profesionales de la Universidad y por tanto no podemos aceptar camelos de bisutería política.
Porque ha de saberse que lo que Bolonia significa no es aceptado o es ampliamente discutido en países que merecen mucho crédito. En tal sentido, se conoce poco que en el documento firmado por los partidos cristiano-demócrata y social-demócrata para la formación del actual Gobierno alemán, en ese mismo importante y solemne documento, se rechaza «Bolonia» para los estudios de Derecho en las Facultades alemanas: «la formación de los juristas -puede leerse- ha de acomodarse a las exigencias de las profesiones jurídicas. Como no se advierte una necesidad en tal sentido, los partidos firmantes rechazan la incorporación del proceso de Bolonia a la formación de nuestros juristas».
A pesar de este precedente, silencio de nuestro mando hispano. Y para hacer juego, silencio de los mandados. Porque es de ver asimismo el mutismo de claustros, de juntas de Facultad o de profesores individuales. Pocos colegas han comparecido en los medios para exponer sus puntos de vista y esto vale para la Prensa nacional y, por lo que conozco, la regional, cuando ambas se han mostrado siempre solícitas a la hora de acoger las reflexiones de quienes a ellas se aventuren. Hay excepciones notables que mucho se agradecen pero que no hacen sino realzar el escenario de sigilo que denuncio. Resulta triste decirlo, y más para quienes humildemente luchamos contra las autoridades franquistas en el último tramo de la vida de la dictadura: había más vida en las juntas de Facultad de aquella época que en las de ahora. Infinitamente mayor conciencia pública, mayor valentía y mayor audacia. ¿Cómo es posible que la democracia haya tenido este efecto narcótico?
Y, por lo que se refiere a los estudios de derecho, silencio ominoso del Ministerio de Justicia y de los colegios profesionales, de abogados, de notarios etc, así como de las asociaciones de jueces y magistrados. ¿Es que no interesa a ninguno de ellos cuál sea la formación de los juristas? Muy en especial, me dirijo al Ministerio de Justicia ¿puede sin más desentenderse de lo que se va a enseñar en las facultades de Derecho? Pero ¿cómo es posible una indiferencia tan frívola?
Son ahora los estudiantes -pocos- quienes se han levantado en algunos centros contra la reforma enarbolando unas banderas que, aunque de forma confusa, dan en la diana de sus trucos. Así, por ejemplo, cuando denuncian la entrega de la Universidad y sus títulos a las necesidades de las empresas, lo cual es en esencia cierto porque llevamos muchos años oyendo la cantinela de que la Universidad ha de ponerse al servicio de la sociedad. Lo que es a un tiempo cierto y falso. Porque si las demandas sociales han de ser atendidas, será previa su adecuada valoración y, por supuesto, sin descuidar el mundo de las «Humanidades» o de los enfoques básicos imprescindibles -de la Filosofía, de la Física o de la Matemática-, hoy relegados a un último plano por un Gobierno que, encima, blasona de «progresismo». De forma un poco provocadora pero bien expresiva Tomás y Valiente nos dejó escrito que «la Universidad es y debe seguir siendo muy tradicional, profundamente sospechosa y un poco inútil». Bolonia. Precisamente a Bolonia debemos los juristas nuestro oficio. Allí nació la escuela de los glosadores que puso a punto, por medio de un nuevo método, el Derecho Romano justinianeo para ser utilizado en el espacio del Sacro Imperio Romano Germánico. Nada se entiende de la Historia de Europa desde el siglo XII para acá sin saber lo que Bolonia y sus juristas significaron.
Pues bien, de Bolonia viene ahora de nuevo un cambio en los métodos. Se trata de que docentes y discentes trabajen más y lo hagan en seminarios, en clases prácticas, en sesiones de debate ... Todo ello debe destronar la «clase magistral», lo cual no quiere decir exiliarla porque, aunque parezca una exageración, aún quedan «maestros» en las Facultades de Derecho. Pocos pero quedan. Tales innovaciones han de ser bienvenidas y ni siquiera los viejos nos oponemos a ella, conscientes como somos de que nuestro trabajo tradicional se encuentra obsoleto desde hace muchos años, yo diría que desde Gutenberg.
Ahora bien, esta dimensión de la reforma nada tiene que ver con la entrega del diseño de las titulaciones y de los planes a las más de cincuenta Facultades españolas, es decir, a sus profesores y catedráticos y a sus descoloridos órganos de gobierno. Porque es de advertir a quienes viven fuera del «alma mater» que en ella cada centro universitario se dispone a aprobar en los próximos meses las reglas por las que se van a formar generaciones y generaciones de jóvenes licenciados en Derecho y lo hace prácticamente de manera libre (fuera de unos burocráticos controles a posteriori), guiados por una única brújula: los intereses individuales de los profesores -y de los estudiantes- que colaboran en estos desaguisados. Se suprimen asignaturas, se aumentan o se reducen horas lectivas en cambalaches de pasillos y en trueques de favores o en intercambio de venganzas. Así estamos y es bueno que lo sepan quienes me lean y viven al margen de este zoco.
Es decir, podríamos decir que, por un lado, hay Bolonia y, por otro, la variante española, que llamaremos de Chamberí, y que abarca todo aquello que se ha metido de matute por nuestras autoridades en el ambicioso plan de creación del espacio europeo. Pero de verdad ¿qué espacio europeo puede crearse cuando los planes de las Facultades de Derecho son distintos entre Valencia y Castellón, Sevilla y Córdoba, Santiago y La Coruña, León y Valladolid? ¿Qué posibilidades tendrán los estudiantes para la «movilidad»? Como bien se ha señalado en un documento de UPyD, antes que el espacio europeo habrá de crearse el espacio español, fragmentado en más de cincuenta pedazos a causa de nuestras invenciones y de la forma desorientada en que se está conduciendo el proceso.
Es hora de detener esta alocada carrera y autoridades para ello no nos faltan. Y es la hora llegada asimismo de formar una Comisión de juristas, todos de avanzada edad y sin intereses directos implicados, procedentes de las distintas profesiones jurídicas (catedráticos, abogados, magistrados, notarios ...), para que formulen un plan uniforme y mínimo destinado a la formación de los licenciados en toda España. La única desgracia que le falta a la Justicia española es que se llegara a consumar la extravagancia en curso.
*Francisco Sosa Wagner es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de León y diputado en el Parlamento Europeo por el partido UPyD
(Publicado en El Mundo el 16 de diciembre de 2008 y amablemente remitido por el autor para su reproducción en este foro)

