Creía que iba a ser un título original para este artículo. Pero el caso es que he encontrado en Google algo más de 3000 entradas que contienen la necesidad de acabar con el Plan de Bolonia en las que aparece aquella conocida cita de la Roma clásica. Unos invitan a celebrar acampadas en las dependencias de algún Rectorado, otros movilizan a acudir a manifestaciones en plan mayo del 68, y los menos agresivos prefieren celebrar reuniones al más puro estilo senatorial, cuando en las guerras púnicas Catón el Viejo expresaba con vehemencia su convicción de que Cartago había de ser destruida. Tampoco faltan las convocatorias oficiales a jornadas de reflexión y debate sobre los pros y los contras, como la celebrada en el Colegio Notarial de Madrid el pasado 29 de abril.
Personalmente, creo que cuando en septiembre de 2010 los profesores universitarios nos incorporemos a las aulas inmersos en el dichoso Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), tendremos probablemente la sensación del futbolista que salta al terreno de juego y de repente percibe que en el mismo alguien se ha olvidado de que tenía que haber porterías y también un balón más o menos hinchado.
Vaya por delante lo que estos días se está diciendo hasta la extenuación: la moda de lo políticamente correcto ha procurado que las críticas se hayan limitado a las conversaciones privadas de cafetería o de pasillo en las Facultades, a lo que, desde luego, ha de añadirse lo escrito y publicado por bastantes profesores en diferentes medios (García Amado, Recalde Castells, Orón Moratal, Francesc de Carreras, Fortes Martín…). Pero lo cierto es que la contestación contra el «Plan de Bolonia» en España ha sido enorme en lo que a los estudios de Derecho se refiere. Tan grande como lo ha sido en países como Alemania, el Reino Unido o Italia, que prefirieron desmarcarse. No deja de ser llamativo que en la Universidad de Bolonia no se vaya a seguir el «Plan de Bolonia ». Parece ser que en nuestro país sucesivos Gobiernos de diferente signo político han preferido aceptar por como de obligado cumplimiento (la convergencia a ese EEES) lo que era simplemente potestativo de cada uno de los Estados.
Los profesores de Derecho nos hemos visto obligados a actuar en este proceso como unos Edipos prisioneros de la fatalidad impuesta por un nuevo oráculo en forma de BOE. Pero Bolonia no era obligatorio, no lo imponía una Directiva ni norma comunitaria alguna. El que, por ejemplo, se quisieran unificar estudios técnicos tenía su razón de ser (arquitectura, biología, medicina), pero no se acierta a ver qué utilidad tiene, de cara a un propósito de mayor y mejor movilidad de alumnos y profesores, el unificar por un lado desde Europa y dejar después que la autonomía universitaria haga de su capa un sayo, de manera que la carrera de Derecho de Jaén se parezca a la de Murcia en lo que haya querido la casualidad que se parezcan. La cosa recuerda a lo que mi compañero y Catedrático de Burgos José María de la Cuesta decía en la lección de apertura del curso 2005/2006: la civilística europea se encuentra comprometida desde hace casi veinte años en un proceso de unificación parcial del Derecho civil y mercantil de la Unión Europea, del que han surgido varias iniciativas metodológicas y hasta Resoluciones del Parlamento Europeo sobre unificación del Derecho de contratos. Mientras tanto, en nuestro país preferimos hacer nuestra aquella declaración malévola atribuida al Presidente De Gaulle durante la Guerra Fría, acerca de que su amor a Alemania le hacía preferir que hubiese dos Alemanias. Dos.
Entre tanto, se unifica por todos la jerga pedagógica y lo accesorio, de cara a que quede clara una cosa: que lo que importa no es el conocimiento serio y ordenado de las instituciones jurídicas, sino que el estudiante tenga «habilidades» y «aptitudes». Que tenga «buen rollo» a la hora de preguntar a su amantísimo profesor a través del campus virtual y buena cintura forense a la hora de convencer sobre la bondad de su argumentación en el seminario o en la tutoría de tipo A y también en la de tipo B. Y hay que suponer que, a menos explicación de aula, también se impondrán manuales de texto más breves, de tipo folleto, cuando lo lógico sería todo lo contrario: a menos información oral, más información escrita.
