FANECA

sábado, 27 de febrero de 2010

Índice del número 6 de FANECA, sábado 27 de febrero

Un sábado más, la FANECA nada mucho. Pero necesita que los amigos y lectores la alimenten con buenos escritos. Anímense.
- EL OCASO DE LA ACREDITACIÓN FORMALISTA. (I) La ANECA no evalúa la investigación. Por Jacobo Dopico Gómez-Aller.
- ¿Tiene arreglo la universidad española? Por Juan Antonio García Amado.
- Un artículo de El Periódico para que reflexionamos sobre la universidad de mañana.

EL OCASO DE LA ACREDITACIÓN FORMALISTA. (I) La ANECA no evalúa la investigación. Por Jacobo Dopico Gómez-Aller

No se lo digan a mi madre, porque le partirían el corazón, pero soy partidario de los sistemas de acreditación. Un sistema de acreditación serio operaría como filtro real en las oposiciones a titular y catedrático, impidiendo que quien tenga la suerte de ser seleccionado para un tribunal pueda colocar sistemáticamente a “su chico”, independientemente de que sea genial, bueno, mediocre o analfabeto funcional.
Y un sistema de acreditación serio tiene un par de exigencias mínimas que no pueden ser soslayadas. De entrada, debe evaluar los méritos reales de docencia e investigación de un candidato, y no su vago reflejo formal en abstrusos baremos.

Es importante señalar que en la actualidad, los méritos de investigación en la acreditación ANECA para cuerpos de titulares o catedráticos NO SON EVALUADOS.

(Siga leyendo sólo si desconoce el sistema de evaluación ANECA)

En efecto: la ANECA establece una serie de baremos para la evaluación como son la revista en la que es publicado el artículo o la editorial en la que es publicado el libro. En esa medida, la ANECA renuncia a valorar las características de la obra, delegando la evaluación en esas revistas o editoriales. Lo que viene a decir es: “si una revista 10 ha admitido su artículo, es un artículo 10. Si una revista 7 ha admitido su artículo, es un artículo 7. Si usted publica su libro en una editorial 4, su libro es un libro 4: si lo hubiera publicado en una editorial 10, merecería una valoración mayor”.

(AVISO PARA DEFENSORES DEL SISTEMA ACTUAL: el argumentario oficial sugeriría en este punto apelar a que en países de gran tradición investigadora se hace así. No olvide aducir este argumento si su interlocutor ignora que en los EEUU hoy el sistema está cada vez más des-acreditado; o bien si su interlocutor se cree sinceramente que los filtros de admisión de las revistas jurídicas españolas son equiparables a los de Harvard Law Review, Nature o The Lancet. Nótese asimismo que la ANECA también “valora” artículos publicados en revistas sin “peer review”, sin acreditación de sistema de admisión de originales, etc. ¿Cómo lo harán?).

Para la ANECA, la valoración material de la obra es un efecto colateral no deseado (y, de hecho, un efecto que obstaculiza voluntariamente).

Esta afirmación puede sonar a mera provocación, pero no lo es. Cuando la ANECA selecciona como evaluador de la obra de un tributarista a un penalista, a un historiador o a un filósofo, evidentemente renuncia a la valoración material de la obra. ¿Cómo sabrá un catedrático medio de Historia del Derecho cuál es la bibliografía de referencia de un trabajo de Derecho Tributario? ¿Estará al tanto un penalista de las tendencias metodológicas en historiografía jurídica? ¡Nótese que no hablamos de evaluar un trabajo medio de un jurista, sino de analizar si se da en la investigación un grado de excelencia tal, que permita el acceso a los cuerpos de Catedrático o Titular!

Esto debería ponernos sobre la pista: hay evaluadores que son titulares o catedráticos y que están llamados a realizar una tarea… en la que no está implicada su pericia. Mejor y más rápidamente podría hacerla un funcionario administrativo con buen dominio de los baremos implicados. Eso sí: se eliminaría la apariencia de evaluación de la investigación.

(AVISO PARA DEFENSORES DEL SISTEMA ACTUAL: el argumentario oficial sugeriría en este punto apelar a lo arcaico de la división por áreas de conocimiento y denostar la exigencia de que a cada cual lo deba juzgar alguien de su “área”. No olvide aducir este argumento si su interlocutor confunde “pericia” con “pertenencia a un área de conocimiento”).

Pero la cosa no varía tanto cuando el evaluador es un experto en la materia sobre la que versa la investigación:
- Porque los evaluadores no reciben las obras que deben evaluar. Sólo reciben una referencia de dicha obra. Y como máximo, ya saben: primera y última página de cada obra.