El abuso de los derechos. Por Manuel Atienza*

Oigo en la radio una tertulia a propósito de una reglamentación de la Universidad de Sevilla que establece que al estudiante que se le sorprenda copiando en un examen, el profesor debe dejarle terminar y someter luego los hechos a la consideración de una comisión formada por tres profesores y tres estudiantes. Además del periodista anfitrión, participan en el programa tres tertulianos, todos ellos profesores de universidad. El primero en intervenir, de ideología izquierdista, no ve en la medida nada criticable; lo único reprochable, si acaso, sería la torpeza mediática de las autoridades de esa universidad, que no habrían sabido explicar bien las cosas a la opinión pública. El segundo, que además de izquierdista es un militante destacado de un partido nacionalista, va más allá y justifica la medida porque (y esto lo dice en un tono jocoso) “así como un prisionero tiene el ‘derecho’ a intentar fugarse de la cárcel, un estudiante lo tendría a intentar copiar en un examen”. Finalmente, el tercero, bastante de derechas y al que le cuadraría el calificativo de “neocon”, sostiene, de manera enfática, que se trata de un verdadero “despropósito”, de una norma incompatible con la idea de una universidad sensatamente gobernada.
Soy un oyente bastante asiduo del programa, y creo que es la primera vez que coincido con la opinión de este tercer tertuliano. Pero no -me parece- porque yo me haya vuelto repentinamente de derechas, sino más bien porque tengo la desagradable impresión de que en este país bastante gente (y seguramente no sólo de izquierdas) ha dejado de pensar con sentido común a propósito de la universidad y, en general, de la educación. Veamos.
Ante el “escándalo” surgido con la noticia, el Rector de esa universidad declaró que se volvería a redactar ese punto para que no se pudiera deducir del artículo que “aprueban los alumnos que copian”. Y lo que, sin mucho esfuerzo, se puede deducir de esas declaraciones es que incurren en una conocida falacia, la ignoratio elenchi: pues lo que realmente estaba en cuestión no era eso (que los estudiantes tuvieran el “derecho” a copiar), sino la justificación de la norma antes mencionada. La gravedad del caso estriba en la concepción de fondo de la universidad y de la educación en general que la normativa en cuestión refleja: la reducción de la relación educativa a términos puramente jurídicos, como una relación entre quienes detentan un poder (los profesores) y los sometidos al mismo (los estudiantes), de donde deriva la necesidad de proteger a estos últimos con una serie de “derechos”; de ahí la broma de nuestro nacionalista, consistente, podríamos decir, en saltar del plano del Derecho administrativo al del Derecho penal o penitenciario, de los derechos de los consumidores a los derechos de los reclusos. Por lo demás, el afán reglamentista es tal que la normativa referida a la evaluación y calificación de las asignaturas se extiende a lo largo de unos cuarenta artículos: algunos tan curiosos como el 6.3, de acuerdo con el cual, la asistencia a las clases teóricas podrán contar de manera positiva en la calificación final, mientras que las faltas de asistencia no podrán hacerlo negativamente.
Pues bien, esa exacerbada juridificación de la relación entre profesor y estudiantes implica, en mi opinión, incurrir en un serio error. Bobbio calificó en una ocasión a nuestro tiempo como la “era de los derechos”. Lo que quería decir con ello es que, a partir de la modernidad, la relación entre los gobernantes y los gobernados pasó a considerarse desde el punto de vista de estos últimos, desde abajo, desde los individuos; ello trajo consigo toda una “revolución copernicana” que se plasmó en la idea de los derechos humanos. Naturalmente, esa nueva perspectiva debe ser bienvenida (frente a la antigua, en la que prevalecía el punto de vista del gobernante, de la sociedad entendida como un todo, etc.), pero siempre y cuando la refiramos a las relaciones de poder, de poder en términos estrictos; el sentido de los derechos humanos –de la cultura de los derechos- es precisamente el de marcar límites, establecer exigencias frente al poder.
Ahora bien, aunque el Derecho –y los derechos- se extiendan hoy por todos los ámbitos de la vida, en algunos de ellos (como el de las transacciones financieras o, en su inmensa mayoría, el de las relaciones laborales), la regulación jurídica juega un papel esencial, mientras que en otros (como el de la familia, la escuela o la universidad), el Derecho sólo cumple –o debería cumplir- un papel secundario; la relación educativa debería estar regulada esencialmente por los valores de confianza y de lealtad y no por medidas reglamentarias, altamente burocratizadas, como las implantadas por la Universidad de Sevilla (y seguramente también por otras universidades españolas). Cuando no es así, la relación educativa como tal está amenazada.
Por lo que a mí respecta, y dada mi condición de profesor, lamentaría mucho saber que los estudiantes ven en mí a alguien dotado de un poder (el de calificarles) del que deben protegerse, más bien que a alguien con la capacidad y la vocación de enseñarles algo. Y confío, al mismo tiempo, en mantener la lucidez suficiente como para renunciar al ejercicio de la docencia el día en que vea a los estudiantes como consumidores de servicios docentes.
*Manuel Atienza es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante.

El interés general es la excelencia. Por Luis F. Rull*

La normativa de exámenes aprobada en la Universidad de Sevilla no es sino la última consecuencia de un proceso que empezó hace ya bastante tiempo en las universidades españolas. Hay que remontarse a una sesión del Congreso de los Diputados donde el entonces líder de la oposición, José Luis Rodríguez Zapatero, exigía al presidente del Gobierno negociar con los rectores la correspondiente Ley de Universidades. Éstos llevaban una campaña contra la citada ley que incluso supuso el cierre de la Universidad de Sevilla por el consejo de gobierno a propuesta del rector y su equipo de gobierno.

Una vez que en 2004 Zapatero alcanzó la Presidencia del Gobierno, los sucesivos ministros de Educación o han sido elegidos por los rectores o ha sido necesaria su anuencia (llegando incluso a nombrar al mismísimo presidente de la Conferencia de Rectores). Los rectores, y lo que representan, han creado las condiciones necesarias que culminan en la famosa normativa. No olvidemos que la última reforma educativa permitió a los rectores modificar su propio sistema de elección. Y, obviamente, el resultado fue un sistema que les permitiera un mayor control sobre la misma: de la participación de la comunidad universitaria en su totalidad se podía pasar a la elección indirecta a través del claustro. En la Universidad de Sevilla estas modificaciones legales fueron aprovechadas por el entonces rector para saltarse la limitación de mandatos que establecía la ley poniendo el contador a cero, lo que le permitió mantenerse en el cargo más de los ocho años preceptivos.

La Constitución concede autonomía a las universidades, lo que últimamente se ha traducido en independencia respecto de quien pone realmente los fondos para que éstas sobrevivan. En la práctica, las administraciones ponen el dinero y dan las gracias. La situación actual es similar a la de una empresa en la que los trabajadores y usuarios eligen al gerente sin que los dueños que ponen el dinero puedan opinar. Los rectores, por lo tanto, no persiguen el interés general, sino sus propios intereses y los de los que los eligen. Y los estudiantes, por poca representatividad que tengan, tienen un poder inimaginable en las universidades: sus votos son vitales para la elección del rector. Por puro instinto de supervivencia en el cargo, es de esperar que los rectores pongan en manos de los que los eligen las decisiones que les incumben, independientemente de si conviene a la buena marcha de la institución.

De lo anterior se entiende que sólo haya derechos de los alumnos en la normativa de los exámenes, Así si resulta escandaloso que no se castigue inmediatamente al alumno que copie en un examen, más lo es que un alumno pueda elegir si su profesor o una comisión lo evalúen. Y aún más que incluso pueda recusar a los miembros de esa comisión.

Pero la promoción del profesorado también muestra prerrogativas sorprendentes, ya que tiene más relevancia la ocupación de un cargo académico que las publicaciones científicas de un candidato a la hora de ser acreditado para aspirar a una plaza de catedrático de universidad. Estos acreditados, en la Universidad de Sevilla son los que proponen a todos los miembros del tribunal que ha de juzgar la plaza e incluso pueden en esta propuesta incluir a profesores de áreas de conocimiento diferentes a la de la convocatoria: tribunales a la carta sin restringir siquiera que los jueces sepan de la disciplina. Es lo que se puede denominar la endogamia perfecta.

Lo más importante de esta situación es que el ciudadano debe ser consciente de que las universidades públicas están financiadas casi en su totalidad con el dinero de nuestros impuestos. La de Sevilla, con un presupuesto de casi 500 millones de euros al año, recibe de los impuestos que pagamos al Estado más de 400.

Una universidad que se preocupa más en garantías burocráticas que en los propios valores imperantes en la institución es una universidad con cimientos débiles y pocas posibilidades de convertirse en centro de excelencia.

*Luis F. Rull es catedrático de Física Teórica de la Universidad de Sevilla

(Publicado en El Mundo de Andalucía el pasado 25 de enero y remitido amablemente por el autor para su reproducción en FANECA)

Investigación y exploración: la propuesta "Gran Juez". Por Fernando Miró Llinares* (I Concurso Faneca de Oro)

(Presentamos a continuación el primer proyecto Explora-Ingenio candidato al I Premio Faneca de Oro).
Investigación y exploración: la propuesta "Gran Juez"

Proyecto presentado a la Convocatoria pública para la obtención del I premio Faneca de Oro, otorgado por el muy venerable Observatorio Faneca-Ingenio 2010

Gran Juez
Proyecto de implantación de un sistema telemático de votación popular para la sustitución progresiva (hasta ser completa) del poder judicial

Antecedentes

El poder judicial es, en sí mismo, un problema para la Democracia en la que vivimos. En un momento como el actual en el que todo está absolutamente "democratizado", o por lo menos lo parece, la existencia de personas con condición pública que puedan tomar decisiones que afecten a los demás sin tener en cuenta lo que opine la mayoría sino, tan sólo, su particular interpretación de la Ley, resulta algo chocante y problemático. Las decisiones judiciales no se entienden por la ciudadanía, y eso las deslegitima de forma inmediata: ¿acaso un sólo ciudadano, aunque sea Juez, sabe más que una masa de ciudadanos informados convenientemente por los medios de comunicación? ¿Acaso se le puede dar más valor a lo que él piense que a lo que opine la mayoría? Ante la obviedad de la respuesta negativa (o, quizás mejor, lo difícil que resultaría explicar y defender la positiva) creemos que es necesario ir dando pasos hacia la sustitución del sistema judicial en el que -pocas- personas individuales toman decisiones que afectan a muchos, por otro de Justicia Popular en el que la aplicación de las normas dependa de lo que considere "El Pueblo", único lugar en el que puede residir la "soberanía judicial".

Proyectos pioneros como el del televisivo programa "De Buena Ley", en el que la justicia no es una "cosa extraña" aplicada por unos tipos vestidos de oscuro y que utilizan lenguaje incomprensible, sino una cosa de gente del pueblo, representado por magníficos ciudadanos, aunque sean actores, que hablan con el lenguaje de "la calle" (también denominado callejero o barriobajero) y dan la versión del "pueblo llano", podrían ser incluso mejorados por este sistema Gran Juez que no dejaría nunca la decisión final sobre la existencia o inexistencia de un delito en manos de un Juez o de un actor conocido sino de los propios ciudadanos (o actores).