Pero hay una cosa que me gusta en esto de Bolonia. Una solo. Después de más de un cuarto de siglo en las aulas, tengo claro que existe un puñado de alumnos interesados en la asignatura, y capacitados para hacerlo a niveles que no sean los propios de un instituto de bachillerato. A ellos es a quienes se debe el profesor universitario: a ellos, que están dispuestos a poner algo de su parte para que la enseñanza no sea algo en lo que el discente ha de acudir a clase sin más herramientas que una docena de folios y dos bolígrafos (por si se gasta la tinta), a la espera de que alguien «dé apuntes», y a veces, dicte, literalmente, incluso los artículos de los textos legales. Siempre dije que esos profesores recurren al cómodo sistema del dictado de apuntes porque ignoran la profundidad del pozo de su ignorancia.
…Y evidentemente, si con Bolonia esa falsa lección magistral queda reducida en tiempo a la tercera parte, el cambio metodológico se imponía, aunque lo necesario era una pauta o línea que marcase el cambio de diseño de la docencia. Un proceso de adaptación metodológica, y no que, de repente, sea el alumno quien rellena de contenido sus créditos a base de lecturas escogidas, de trabajos corta-ypega y de puestas en común. Y en sí la idea de que el alumno abandone la actitud pasiva y receptora no era mala, pero el problema es que en la que Alejandro Nieto llamaba «la tribu universitaria» hay una enorme mayoría de estudiantes que dicen «preveer» en vez de «prever», «preveyó» en vez de «previó», y que prefieren «inflacción» a «inflación» o «presquita» a «prescrita». Y que no distinguen «a» de «ha», una conjunción de una preposición o un pronombre de un adverbio. Que saben leer y escribir, pero solo un poco. Y que si no escogen para ellos lectura alguna porque en sus años de colegio preferían la game-boy, no les va a gustar mucho que les escoja las lecturas el profesor de Constitucional o el de Economía Política. Complicado, en fin, que los dictadores de apuntes y sus fieles seguidores desemboquen en Bolonia sin previa anestesia.
Pero no hay problema, porque lo que importará, según parece, no es lo que uno sabe sino cómo enseña uno aquello que sepa –lo que importa es el modelo de aprendizaje, no el modelo de enseñanza–, y ya se nos avisa de que el Gobierno, utilizando también a Bolonia como excusa, preparaba en marzo un borrador de Estatuto del Personal Docente e Investigador con arreglo al cual se evaluará cada cinco años la «calidad de los docentes», o lo que es lo mismo, la calidad de los trabajitos en grupo que organicen y la calidad de sus tutorías, las virtuales y las otras.
Bienvenida, pues, la LOGSE a la moderna Universidad. Hemos conseguido, por la acción de algunos y por la omisión de casi todos, que lo importante no sea la ciencia, sino el grado de dinamismo de las aulas. Mejor el gestor que el jurista, mejor el graduado astuto que el completo, mejor el flexible que el bien formado. Mejor las virtudes del kadí que la seguridad jurídica.
No me gusta estar tan lejos de la jubilación anticipada.
Personalmente, creo que cuando en septiembre de 2010 los profesores universitarios nos incorporemos a las aulas inmersos en el dichoso Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), tendremos probablemente la sensación del futbolista que salta al terreno de juego y de repente percibe que en el mismo alguien se ha olvidado de que tenía que haber porterías y también un balón más o menos hinchado.