- Porque si el concreto evaluador es curioso y decide irse a la biblioteca a leer alguna de las obras que hay que evaluar (comportamiento supererogatorio, más allá de los límites del deber), no está obligado a motivar la valoración de cada obra atendiendo a criterios materiales. Y, queridos amigos, esto no permite saber quién valora y quién no, ni conforme a qué criterios.

- En cualquier caso, propongo un experimento: pregunten a sus amigos evaluadores cuántas veces se han leído todas las obras del candidato evaluado. Y cuántas veces se han leído la mitad de las obras del candidato evaluado. Y cuántas veces se han leído alguna monografía del candidato evaluado (alguna que no se hubiesen leído ya antes de la evaluación, claro).

(AVISO PARA DEFENSORES DEL SISTEMA ACTUAL: el argumentario oficial sugeriría en este punto apelar a lo inviable de un sistema de evaluación material de las obras, por lo carísimo y lento del proceso, y por lo discutible de los resultados. No olvide aducir este argumento si su interlocutor cree que los procesos de selección de catedráticos deben ser más baratos y menos rigurosos que los de jueces, fiscales o técnicos de la Administración Central).

Produce una extraña mezcla de ira y vergüenza oír por toda respuesta que “la valoración de la concreta obra es tarea de las Universidades, en los concursos de acceso”. Hombre, eso no. O la ANECA evalúa la investigación de los candidatos, o no lo hace. Pero la ridícula ficción de que lo hace no es más llevadera porque después se mande la patata caliente a otras instancias.

(AVISO PARA DEFENSORES DEL SISTEMA ACTUAL: si pretende usted descalificar las críticas al sistema de evaluación, apele a la evidencia de que los sistemas anteriores eran un nido de corrupción. No olvide hacerlo si su interlocutor cree que esto es una confrontación entre tiempos pasados y presentes, y no un debate serio sobre la acreditación universitaria).

En efecto, la idea de que la función de la ANECA debe hacer una evaluación de mínimos, para que luego cada Universidad sea la que haga la verdadera evaluación repugna a cualquier sentido común. Supone la tácita admisión de que la tarea de la ANECA no es medir la excelencia de los candidatos, sino sólo establecer un baremo de mediocridad por debajo del cual no se puede pasar. Tristemente, si nadie lo remedia, la ANECA terminará por ser una Agencia de Evaluación de la Mediocridad.

PROPUESTAS:
- Respeto al criterio de especialidad en la evaluación de la obra. Evaluación por especialistas.
- Obligación de motivar la valoración de cada publicación; como mínimo, referencia a cada publicación en la valoración global de la obra del candidato.
- Publicidad de la valoración de la obra de cada candidato y su motivación.