Proyecto

Con los antecedentes anteriormente descritos proponemos una investigación seria, rigurosa y bien financiada sobre las posibilidades de la implantación de un sistema telemático de votación popular sobre asuntos penales que permita sustituir a los jueces y sus decisiones incomprensibles. El sistema consistiría en un pequeño software que se instalaría gratuitamente por la administración pública en los ordenadores particulares (también regalados por el Estado) de todos aquellos que estuvieran interesados y que conectaría, a las siete (número de la suerte) personas elegidas por sorteo (dirigido y paritario en la medida de lo posible y con todas las cuotas que sean necesarias) con un sistema de video conferencia que habría en el Juzgado e-Popular (que así pasarían a llamarse las sedes judiciales). Allí, las víctimas, los imputados y los testigos, todos ellos sin representación procesal dado el mayor coste de amplitud de pantalla que eso representaría, contarían el caso y, en un tiempo máximo de 5 minutos, los ciudadanos dictarían sentencia desde sus casas. Informáticamente no debe ser muy complicado dado que el software permitiría, primero seleccionar culpable o inocente y, después, cada GranJuez (que así se llamaría a estas personas) indicaría numéricamente la pena a aplicar teniendo en cuenta el daño cometido y la alarma social existente, para imponerse finalmente la media aritmética resultante de entre todas las cantidades de pena seleccionadas. La única pena a aplicar sería la privativa de libertad, para no complicar en exceso la decisión ciudadana.

Por supuesto, y en aras a que existieran las máximas garantías, instalaríamos una webcam que permitiría comprobar que la persona que vota se parece físicamente a la que ha salido en el sorteo. Además, habría posibilidad de recurso del condenado, a mano alzada durante los siguientes diez segundos en que la voz informática le diga el veredicto (usted ha sido condenado a una pena de doce años), y que consistiría en una nueva votación de los siete GranJuezes a los que se sumarían otros 2 suplentes. Si esto complica demasiado el sistema se puede suprimir o reducir las condenas recurribles a un 50% por medio de un sorteo: " lo lamentamos, su condena no puede ser recurrida".

En cuanto a la decisión de circunscribir el sistema Gran Juez a los asuntos penales se debe a que son los que más importan a los ciudadanos. Por eso también podría limitarse el proyecto a delitos de violación, asesinato y a cualquier forma de pederastia en general, pues es esto lo que realmente interesa y sobre lo que realmente sabe, la sociedad. Y si los delitos los comete un menor, pues mejor.

El proyecto tiene un coste aproximado indecente, lo cual no debería ser un problema. Además se trata de un proyecto de investigación que puede dar lugar a otros muchos proyectos paralelos que deberían ser desarrollados en otras convocatorias de I+D+I+e (de exploración). Podría citar el proyecto de creación de un medidor portátil de alarma social, que permitiría a los políticos tomar las decisiones legislativas con mayor fundamento, o la realización de un estudio de paridad condenatoria que permita que no haya más hombres condenados que mujeres en el machista sistema judicial español.

Por último quiero destacar que este proyecto se enmarca perfectamente en la convocatoria del Ministerio "actuaciones EXPLORA-Ingenio 2010, consistentes en propuestas de investigación imaginativas y radicales cuya viabilidad pudiera ser considerada baja en programas convencionales, pero en las que se considere que existen indicios que justifiquen acometer su exploración usando metodología científica". Más imaginativo, heterodoxo y radical, imposible. Y más indicios de demanda social de explorar la supresión del poder judicial, tampoco.

Antecedentes investigadores del equipo

Fernando Miró-Estupefacto
· Acreditado sobradamente por la ANECA
· Amplia experiencia en debates nocturnos en locales públicos
· Perfil propio en Facebook
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*Fernando Miró Llinares es Profesor Titular de Derecho Penal de la Universidad Miguel Hernández de Elche.

sábado, 23 de enero de 2010

Índice del sábado 23 de enero de 2008

Delenda est Bolonia. Por Mariano Yzquierdo Tolsada
Cómo se hace un plan de estudios boloñés. Por Maria Paz García Rubio
Algunas ideas a vuelapluma. Por Mirentxu Corcoy Bidasolo.
Perlas cultivadas.I. El grouchomarxismo se apodera de los proyectos de investigación. Por La Espina de la Faneca.

Delenda est Bolonia. Por Mariano Yzquierdo Tolsada*

Creía que iba a ser un título original para este artículo. Pero el caso es que he encontrado en Google algo más de 3000 entradas que contienen la necesidad de acabar con el Plan de Bolonia en las que aparece aquella conocida cita de la Roma clásica. Unos invitan a celebrar acampadas en las dependencias de algún Rectorado, otros movilizan a acudir a manifestaciones en plan mayo del 68, y los menos agresivos prefieren celebrar reuniones al más puro estilo senatorial, cuando en las guerras púnicas Catón el Viejo expresaba con vehemencia su convicción de que Cartago había de ser destruida. Tampoco faltan las convocatorias oficiales a jornadas de reflexión y debate sobre los pros y los contras, como la celebrada en el Colegio Notarial de Madrid el pasado 29 de abril.
Personalmente, creo que cuando en septiembre de 2010 los profesores universitarios nos incorporemos a las aulas inmersos en el dichoso Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), tendremos probablemente la sensación del futbolista que salta al terreno de juego y de repente percibe que en el mismo alguien se ha olvidado de que tenía que haber porterías y también un balón más o menos hinchado.
Vaya por delante lo que estos días se está diciendo hasta la extenuación: la moda de lo políticamente correcto ha procurado que las críticas se hayan limitado a las conversaciones privadas de cafetería o de pasillo en las Facultades, a lo que, desde luego, ha de añadirse lo escrito y publicado por bastantes profesores en diferentes medios (García Amado, Recalde Castells, Orón Moratal, Francesc de Carreras, Fortes Martín…). Pero lo cierto es que la contestación contra el «Plan de Bolonia» en España ha sido enorme en lo que a los estudios de Derecho se refiere. Tan grande como lo ha sido en países como Alemania, el Reino Unido o Italia, que prefirieron desmarcarse. No deja de ser llamativo que en la Universidad de Bolonia no se vaya a seguir el «Plan de Bolonia ». Parece ser que en nuestro país sucesivos Gobiernos de diferente signo político han preferido aceptar por como de obligado cumplimiento (la convergencia a ese EEES) lo que era simplemente potestativo de cada uno de los Estados.
Los profesores de Derecho nos hemos visto obligados a actuar en este proceso como unos Edipos prisioneros de la fatalidad impuesta por un nuevo oráculo en forma de BOE. Pero Bolonia no era obligatorio, no lo imponía una Directiva ni norma comunitaria alguna. El que, por ejemplo, se quisieran unificar estudios técnicos tenía su razón de ser (arquitectura, biología, medicina), pero no se acierta a ver qué utilidad tiene, de cara a un propósito de mayor y mejor movilidad de alumnos y profesores, el unificar por un lado desde Europa y dejar después que la autonomía universitaria haga de su capa un sayo, de manera que la carrera de Derecho de Jaén se parezca a la de Murcia en lo que haya querido la casualidad que se parezcan. La cosa recuerda a lo que mi compañero y Catedrático de Burgos José María de la Cuesta decía en la lección de apertura del curso 2005/2006: la civilística europea se encuentra comprometida desde hace casi veinte años en un proceso de unificación parcial del Derecho civil y mercantil de la Unión Europea, del que han surgido varias iniciativas metodológicas y hasta Resoluciones del Parlamento Europeo sobre unificación del Derecho de contratos. Mientras tanto, en nuestro país preferimos hacer nuestra aquella declaración malévola atribuida al Presidente De Gaulle durante la Guerra Fría, acerca de que su amor a Alemania le hacía preferir que hubiese dos Alemanias. Dos.
Entre tanto, se unifica por todos la jerga pedagógica y lo accesorio, de cara a que quede clara una cosa: que lo que importa no es el conocimiento serio y ordenado de las instituciones jurídicas, sino que el estudiante tenga «habilidades» y «aptitudes». Que tenga «buen rollo» a la hora de preguntar a su amantísimo profesor a través del campus virtual y buena cintura forense a la hora de convencer sobre la bondad de su argumentación en el seminario o en la tutoría de tipo A y también en la de tipo B. Y hay que suponer que, a menos explicación de aula, también se impondrán manuales de texto más breves, de tipo folleto, cuando lo lógico sería todo lo contrario: a menos información oral, más información escrita.
Pero hay una cosa que me gusta en esto de Bolonia. Una solo. Después de más de un cuarto de siglo en las aulas, tengo claro que existe un puñado de alumnos interesados en la asignatura, y capacitados para hacerlo a niveles que no sean los propios de un instituto de bachillerato. A ellos es a quienes se debe el profesor universitario: a ellos, que están dispuestos a poner algo de su parte para que la enseñanza no sea algo en lo que el discente ha de acudir a clase sin más herramientas que una docena de folios y dos bolígrafos (por si se gasta la tinta), a la espera de que alguien «dé apuntes», y a veces, dicte, literalmente, incluso los artículos de los textos legales. Siempre dije que esos profesores recurren al cómodo sistema del dictado de apuntes porque ignoran la profundidad del pozo de su ignorancia.
…Y evidentemente, si con Bolonia esa falsa lección magistral queda reducida en tiempo a la tercera parte, el cambio metodológico se imponía, aunque lo necesario era una pauta o línea que marcase el cambio de diseño de la docencia. Un proceso de adaptación metodológica, y no que, de repente, sea el alumno quien rellena de contenido sus créditos a base de lecturas escogidas, de trabajos corta-ypega y de puestas en común. Y en sí la idea de que el alumno abandone la actitud pasiva y receptora no era mala, pero el problema es que en la que Alejandro Nieto llamaba «la tribu universitaria» hay una enorme mayoría de estudiantes que dicen «preveer» en vez de «prever», «preveyó» en vez de «previó», y que prefieren «inflacción» a «inflación» o «presquita» a «prescrita». Y que no distinguen «a» de «ha», una conjunción de una preposición o un pronombre de un adverbio. Que saben leer y escribir, pero solo un poco. Y que si no escogen para ellos lectura alguna porque en sus años de colegio preferían la game-boy, no les va a gustar mucho que les escoja las lecturas el profesor de Constitucional o el de Economía Política. Complicado, en fin, que los dictadores de apuntes y sus fieles seguidores desemboquen en Bolonia sin previa anestesia.
Pero no hay problema, porque lo que importará, según parece, no es lo que uno sabe sino cómo enseña uno aquello que sepa –lo que importa es el modelo de aprendizaje, no el modelo de enseñanza–, y ya se nos avisa de que el Gobierno, utilizando también a Bolonia como excusa, preparaba en marzo un borrador de Estatuto del Personal Docente e Investigador con arreglo al cual se evaluará cada cinco años la «calidad de los docentes», o lo que es lo mismo, la calidad de los trabajitos en grupo que organicen y la calidad de sus tutorías, las virtuales y las otras.
Bienvenida, pues, la LOGSE a la moderna Universidad. Hemos conseguido, por la acción de algunos y por la omisión de casi todos, que lo importante no sea la ciencia, sino el grado de dinamismo de las aulas. Mejor el gestor que el jurista, mejor el graduado astuto que el completo, mejor el flexible que el bien formado. Mejor las virtudes del kadí que la seguridad jurídica.
No me gusta estar tan lejos de la jubilación anticipada.
*Mariano Yzquierdo Tolsada es Catedrático de Derecho civil (Universidad Complutense) y Consultor CMS Albiñana & Suárez de Lezo (Derecho civil y Propiedad Intelectual). Este artículo fue publicado en La Tribuna del Derecho, mayo 2009