Vaya por delante lo que estos días se está diciendo hasta la extenuación: la moda de lo políticamente correcto ha procurado que las críticas se hayan limitado a las conversaciones privadas de cafetería o de pasillo en las Facultades, a lo que, desde luego, ha de añadirse lo escrito y publicado por bastantes profesores en diferentes medios (García Amado, Recalde Castells, Orón Moratal, Francesc de Carreras, Fortes Martín…). Pero lo cierto es que la contestación contra el «Plan de Bolonia» en España ha sido enorme en lo que a los estudios de Derecho se refiere. Tan grande como lo ha sido en países como Alemania, el Reino Unido o Italia, que prefirieron desmarcarse. No deja de ser llamativo que en la Universidad de Bolonia no se vaya a seguir el «Plan de Bolonia ». Parece ser que en nuestro país sucesivos Gobiernos de diferente signo político han preferido aceptar por como de obligado cumplimiento (la convergencia a ese EEES) lo que era simplemente potestativo de cada uno de los Estados.
Los profesores de Derecho nos hemos visto obligados a actuar en este proceso como unos Edipos prisioneros de la fatalidad impuesta por un nuevo oráculo en forma de BOE. Pero Bolonia no era obligatorio, no lo imponía una Directiva ni norma comunitaria alguna. El que, por ejemplo, se quisieran unificar estudios técnicos tenía su razón de ser (arquitectura, biología, medicina), pero no se acierta a ver qué utilidad tiene, de cara a un propósito de mayor y mejor movilidad de alumnos y profesores, el unificar por un lado desde Europa y dejar después que la autonomía universitaria haga de su capa un sayo, de manera que la carrera de Derecho de Jaén se parezca a la de Murcia en lo que haya querido la casualidad que se parezcan. La cosa recuerda a lo que mi compañero y Catedrático de Burgos José María de la Cuesta decía en la lección de apertura del curso 2005/2006: la civilística europea se encuentra comprometida desde hace casi veinte años en un proceso de unificación parcial del Derecho civil y mercantil de la Unión Europea, del que han surgido varias iniciativas metodológicas y hasta Resoluciones del Parlamento Europeo sobre unificación del Derecho de contratos. Mientras tanto, en nuestro país preferimos hacer nuestra aquella declaración malévola atribuida al Presidente De Gaulle durante la Guerra Fría, acerca de que su amor a Alemania le hacía preferir que hubiese dos Alemanias. Dos.
Entre tanto, se unifica por todos la jerga pedagógica y lo accesorio, de cara a que quede clara una cosa: que lo que importa no es el conocimiento serio y ordenado de las instituciones jurídicas, sino que el estudiante tenga «habilidades» y «aptitudes». Que tenga «buen rollo» a la hora de preguntar a su amantísimo profesor a través del campus virtual y buena cintura forense a la hora de convencer sobre la bondad de su argumentación en el seminario o en la tutoría de tipo A y también en la de tipo B. Y hay que suponer que, a menos explicación de aula, también se impondrán manuales de texto más breves, de tipo folleto, cuando lo lógico sería todo lo contrario: a menos información oral, más información escrita.
Pero hay una cosa que me gusta en esto de Bolonia. Una solo. Después de más de un cuarto de siglo en las aulas, tengo claro que existe un puñado de alumnos interesados en la asignatura, y capacitados para hacerlo a niveles que no sean los propios de un instituto de bachillerato. A ellos es a quienes se debe el profesor universitario: a ellos, que están dispuestos a poner algo de su parte para que la enseñanza no sea algo en lo que el discente ha de acudir a clase sin más herramientas que una docena de folios y dos bolígrafos (por si se gasta la tinta), a la espera de que alguien «dé apuntes», y a veces, dicte, literalmente, incluso los artículos de los textos legales. Siempre dije que esos profesores recurren al cómodo sistema del dictado de apuntes porque ignoran la profundidad del pozo de su ignorancia.