¿Tiene arreglo la universidad española? Por Juan Antonio García Amado

Lo más probable es que a la interrogación del título haya que responder con un no y pasar a preguntarse qué equivalentes funcionales pueden surgir para que se mantenga una formación de excelencia en ciertas materias y una investigación solvente capaz de impulsar el desarrollo del país. Si es que hay país y que se quiere en verdad su desarrollo, claro. Por otra parte, en la situación política actual y con las actitudes y las luces de los partidos que nos gobiernan, la esperanza tiene poca cabida. Si algo se pudiera solucionar del desaguisado universitario del presente, sería con medidas fuertemente impopulares y que requerirían un gran pacto de Estado por la universidad y unión para afrontar todo tipo de protestas, demagogias y desgastes. Pero un acuerdo así requiere partidos con sentido de Estado y atentos al interés general antes que a cualquier otro, y eso, me temo, es mucho pedir. Sin contar con que la desorganización territorial de nuestro Estado, Estado sin territorio, dificulta toda política universitaria que no consista en acuerdos entre reinos de taifas o señoríos feudales. No se pierda de vista igualmente que la generosa interpretación de la autonomía universitaria es un factor más que no ayuda precisamente a la introducción de racionalidad colectiva ni a la consideración de los intereses generales. Tanto mito de autodeterminaciones y autogobiernos sólo sirve, en política universitaria, para que las universidades sigan siendo lo que son: endogámicas, localistas, aldeanas, paletas.
Pero hagamos abstracción de los inconvenientes prácticos y de los malos hábitos firmemente asentados y supongamos que quedaran márgenes para la reforma racional de las universidades. ¿Qué habría que hacer? Cambios radicales, como los que paso a enumerar en diez puntos.
1. Recorte del número universidades. No es preciso aportar datos y ejemplos que están en la mente de todos. Tampoco merece la pena detenerse en el análisis del populismo y electoralismo con que durante las últimas décadas se ha sembrado el territorio del país de universidades y campus. Todo ello no sería inconveniente y disfuncional si los recursos económicos disponibles fueran ilimitados, si hubiera demanda real para colmarlas todas de estudiantes bien seleccionados y de profesorado del máximo nivel. Pero ninguna de esas tres condiciones se cumple. Financieramente el número de universidades se convierte en una carga insoportable y el reparto de los medios económicos entre tantas sólo puede traducirse en infradotación de todas ellas, condenadas por igual a la mediocridad.
2. Reorganización de los centros y títulos. En nuestro país, dado a la invención irresponsable de derechos fundamentalísimos que acaban por dejar en papel mojado los derechos que más deberían contar, se ha dado por sentado que cada estudiante ha de poder estudiar una carrera universitaria al lado de su casa y que cada familia debe poder mantener a su vera a sus retoños mientras consiguen un título universitario, aunque sea devaluado en su prestigio y en la formación que al estudiante le aporta. ¿Consecuencia? En cada capital de provincia, o poco menos, ha de haber una universidad repleta de facultades e hinchada de títulos. Trabajemos con el ejemplo de Derecho, que es el que me resulta más cercano. En Galicia hay cuatro facultades de Derecho; en Castilla y León, cuatro. En Andalucía, nueve. En la Comunidad Valenciana, cuatro. En Cataluña, cinco. En Castilla-La Mancha, cuatro. Y así sucesivamente y sin contar las universidades privadas, sobre las que alguna cosa habrá que decir también en otra ocasión. Con los medios económicos que consumen podrían mantenerse unas pocas de primer orden y sería posible una muy generosa política de becas para los estudiantes que no contaran con medios bastantes para pagarse los estudios viviendo fuera de su casa. La política de café para todos sólo brinda café aguado o sucedáneo de café.
En cuanto a los títulos ofertados, se suman dos problemas graves. Uno, la baja demanda de muchos de ellos. Otro, el carácter poco menos que ridículo de algunos. Es urgente reconducir la política de títulos a patrones de racionalidad económica y científica. Algunos estudios profesionales carecen de entidad para erigirse en carreras universitarias. Facultades enteras han nacido nada más que al calor de la capacidad de ciertas áreas para el lobby y el mangoneo. Otros estudios, con entidad indiscutible e importancia indudable, pero con muy escasa demanda por diversas razones, deberían ofrecerse únicamente en dos o tres universidades del país, con todas las garantías y el más exquisito nivel.
3. Racionalización de los planes de estudios. En este punto se acaba de perder una nueva oportunidad y se ha repetido lo de siempre, haciendo escarnio absoluto de los presuntos fundamentos del sistema de Bolonia. Cada universidad, abandonada al uso más espurio y penoso de su autonomía, compone los contenidos de sus carreras como le viene en gana, lo que bien sabemos que equivale a admitir que sean las correlaciones de fuerzas entre el profesorado y las áreas las que determinan que en un lado se estudie más de una materia o menos de otra, que pase por esencial lo perfectamente accesorio y que se pergeñe un plan a base de parches o inventos más o menos chuscos.
4. Reorganización de la división en especialidades, áreas de conocimiento y departamentos. El viejo criterio burocrático debería sustituirse por patrones de coherencia sustantiva. En lo que tiene que ver con las áreas de conocimiento, hemos pasado de la rígida compartimentación a la pura indefinición. A efectos de docencia tendrían que constituirse macroáreas que agrupen especialidades fuertemente interrelacionadas. Dentro de cada una de ellas, cualquier profesor ha de considerarse capacitado para impartir cualquier asignatura con sentido. Por seguir con los ejemplos de Derecho y mencionar sólo una muestra, no es de recibo el mantenimiento de la rígida separación entre Derecho procesal y Derecho sustantivo. Lo que no quita para que cualquier investigador pueda especializarse preferentemente en una concreta problemática, pero de manera que la organización institucional de la docencia y la investigación vele por que cada uno posea la adecuada visión del conjunto. No debe temblar el pulso de nadie a la hora de suprimir áreas o disciplinas que hayan perdido su razón de ser, y menos aún al tiempo de constituir otras nuevas, requeridas por el avance de los tiempos. En Derecho tenemos ejemplos claros: no se justifica la autonomía organizativa o funcional de un área de Derecho Eclesiástico del Estado y se echa gravemente en falta la de Derecho Europeo.