Cómo se hace un plan de estudios boloñés. Por Maria Paz García Rubio*

Voy a contar la historia de que cómo se hace un plan de estudios para adaptarse a Bolonia, ser más competitivos, más europeos, más modernos, más excelentes y más innovadores. El Plan de Estudios es el del Grado de Derecho de la Universidad de Santiago de Compostela. Quien esto escribe es profesora de esa Facultad desde hace más de veinte años y ha participado directamente en la elaboración del Plan que nos va a situar en la vanguardia jurídica mundial.
El borrador inicial del mencionado Plan fue elaborado durante un plazo de largos meses (creo recordar que cerca de una año, con reuniones a veces incluso semanales o bisemanales) por una Comisión ad hoc presidida por el Decano de la Facultad. En la mencionada Comisión participaban un profesor por área de conocimiento y una representación de los alumnos que a su vez estaban representados en la Junta de Facultad. En conjunto una veintena de personas, de las que seis o siete eran estudiantes. Desde el comienzo de las reuniones aquello prometía. Era cantinela bastante repetida decía que lo mejor para el bien común era que cada Área de Conocimiento opinara de su propio lugar en el sol (del Plan de Estudios) pero a ser posible se abstuviera de opinar sobre las demás, no fuera a ser que se ofendieran. Como a algunos esto nos parecía un disparate que no podía conducir a nada coherente (ya me dirán qué plan es ese, donde nadie puede opinar del conjunto), el lío estuvo servido desde el primer momento. Se adornó con otras perlas de no menor dimensión, como la necesidad de contentar también a los alumnos y hacer lo políticamente correcto cuando tocaba, lo que dio lugar a algunas cosas curiosas que, en aras a destacar lo más llamativo, voy a omitir, si se me permite (la estructura de nuestro desestructurado Estado tuvo también algo que ver en esto). En fin, voy a lo esencial.
Tras casi un año de debate en el que incluso escuchamos en directo la opinión de profesionales del Derecho como jueces, fiscales o abogados, que, por supuesto, nos pasamos olímpicamente por el forro cuando llegó la hora de votar, la Comisión aprobó un Borrador. De aquel bodrio, que, no necesito decirles, el Decano pactó con lo que cabe reconocer era la mayoría de la Comisión, voy a destacar algunos de los detalles más relevantes; trataré de hacerlo de la forma más sencilla que pueda para que cualquier lector avisado, aunque no sea jurista ni sepa nada de los estudios de Derecho, lo entienda sin dificultad.
El Decano necesitaba los votos de Derecho Romano. Derecho Romano subió de 6 créditos en el plan vigente, a 9 créditos en el futuro plan. No necesito explicar que el Derecho Romano, de cuyo valor científico nadie puede tener dudas, hace mucho, muchísimo tiempo que ha dejado de estar vigente y que sus soluciones y sus técnicas, aunque estén en el origen de algunas de las presentes en los ordenamientos jurídicos de nuestros días, más pueden complicar al alumno que ayudar a entender estas últimas, mucho más si, como es el caso, la materia en cuestión se coloca en el primer curso del Grado.
El Decano necesitaba los votos de Derecho Eclesiástico del Estado. Derecho Eclesiástico del Estado subió de 4.5 créditos en el plan actual, a 6 créditos en el futuro plan. Explicación: así cuadraban mejor las cuentas.
El Decano necesitaba los votos de Derecho Procesal y a los profes de Derecho Procesal no les gusta dar clase en primer curso porque los estudiantes son muy críos y no entienden nada. Luego, la Introducción al Derecho Procesal, una asignatura donde en teoría se deben explicar los rudimentos de nuestra organización judicial, vamos, lo que es por ejemplo un tribunal de justicia o una sentencia, se colocan en el curso tercero, o sea, un año antes de acabar la carrera. Pero los profes de Procesal también quieren sus asignaturas de Derecho Procesal Penal y Derecho Procesal Civil, y las quieren dar lo más tarde posible, porque ya se sabe, el procesal es lo último, lo que se da al final, cuando no hay otra solución y llega el proceso (aunque de memoria, trato de reproducir palabras literales de la representante de esta Area de Conocimiento. Esto es sencillamente un disparate, pero omito la digresión). Resultado: como sucede que, para cuadrar las cosas, el Derecho Internacional Privado se colocó en el primer cuatrimestre de cuarto y el Derecho Procesal Civil, por los reproducidos argumentos, se colocó en el segundo cuatrimestre de cuarto, los estudiantes de Santiago tendrán que enfrentarse antes al proceso internacional que al proceso ante los tribunales españoles; a lo mejor tienen suerte y así aprenden algo.
Pero les había contado que la Introducción al Derecho Procesal quedaba en el tercer curso. Ahora está en primero, luego había que colocar algo en el hueco que esta materia dejaba. Fácil, los votos de Derecho Civil el Decano no los tenía, bastaba con colocar Derechos Reales en primer curso de carrera. Los estudiantes de Santiago no tendrán que saber lo que es un tribunal o una sentencia hasta tercero, ahora bien, lo que es una hipoteca y cómo se ejecuta, eso, aunque sean ante un tribunal y siguiendo un procedimiento judicial, eso, digo, lo tienen que estudiar en primero. ¿Ustedes lo entienden? Yo desde luego no. Voté en contra, por supuesto, pero estaba en minoría.
Sigo un poco más. El Decano también necesitaba los votos de Derecho Financiero. Es una disciplina que ahora está de moda. Al fin y al cabo todos pagamos impuestos (o eso creo) y a todos nos interesa. Ocurre que esta disciplina es en realidad una sector muy especializado que en la mayor parte de los países europeos no se estudia en el Grado o se hace de una manera muy superficial, puesto que esa misma especialización y la necesidad de contar con conocimientos previos de otras materias (sustancialmente Derecho Administrativo y Derecho de Obligaciones) la hacen mucho más apta para estudios de Máster. Cuando hablabas con ellos, los profesores de Derecho Financiero, que han crecido mucho en los últimos años, no tenían empacho en reconocer que su materia está actualmente sobrerrepresentada en la Licenciatura y que si éste se define como estudios generales y básicos, su presencia debía decrecer considerablemente. Evidentemente, en público y en la Comisión no podían “tirar piedras contra su propio tejado” y, lejos de decrecer, pedían tres asignaturas que, por supuesto, les fueron concedidas. Una de ellas es algo tan general y básico como “Procedimiento Tributario”. Para que el novel en esto lo capte rápidamente: un procedimiento administrativo especial en un Grado de Derecho en el que, por supuesto, no hay una asignatura monográficamente dedicada a las procedimiento administrativo general.