…Y evidentemente, si con Bolonia esa falsa lección magistral queda reducida en tiempo a la tercera parte, el cambio metodológico se imponía, aunque lo necesario era una pauta o línea que marcase el cambio de diseño de la docencia. Un proceso de adaptación metodológica, y no que, de repente, sea el alumno quien rellena de contenido sus créditos a base de lecturas escogidas, de trabajos corta-ypega y de puestas en común. Y en sí la idea de que el alumno abandone la actitud pasiva y receptora no era mala, pero el problema es que en la que Alejandro Nieto llamaba «la tribu universitaria» hay una enorme mayoría de estudiantes que dicen «preveer» en vez de «prever», «preveyó» en vez de «previó», y que prefieren «inflacción» a «inflación» o «presquita» a «prescrita». Y que no distinguen «a» de «ha», una conjunción de una preposición o un pronombre de un adverbio. Que saben leer y escribir, pero solo un poco. Y que si no escogen para ellos lectura alguna porque en sus años de colegio preferían la game-boy, no les va a gustar mucho que les escoja las lecturas el profesor de Constitucional o el de Economía Política. Complicado, en fin, que los dictadores de apuntes y sus fieles seguidores desemboquen en Bolonia sin previa anestesia.
Pero no hay problema, porque lo que importará, según parece, no es lo que uno sabe sino cómo enseña uno aquello que sepa –lo que importa es el modelo de aprendizaje, no el modelo de enseñanza–, y ya se nos avisa de que el Gobierno, utilizando también a Bolonia como excusa, preparaba en marzo un borrador de Estatuto del Personal Docente e Investigador con arreglo al cual se evaluará cada cinco años la «calidad de los docentes», o lo que es lo mismo, la calidad de los trabajitos en grupo que organicen y la calidad de sus tutorías, las virtuales y las otras.
Bienvenida, pues, la LOGSE a la moderna Universidad. Hemos conseguido, por la acción de algunos y por la omisión de casi todos, que lo importante no sea la ciencia, sino el grado de dinamismo de las aulas. Mejor el gestor que el jurista, mejor el graduado astuto que el completo, mejor el flexible que el bien formado. Mejor las virtudes del kadí que la seguridad jurídica.
No me gusta estar tan lejos de la jubilación anticipada.
*Mariano Yzquierdo Tolsada es Catedrático de Derecho civil (Universidad Complutense) y Consultor CMS Albiñana & Suárez de Lezo (Derecho civil y Propiedad Intelectual). Este artículo fue publicado en La Tribuna del Derecho, mayo 2009
hola
ResponderEliminarEstimado Profesor Yzquierdo:
ResponderEliminarHace ya bastantes años, fui alumna suya de Derecho Civil III en la UCM y jamás olvidaré como nos explicó usted el derecho moral de los autores con un dibujo de su hijo o los modos de adquirir la propiedad con un comic de Asterix o las hipotecas con los extractos bancarios de la suya propia.
Como alumna, sufrí también a aquellos profesores que leían con tono monocorde sus folios amarillentos para que los alumnos copiáramos los cuarenta y cinco minutos que duraba la clase, pero eso, no nos engañemos, al menos en mi caso, sólo me aportó terminar las clases con un dolor tremendo de mano, rellenar un examen sin sentido y al salir olvidar absolutamente todo lo que había memorizado para conseguir el ansiado “ap”.
Por eso, creo que, con independencia del plan de estudios de cada momento, lo que en realidad necesitan nuestras Universidades son profesores como usted, que con esfuerzo y creatividad, y por supuesto muchos conocimientos, consiguen que sus alumnos comprendan y aprendan algo tan complejo como el Código Civil o la Ley de Propiedad Intelectual.
Muy poco tiempo después de terminar la carrera comencé a trabajar en un despacho especializado en Derecho Mercantil y nos encargaron un asunto de propiedad intelectual muy mediático, de esos que se acaban publicando y comentando en Expansión, y todo nuestro éxito se debió a su libro “Daños y perjuicios en la Propiedad Intelectual” que leí, releí, subrayé y marqué, y a las notas que tomé en sus clases, las cuales aún conservo.
Por todo ello, estoy convencida de que lo importante en nuestras Universidades es que el compromiso del personal docente con los alumnos sea al menos la mitad que el suyo y de este modo se conseguiría que la Universidad pase por los alumnos, en lugar de que los alumnos pasen por ella, haciendo, como decía usted en clase “turismo académico”.