Me quedan en el tintero más perlas de las aprobadas en Comisión. Pero tiempo es ya de pasar a la votación en pleno de Junta de Facultad de aquel Borrador. Evidentemente, los perdedores de la Comisión presentamos enmiendas para dar y tomar a lo que nos parecía un dislate total. Incluso algún ganador, que para eso lo era, presentó alguna también, para ver si así la goleada era un poco más escandalosa. De paso había que asegurar el voto de los alumnos, así que nada mejor que pactar ex ante el voto positivo a alguna de sus enmiendas. Voy a resumirles el procedimiento ideado por el Sr. Decano. Lo que el denominó “enmiendas que afectaban a la estructura del plan” no se votaban en Junta de Facultad, puesto que ya habían sido discutidas en la Comisión; las otras sí se votaban. Cuáles eran éstas y aquéllas lo decidió él en una reunión consigo mismo (supongo que con alguien más). De nada sirvieron las protestas de los disidentes. Ahora viene lo más divertido. Les voy a contar alguna cosa que se votó.
Como había mucho Derecho Eclesiástico del Estado y eso, muy, muy progre, no suena, algunos alumnos decidieron (creo que con alguna profesora de la materia) que había que asegurar la progresía y claro, pusieron la correspondiente enmienda. Había que asegurar que no se iba a tratar de una materia ideológica (¿?) y, por tanto, pidieron, se votó y ganaron que no se estudiara únicamente el Derecho de la Iglesia Católica, sobre todo en lo que respecta al Derecho matrimonial: debería estudiarse el derecho matrimonial de todas las religiones del mundo mundial, cuantas más mejor, para asegurar la pluralidad y la progresía. Es obvio el disparate científico y pedagógico que esto significa. Evidentemente, lo único que a día de hoy tiene sentido en un Estado aconfesional, en el que la religión debe quedar en el ámbito de lo privado, es no estudiar el Derecho Eclesiástico (el Canónico de siempre), o, desde luego, no estudiarlo de manera obligatoria, que es lo que han hecho algunos de los nuevos planes en otras universidades. Pero recuerden que nuestro Decano necesitaba los votos de Eclesiástico y necesitaba también los de los alumnos. Resultado: se votó a favor de la estupidez. En el nuevo Plan los estudiantes de Santiago serán ecuménicos. ¡¡Tendrán que estudiar el Derecho matrimonial del mundo!! ¿Quíen se lo va a enseñar?. No se lo puedo decir; eso no se votó.
Aún les cuento otro detalle. La materia de Derecho Internacional Privado, actualmente en el último curso de la carrera, es de las más complicadas y difíciles de superar para los alumnos. Una solución hubiera sido eliminarla. Probablemente hubieran ganado la correspondiente votación, pero lo cierto es que no llegaron a tanto. Los alumnos presentaron una enmienda en la que ellos decidían que el Derecho Internacional Privado, de 9 créditos salidos de la Comisión, no sería tal. Se partiría en dos asignaturas de 4,5 créditos cuyo contenido (no tenían nombre) esos mismos alumnos propusieron. Explicación: así la asignatura se aprobaba por partes y era mucho más fácil de pasar, lo que era importante para las becas. Por supuesto, los profesores del Area se opusieron tajantemente por razones científicas y porque no parecía que los alumnos fueran los más indicados para decidir por dónde se “partía” la asignatura. Además, algunos nos preguntamos cómo es que era tan importante para las becas dividir en dos los 9 créditos de Privado, que está al final de la carrera, y no lo era dividir los mismos 9 créditos de Derecho Penal, que está en segundo curso, donde los estudiantes han de estar igual o más interesados en disfrutar de esas becas. En fin, qué más da. Se votó y ganaron otra vez. El Derecho Internacional Privado se dividió en dos innominadas asignaturas cuyo contenido pusieron los alumnos.
Hubo más perlas, las hubo, pero puesto que he hablado de la Comisión y la Junta, tengo que pasar al tercer agente perpretrador del Plan, los órganos directivos de la Universidad: el Vicerrector de Profesorado, el Consejo de Gobierno, etc. La Propuesta aprobada en los términos que he contado subió a estos altares antes de ser pasada a ANECA (cabe decir que en este caso será la AGSUG, la agencia gallega, la encargada de aprobar, no les quepa duda, semejante plan; pero eso vuelve a ser otra historia). Los perdedores volvimos a patalear y presentamos recurso. Sorprendentemente, nos fue atendido. Un buen día recibimos una llamada del Vicerrector de Espacio Europeo de Educación Superior que nos contó que la Asesoría Jurídica había considerado “desviación de poder” en la actuación del Decano en la Junta y que, puesto que era importante que el Plan saliera cuanto antes para ANECA, quería intentar un consenso entre el Decano y nosotros, protestones, a fin de “llegar a tiempo”. Les ahorro detalles. Tal consenso no hubo y la prisa de las autoridades seguía siendo la misma. Resumiendo, aunque se atendió el recurso y se remitieron de nuevo las actuaciones a la Junta de Facultad, el propio Vicerrector (no sabe bien con quién ni cómo) “arregló” lo que le pareció (no sabemos exactamente qué arregló, parece que volvió a “juntar” el Derecho Internacional Privado, al ser este tema el que la Asesoría Jurídica apreció haber sido objeto de desviación de poder; pero nadie sabe a ciencia cierta si “arregló” esto u otra cosa, o nada en absoluto) y el Plan fue remitido en tiempo y forma a ANECA, de donde a su vez lo enviarán a la AGSUG, para que, a buen seguro, sea aprobado para su implantación en el próximo curso.
¿Cómo se les queda el cuerpo? ¿Alguien pensó ni por un momento en los estudiantes, en lo que necesitan para formarse, para encontrar un empleo, para ser “homologables” con sus colegas de otras universidades, no digo ya prestigiosas, digo decentes? ¿Ustedes qué creen?.
Yo estoy segura que lo que les he contado no tiene nada de extraordinario y que de este modo o de otro muy similar han sido elaborados muchos otros de los nuevos y relucientes planes que nos situarán a la cabeza… de la estupidez y la estulticia más absolutas.
En fin, gracias por leer hasta aquí.
*María Paz García Rubio es catedrática de Derecho Civil de la Universidad de Santiago de Compostela.

Algunas ideas a vuelapluma. Por Mirentxu Corcoy Bidasolo

Mirentxu Corcoy Bidasolo, Catedrática de Derecho penal de la Universida de Barcelona y buena amiga, nos remite una carta de la que extraemos estas que llama "propuestas positivas" :

1ª. Deben desaparecer los pedagogos e informáticos, incluida toda la jerga de competencias y habilidades. Respecto de los pedagogos desconozco cuál podría ser su función. En el caso de los informáticos deberían estar únicamente al servicio de los profesores para solucionarles problemas informáticos, no para crearlos.

2ª. En el grado lo único que debería preocupar son los contenidos de los
programas de cada estudio así como el de cada asignatura de este. En el
programa de un grado debería primar la lógica (¿qué es eso?) sobre la voluntad de acumular créditos por parte de las áreas y esta lógica aplicarla también a la relación entre las asignaturas buscando la coherencia y evitando duplicidades y solapamientos.

3ª. Los alumnos tienen que estudiar y aprender y no limitarse a "progresar adecuadamente". No es admisible que al profesor se le valore positivamente por el número de aprobados y negativamente por los suspensos. Las consecuencias de ese planteamiento las sabemos todos. En este punto es donde los pedagogos más deben callarse, porque la Universidad no puede ser una academia ni un colegioo en el que tratar a los alumnos como bebés y darles el biberón en lugar de los instrumentos para que se hagan la comida.

4º. La inmensa burocracia que nos sepulta debe desaparecer y primarse la investigación sobre rellenar aplicaciones y/o reunirse. La mitad de las
reuniones y comisiones no sirven para nada, entre otras cosas porque no son decisorias. No es admisible que el formarto de una aplicación condicione el contenido (por ejemplo que los objetivos de una asignatura no puedan explicarse en más de 75 palabras). Este punto es uno en que los informáticos deben asumir que son un instrumento de trabajo y no un fin en sí mismo (eso lo serán como personas supongo).

Perlas cultivadas. I. El grouchomarxismo se apodera de los proyectos de investigación

El párrafo que vamos a copiar figura en el artículo 25 de la reciente convocatoria de proyectos de investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación (Resolución de 30 de diciembre de 2009, de la Secretaría de Estado de Investigación, por la que se apruebaa la convocatoria para el año 2010 del procedimiento de concesión de ayudas para la realización de proyectos de investigación y acciones complementarias dentro del Programa Nacional de Proyectos de Investigación Fundamental, en el marco del IV Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica 2008-2011. BOE de 31 de diciembre de 2009). Dicho artículo 25, incluido dentro del capítulo II ("Subprograma de Acciones Complementarias al Proyectos de Investigación Fundamental no orientada") lleva el rótulo "Tipos de acciones objeto de ayuda y condiciones generales de realizacion de la actividad". Enumera varias modaliades de acciones objeto de ayuda, la última de las cuales es la "Modalidad F". Vean (es copia literal, palabra):
"Modalidad F: Proyectos de la actuación EXPLORA-Ingenio 2010, consistentes en propuestas de investigación imaginativas y radicales cuya viabilidad pudiera ser considerada baja en programas convencionales, pero en las que se considere que existen indicios que justifiquen acometer su exploración usando metodología científica. Los proyectos EXPLORA buscan indagar ideas que puedan llevar a descubrimientos radicales, pero también a decepciones o a callejones sin salida. Estas acciones pueden incluir cualquier indagación honesta y seria de la frontera del conocimiento propuesta con rigor científico. Los planes de trabajo de las acciones propuestas podrán ser de índole teórica o experimental. Antes de solicitar una acción Explora hay que tener en cuenta que:
1.º Las acciones EXPLORA no han sido diseñadas en esta primera fase de la iniciativa para financiar la realización de proyectos en sí, sino la fase de exploración de la bondad de ideas heterodoxas y radicalmente innovadoras.
2.º La heterodoxia y la radicalidad intelectual son la esencia del proyecto EXPLORA.
3.º El carácter interdisciplinar o transdisciplinar de las actuaciones propuestas no significa que estas sean heterodoxas y/o radicales. EXPLORA no busca proyectos necesariamente inter- o transdisciplinares, sino proyectos intelectualmente arriesgados".

Desde FANECA declaramos que queda abierto aquí mismo un concurso de ideas a fin de elegir a la ocurrencia más chusca y despampanante que pueda merecer una ayuda dentro de esa "Modalidad F" Explora-ingenio.
Nuestro premio se denomina I Premo Faneca de Oro, no tiene montante económico ni plasmación material y será otorgado por el Obervatorio Faneca-Ingenio 2010, cuya composicíón personal omitimos por razones de seguridad, pero que todos pueden sospechar, como siempre ocurre.

jueves, 14 de enero de 2010

Claves elementales para una universidad seria. Por Juan Antonio García Amado

Irreal, utópico, imposible, quimérico. Todo lo que ustedes quieran. Y es cierto, la universidad española nunca va a ser así, al menos mientras este país sea como es y tenga la gente que tiene, y salvo que alguna extraña hecatombe vuelva a hacer necesario que la universidad produzca conocimiento a gran escala y forme a los estudiantes con un criterio de excelencia muy exigente y, por definición, sumamente selectivo. Mas qué perdemos por especular un poco y por analizar las razones en lo que valen como razones, aunque estén condenadas a la inoperancia y a quedarse en el limbo triste de los imposibles.
La letra mayor, la pauta para una universidad que en verdad lo sea, nos la dan las propias normas que, en multitud, regulan, reforman y contrarreforman las instituciones universitarias en nuestros días: excelencia, calidad, competitividad, rigor. Música vana, sí, licencias poéticas en los preámbulos que los articulados desmienten a conciencia, disimulo, vergonzantes proclamaciones con las que se disfrazan las miserias en las que tanto mediocre medra y tanto indocumentado se solaza haciéndose pasar por académico exquisito. Mentiras ofensivas pergeñadas por lerdos que, en su inanidad, las toman por verdades, puesto que son ocurrencias suyas o de los de su tribu. Pero poco, salvo algo de tiempo, perdemos por preguntarnos cómo habría que organizar la universidad para que se librara de ese curioso trastorno bipolar de decirse la quintaesencia del saber, la ciencia y la cultura y no ser, a la hora de la verdad, más que un cortijo de vividores, una excusa para que inútiles de toda laya se ganen un sueldo y un trampolín para que los saltimbanquis de la política, de la política universitaria y de la otra, hagan su agosto sin pesares y con gesto de patricios ocupados y preocupados por el bien común. Con las excepciones pertinentes, como siempre.
¿Cuál habría de ser el objetivo prioritario en una universidad que se tomara la calidad en serio? En lo que a su papel docente se refiere, el conseguir que sus titulados alcancen la formación más completa y perfecta que sea posible. En lo que alude a la función investigadora de las universidades, se habría de procurar que los logros ahí obtenidos estén al nivel de los estándares más exigentes. En otras palabras, naveguemos un rato por las antípodas de lo que tenemos.
En lo uno y en lo otro es perfectamente viable una medición objetiva, basada en datos e indicios bien fiables. Pero, desde luego, esa comprobación de la calidad docente e investigadora ha de seguir pautas absolutamente opuestas a la mayor parte de las que actualmente se están implantando al hilo de la obtusa dictadura pedagógica y burocrática. Por ejemplo, si alguna correspondencia existe entre calidad de los títulos y fracaso escolar, no puede sentarse mediante la idea de que a menos suspensos, mayor nivel docente de la institución académica; más bien sería al contrario, aunque con los matices que luego haremos. Y el nivel de la actividad investigadora del profesorado universitario ha de fijarse con una mezcla de juicios objetivos sobre los contenidos y de escrupuloso filtrado de los índices externos o formales, mas nunca, como está sucediendo, con criterio puramente burocrático o mediante la consideración de datos simplemente contextuales. Un ejemplo de lo que denomino datos contextuales sería el montante de los dineros destinados a financiar la investigación. Son condición necesaria, con toda probabilidad, pero no condición suficiente. El uso y la administración de esos fondos son tan relevantes como su cuantía, y bien se sabe que si van mal dirigidos o están mal controlados, se convierten en despilfarro y no sirven nada más que a la política de apariencias que tanto se estila en esta época.
Comencemos por la calidad de las enseñanzas y las prestaciones que en ese punto han de brindarse al estudiantado. Dichas prestaciones deben estar en correspondencia con las que de los estudiantes mismos se pueden y se deben exigir. No entra la letra con sangre, ciertamente, pero tampoco sin esfuerzo y sin un cultivo esmerado del talento. Lo que carece por completo de sentido es que el legítimo esfuerzo para proporcionar al aprendizaje estudiantil mejores medios y fórmulas más razonables vaya acompañado, como ocurre, de un descenso en el nivel de exigencia. A fin de cuentas, si se trata nada más que de conseguir, al precio que sea, que cada estudiante que se matricula acabe obteniendo su título, nos podríamos ahorrar un montón de recursos. Dénseles unos libros sencillitos para que los lean, si lo tienen a bien, grábense en formato electrónico o digital unas pocas explicaciones para que las contemplen o las escuchen cuando les venga en gana, reúnanse de pascuas a ramos para organizar unos debates muy monos sobre alguna cuestión de actualidad y que conozcan en persona a algún profesor que haga de moderador al modo de las tertulias televisivas y aplíquese al final la presunción de que todos han alcanzado el mayor aprovechamiento y se han vuelto, por arte de magia, diestros, capaces y competentes en la materia de que se trate. Con ese resultado último sueñan los gestores actuales de la enseñanza universitaria, pero para ese viaje sobran las alforjas de tanta clasecita posmoderna y nada magistral, de tanto método docente chiripitifláutico y de tanta evaluación continua que, a la postre, no evalúa más que la pura presencia del alumno en las aulas, en sumisa actitud y presto al disimulo que se le pida para guardar la apariencia de un rigor que brilla por su ausencia.
Sería una maravilla y un prodigio digno del mayor encomio que encontráramos la fórmula para que todos o la inmensa mayoría de los que se inscriben en Ingeniería de Telecomunicaciones, Medicina (¿por qué se hacen con los médicos tantas excepciones en estas materias boloñesas?), Derecho, Biología o Filología terminaran su carrera no sólo felizmente, sino convertidos en eximios profesionales, capaces para competir con las mayores garantías en este mundo globalizado. Pero esos milagros ni existen ni se logran a base de supuestos métodos innovadores que tienen más de ensalmos o hechicerías para incautos que de verdadero valor para la enseñanza.
Ocurre, y todos los sabemos, una curiosa inversión: la enseñanza se está adaptando a la capacidad de muchos profesores, especialmente de tanto especialista en naderías y de tanto iletrado con vocación de tertuliano, no a la capacidad de los buenos estudiantes y a las exigencias de un “mercado” serio de las ideas y de las ciencias. Por mucho que se diga y que se aparente, el estudiante se ha tornado un pretexto, un cero a la izquierda, un objeto, la perfecta disculpa para una burocratización que garantiza a casi todo el profesorado un carguete y un poder sobre los colegas y, en especial, para una avalancha de sobresueldos y primas que a casi todos dejan contentos al olvidarse del objetivo primero que da sentido a nuestro trabajo: que si soy de tal comisión de calidad, de tal junta evaluadora, de tal comité de control o coordinación; que si me pagan tanto por evaluar esto y tanto por evaluar lo otro. Estúpido pez que se muerde la cola, las universidades se vuelven antros en los que los mayores tehúres evalúan evaluaciones y disertan sobre la calidades de los sistemas de calidad, mientras al estudiante se le da, con dolo, gato por liebre y todo el mundo se refugia en estadísticas falseadas y en mentiras que se retroalimentan. Talmente como si en un prostíbulo se confundiera el sexo de pago con el amor más romántico y se concluyera, a partir de números y porcentajes, que se ama como nunca y con el método más acorde a la sensibilidad amorosa de la clientela.
¿Queremos controles efectivos y ciertos sobre la calidad de las enseñanzas? Olvidémonos de la pantomima del fracaso escolar. ¿Por qué no hablamos de fracaso deportivo, por ejemplo? ¿Cuántos niños se apuntan a las escuelas de fútbol y cuántos de ellos llegan a jugar en equipos de primera o segunda división? ¿Por qué no se afirma, en consecuencia, que hay mucho fracaso en las escuelas de fútbol y que se deben cambiar los métodos de entrenamiento? ¿O quizá nos conformaríamos, tontamente, con otorgar a cada muchacho, después de asistir a tales centros durante tres o cuatro años, un título muy rimbombante de futbolista de primera? ¿Y luego qué? ¿Obligamos al Barcelona o al Real Madrid a ficharlos a todos o a alinearlos por sorteo? ¿O es que ser ingeniero, de título, es menos importante o socialmente menos relevante que ser futbolista de los que saben jugar de verdad?
¿Queremos datos sobre la calidad de la enseñanza aportada por los centros universitarios? Muy sencillo, háganse estadísticas sobre el éxito profesional de los titulados. Tomemos el Derecho como ejemplo, porque me es más próximo, pero no ha de ser muy difícil un procedimiento similar para otras carreras. En primer lugar, se establece un baremo de salidas profesionales, clasificándolas en grupos por su valor. Ya sé que sobre esto cabe mucha discusión, pero podría haberla y se llegaría a buenas conclusiones y a acuerdos aceptables. Entre tanto, parto de que se puede diseñar una escala de profesiones jurídicas: letrados por oposición del Consejo de Estado, de las Cortes o similares, notarios, registradores de la propiedad, abogados del Estado, inspectores de Hacienda, jueces, fiscales, técnicos de la Administración, etc., etc.; y, por qué no, abogados con despachos o en despachos con trabajo y prestigio. Luego, compruébese cuántos de los licenciados o graduados de la Facultad de Derecho de la Universidad que sea han llegado, al cabo de un tiempo razonable, a esos puestos y siéntese la tasa que importa: la de éxito profesional. Pues se supone que alguna correlación ha de haber entre las enseñanzas recibidas y tal éxito, ya que, si no fuera así, si nada importa lo que en la universidad se enseñe a efectos de cuál vaya a ser el destino laboral de los titulados, apaga y vámonos, la universidad estaría de más y sus carreras no serían sino un rito de paso o un lamentable filtro para que a determinadas profesiones sólo puedan acceder los que provengan de cierto contexto familiar y social y/o los que puedan pagar las tasas y los demás gastos de una carrera.
Alguno me replicará, con muy respetables razones, que he puesto ejemplos de muchos oficios jurídicos a los que no se accede del modo más racional o más acorde con las verdaderas capacidades intelectuales y técnicas de los posibles aspirantes. De acuerdo, pero cabe replicar con un par de consideraciones. Una, preguntándonos si ésa será razón bastante para que la universidad renuncie a dar el tipo de formación que a los estudiantes se les va a exigir como clave para su éxito laboral en el futuro. Sea usted valiente y, si es profesor de Derecho y partidario de la salsa boloñesa, dígales a sus alumnos el primer día de su clase algo así: miren, me importa un bledo que ustedes salgan de aquí mejor o peor formados para ganarse pasado mañana una oposición o para triunfar en unos pleitos bien difíciles, pero me voy a esmerar para evaluar su capacidad de liderazgo, su iniciativa en los debates y su disciplina a la hora de hacer unos resúmenes de textos y, además, intentaré que desarrollen un extraordinario equilibrio psicosomático y que su relación conmigo sea fraternal, simétrica y exenta de connotaciones relacionadas con el complejo de Edipo o de Electra. Deberían tirarlo de inmediato por la ventana al grito de aquí venimos a aprender de lo que nos importa (o debería importarnos) y no a hacer el capullo con un capullo como usted.
La otra consideración, como réplica a aquella posible pega, es que si la enseñanza universitaria no filtra con la mayor objetividad posible a los más capaces, será el mercado, pero un mercado lleno de corruptelas y con un clasismo fuera de toda duda, el que se encargará de que a determinadas labores asciendan los que están socialmente mejor situados, en un contexto de total desigualdad de oportunidades.
No es mi responsabilidad decidir quién será mañana juez o abogado del Estado, pero sí la de procurar, en lo que esté en mi mano, que no llegue ahí un perfecto zoquete, aunque sea hijo del más rico de mi pueblo. O que se vayan a ciertas privadas y, al menos, paguen más. Así que, por las mismas, en esa primera clase dígales esto a los estudiantes: miren, yo voy a procurar que apruebe mi asignatura todo aquel que se deje o venga por aquí a menudo; luego, el día de mañana, búsquense ustedes la vida como puedan y al que Dios (o su papá) se la dé, San Pedro se la bendiga.
Ahora vamos con el profesorado. Ay, el profesorado. Contengámonos para que este escrito no se haga mucho más largo y para no repetirnos. Lo primero que no puede ser, que no debería ser, es que las plantillas universitarias se llenen de tantos que son poco menos que analfabetos funcionales. Sí, Fulano es el que mejor pone los tubos de ensayo el bies o quien mejor recita de corrido la lista de los reyes godos, pero no sabe nada de nada de ninguna otra cosa. Mucho hablar de lo mal formados que llegan los estudiantes, pero ¿alguien se ha propuesto evaluar en serio el nivel cultural del profesorado? Mucho decir que los alumnos cometen faltas de ortografía o no son capaces de construir correctamente una frase de relativo, pero qué decir de tanto atentado contra las reglas más elementales de la gramática en la prosa burocrática de los encumbrados cargos académicos o, incluso, en tanto artículo y monografía. Se cotiza mucho en estos tiempos publicar en inglés, y bien estará, pero ¿por qué no puntúa negativamente el escribir en castellano textos con todo tipo de faltas e incorrecciones? Ahora, al parecer, vamos a tomar en gran consideración las habilidades expresivas, orales y escritas, del estudiante. ¿Sí? ¿Quién de los que no saben hablar sin la muleta de la pantallita va a valorar la aptitud de los alumnos para la comunicación oral? ¿Y quién de los que no son capaces de escribir tres renglones sin liarse malamente va a examinar la competencia de los estudiantes a la hora de expresarse por escrito? ¡Pero si ya se puede llegar a catedrático sin haber tenido que pronunciar ni palabra ante la comisión que evalúa a los profesores para esos menesteres! ¡Pero si esas comisiones ya no tienen que leerse apenas nada redactado por los candidatos, sólo lo que figura en aplicaciones informáticas llenas de datos ociosos y de detalles pueriles! ¿Publicar en inglés como indicio supremo de calidad? De acuerdo, pero ¿cuántos de ésos son capaces de preguntar la hora en inglés o en otra lengua que no sea la de su aldea?
Si se pretende en serio que las universidades compitan entre sí y con parámetros claros y controlables, y no con bobadas del tipo de número de árboles por hectárea en el campus -que se dé un premio aparte al campus más vegetalmente sostenible- o de número de ordenadores por alumno -que se estudie con calma qué páginas de internet son las más visitadas-, sólo hay que fijarse en la tasa de sexenios de investigación de su profesorado o en la de proyectos de investigación obtenidos en concurrencia seria. Y a los que más aporten ahí, en calidad investigadora, que se les gratifique como se merecen. Porque resulta que a usted, profesor de cualquier universidad española, le van a descontar horas de docencia, le van a pagar algo más y lo van a mostrar como ejemplo de dedicación modélica si tiene (¡o incluso si ha tenido!) algún cargo de nombramiento digital, pero no le van a hacer caso ni le van a proponer “desgravaciones” si ha conseguido a pulso cinco sexenios o dirige un equipo con los mejores investigadores del país y con resultados bien acreditados. El mundo al revés.
Primero la burocracia y los politicastros académicos se hicieron con los edificios nobles y más céntricos de todas las universidades con solera, consolidaron niveles y se agenciaron pagas y sobrepagas y ahora se “democratiza” el sistema a base de repartir ese tipo de privilegios inanes para los segundos, terceros y cuartos escalones de ese entramado. ¿Resultado? Trae más cuenta pasarse unos años de director de área, vicedecano o secretario de departamento que quemarse las pestañas con los experimentos del laboratorio o escribiendo la mejor monografía de la especialidad. Ejemplar y estimulante a más no poder. ¿Por qué es así? Pues porque, al igual que las leyes sobre financiación de los partidos políticos las hacen los partidos políticos, las normas sobre la universidad las elaboran quienes no tienen más vocación que la de burócratas de medio pelo ni más experiencia investigadora que la de apañar currículos tan extensos en páginas como vacíos de sustancia.
También aquí se me puede decir, y no sin fundamento, que ese mundo de los tramos de investigación o los proyectos está fuertemente viciado y a merced de la misma lógica burocrática y caciquil. Algo habrá, aunque tendríamos que debatir con más calma y punto por punto. En todo caso, la respuesta no ha de ser la del presente todo vale y tonto el último o el que no se apañe unas influencias, sino exactamente la contraria: reformemos lo que haya que reformar para que los controles sean serios y no en plan de tócame, Roque.
¿Universidades puestas a competir con base en los mejores resultados docentes e investigadores? Muy sencillo también: que se disputen los mejores profesores. Porque supongo que no me vendrá ninguno con la sugerencia de que esto es muy relativo o de que no hay manera humana de diferenciar a un buen docente o investigador de uno malísimo o del montón. Ahora sí, ahora todo el mundo es igual y vale lo mismo, vivimos en tiempos oscuros de gatos pardos y animales de cloaca, pues para hacer unas bobaditas en clase y aprobar a todo el mundo o para hacer pasar por investigación del mayor nivel unas comunicaciones de corta y pega en congresos organizados ad pompam vel ostentationem vale cualquiera y, como dicen en mi pueblo, así hasta el más tonto hace relojes. La calidad, en lo que sea, se mide por los resultados, no por los gestos, las poses, los papeleos estériles o la demogogia barata que asegura el éxito apabullante en encuestas amañadas por los de siempre. Porque, repito, si, más allá de esa parte folclórica e infantiloide, no cabe apreciar diferencias entre quien enseña con eficacia o sin ella, o entre quien obtiene frutos reales de la investigación o sólo hace el paripé, cerremos el chiringuito de una vez, dejémonos de eufemismos y ahorremos al contribuyente los cuartos que nos paga.
Usted, rector, profesor de a pie o estudiante, ¿no sabe distinguir, a simple vista y por los resultados, entre un buen profesor y un profesor de tres al cuarto? Pues, sencillamente, que ese juicio trascienda y cuente. Sí, en términos de política académica ya sé dónde está el problema: que cada profesor es un voto y cada estudiante también, ponderaciones arriba o abajo. Por eso la primera de las reformas tendría que consistir en la supresión de las demoburocracias y de las demagogias electoralistas.
La democracia de un hombre un voto funciona y debe funcionar en el sistema político y sólo ahí o poco más que ahí. En la universidad cabe organizar un referéndum para decidir si en una parcela del campus se plantan chopos o castaños de Indias, no para admitir o no a trámite una tesis doctoral o para distribuir las ayudas a la investigación. Por seguir con la analogía, en lo que valga, en un equipo de fútbol las alineaciones no se hacen mediante votación de la plantilla y el entrenador no se escoge con votaciones entre los socios. Porque se supone que hacen falta, en lo uno y en lo otro, los mejores y más capaces. ¿En la universidad no? Si no nos gusta el ejemplo futbolero, imaginemos que en la NASA se decidiera con votación de todo el personal quién será el próximo astronauta o quién controlará desde los mandos de tierra la nave.
La secuencia de las reformas es sencilla, al menos sobre el papel. Primero se pone a las universidades a competir seriamente y se las trata en consecuencia, primando a las mejores y caiga quien caiga. Después, como las primeras interesadas en mantenerse a flote y salir bien paradas serán ellas mismas, tocaría reformar el régimen del profesorado y su selección. ¿Cómo?
Para empezar, imaginemos que actualmente en la Universidad X trabaja el profesor Y (iba a decir el profesor Z, pero mejor evitar ciertas contaminaciones expresivas), que es una figura mundial en su campo y, si queremos extremar el caso, claro candidato a un premio Nobel. Vamos ahora con unas preguntillas. ¿Qué posibilidades reales tiene el profesor Y de cambiar a una universidad mejor y que le ofrezca mejores condiciones para su labor? Respuesta: prácticamente ninguna, eso lo sabemos. ¿A qué mejoras en su trato y su remuneración puede Y aspirar, en consonancia con su prestigio y su excelente trabajo? En universidades españolas, prácticamente a ninguna. ¿Qué posibilidades tiene una universidad española de atraerlo para integrarlo en su plantilla, en el supuesto, ciertamente extraño, de que alguna tuviera interés? Muy escasas, pues habría dificultades jurídicas, burocráticas y político-académicas, empezando porque, desde dentro, los colegas y el departamento correspondiente pondrían toda clase de zancadillas, no vaya a hacerlos de menos o no sea que le quite la posibilidad de promocionar a uno de allí y que es muy apreciado en Villaconejos y su entorno. ¿Podría el profesor Y largarse a una universidad o centro de investigación extranjeros, con gran mejora de medios y de sueldo? Sin duda, a muchas anglosajonas sí. Lo recibirían con los brazos abiertos y la chequera en ristre si él concursara allá o, incluso, lo tentarían ellas directamente. He dicho anglosajonas y ¿no se cuenta que con estas reformas que aquí están en curso se pretende implantar un modelo del estilo del norteamericano? Ya, y yo con estos pelos.
Investigación competitiva (y no sería muy diferente para la docencia) es la que se hace en el marco de la competición entre los investigadores y las instituciones, no la consistente en mandar cada tanto un montón de papeles absurdos a una comisión de colegas encapuchados para que te ajusten cuentas y, si sale bien, te digan que estás muy acreditado o que ya puedes cobrar cien euros más al mes. Si nuestras universidades tuvieran en verdad que trabajarse la calidad de sus resultados, se pelearían por los profesionales más competentes. O sea, exactamente lo contrario de lo que vemos aquí y ahora.
No tenemos que perdernos en detalles técnico-jurídicos de cómo habría que organizar el sistema, pues se supone que lo primero es la voluntad política de hacer universidad en serio y, luego, se adaptan las normas en lo que sea necesario. Pero habría que romper, al menos en parte, ese vínculo funcionarial vitalicio entre la institución y su personal, al menos en lo que tiene de cadena que inmoviliza a cada profesor en su universidad, pues no tiene otra a la que ir aunque quiera, salvo que sea fuera de España o salvo que su clan le prepare un sitio por razones que no suelen tener que ver con su competencia. Con las garantías que sean necesarias, que funcione la oferta y la demanda y que se fuerce a los demandantes a pelear por los mejores. Y entre los mejores, por supuesto, también los extranjeros. Porque resulta que somos (casi) todos la mar de cosmopolitas, pero aplicamos el rancio principio de que la universidad de este pueblo es para los de este pueblo y sólo para ellos.
Un profesorado reconocido seriamente y con buenos estímulos de todo tipo tendría muy buenas razones para trabajar, y más si ésa es su vocación y está bien dotado para ello. No como aquí y ahora, donde la vocación de cualquiera se pudre entre papeleos baratos, politiquillas de baja estofa y mediocridad asfixiante. Pero ¿quién quiere en este país una buena universidad? ¿A quién diantre le importa aquí la universidad?