En cuanto a los departamentos, en la actualidad no son más que artefactos burocráticos en los que se agrupan disciplinas que en muchos casos carecen de toda afinidad, y docentes e investigadores que no tienen más relación que la personal, en el mejor de los casos. Si los departamentos han de contar con competencias relevantes en materia de docencia e investigación, su composición no puede dejarse al albur de las circunstancias de cada lugar, sino que deben constituirse en función de criterios que permitan una política departamental coherente y fundada en patrones serios. A falta de todo ello, los actuales departamentos universitarios no son, por lo común, sino engendros burocráticos en cuyo seno siguen las viejas áreas campando por sus respetos.
5. Desburocratización. El profesorado universitario se ahoga entre papeles, su trajín burocrático es asfixiante: memorias, informes, cuentas, solicitudes, cartas para esto y lo otro, presupuestos, etc., etc. La queja no es porque ese aspecto del trabajo sea excesivo, que lo es, sino porque tantísimo tiempo dedicado a menesteres de oficinista se resta inevitablemente de lo que tendría que ser el eje de la labor profesoral: la docencia de calidad y la investigación con rendimiento. Es un círculo infernal el que mueve la burocracia universitaria, pues el exceso de papeleos lleva a la creación de nuevas oficinas, secciones y negociados que, al tiempo, justifican su existencia demandando nuevos papeleos. Crece sin parar el personal de administración y servicios, pero ese aumento no se traduce en descarga burocrática del profesorado, sino en carga plena para los unos y los otros. Súmese a lo anterior el tiempo que se va en reuniones de comités, comisiones, juntas y consejos, resultado de una hiperinflación organizativa que finge serir a un aumento de los controles, pero que, a la postre, no representa más que una ociosa multiplicación de los entes y un gasto inusitado de tiempo y esfuerzo ocioso, pues por lo general nada útil se debate y nada cambia en el viejo modo de gobernarse.
El combate eficaz de esa burocratización absurda pasa por medidas como las siguientes.
a) Racionalización y simplificación de los procedimientos administrativos en las universidades.
b) Reorganización de las tareas de gestión, que, sin perjuicio de ciertos controles, deben estar encomendadas a personal administrativo especializado.
c) Redefinición de los cometidos propios y necesarios del personal de administración y servicios, en el entendimiento de que se trata de servir antes que nada a las labores docentes e investigadoras que son la razón de ser de la institución, y de descargar de trabajos administrativos y burocráticos al personal que debe volcarse en la investigación y la docencia de calidad. Clama al cielo, por ejemplo, que en muchas universidades sean los propios investigadores los que tengan que llevar personalmente la gestión burocrática y las cuentas de sus proyectos de investigación. Es un ejemplo de tantísimos. Clama al cielo también, por mencionar un dato más, que en muchas universidades el personal de administración y servicios pueda tomarse todo o parte de sus vacaciones en periodo lectivo o de plena actividad de las universidades.
6. Políticas de personal académico. Aquí está una de las madres del cordero. Sin medidas en este capítulo todo lo demás será ocioso, todo. El profesorado de las universidades ha crecido a impulso de la alegre bonanza económica de los pasados años y de aquellas políticas de creación desaforada de nuevas universidades, centros y títulos. La cantidad no ha ido de la mano de la calidad, la extensión ha primado sobre la excelencia. Políticos y rectores buscaron la paz de en los recintos académicos al precio de contentar a todos. La búsqueda de votos y adhesiones llevó a aplicar el principio de que todo el mundo es bueno y todo el que está dentro merece seguir y ascender. En cada reforma, y fueron muchas, se aprovechó para promocionar a cualquiera que se dejaba. Las escuelas y grupúsculos hicieron su agosto aumentando sus huestes en concursos legalmente amañados y con descarado desprecio del mérito, la capacidad y la objetividad en el juicio de tribunales y comisiones. Los resultados, previsibles, resultan incuestionables a estas alturas: descompensación de las plantillas por falta de planificación, coste insoportable de las nóminas, bajo rendimiento de buena parte del profesorado, desmotivación de los mejores y ventajoso acomodo de los menos laboriosos y los más pícaros.
Cierto que en cada universidad unos cuantos siguen en la brega contra viento y marea y contra la incomprensión de los poderes establecidos. Pero hay también mucha sinvergonzonería. Profesorado que comparece muy de tarde en tarde en su centro de trabajo, que descuida radicalmente no sólo la investigación, sino también la simple puesta al día en su materia, que se toma la docencia a beneficio de inventario, que gasta su tiempo académico en labores perfectamente fútiles. Se saben y se sienten inamovibles, inatacables, inmunes. Con la adicional ventaja de que van constituyendo alianzas y conformando mayorías que les permiten alterar los valores académicos y hacer pasar la inutilidad por mérito. No en vano puntúan al alza esas actividades con las que matan el tiempo que a otras cosas debería dedicarse: desempeño de cargos, pertenencia a órganos de gobierno, comisiones y comités, asistencia a cursitos sin sustancia, organización de eventos biensonantes, consecución de medios para el cultivo nada más que de la moda intelectual vacua y la “political correctness”, explotación del eufemismo para presentar como colaboración universidad-empresa o transferencia de conocimiento lo que no pasan de ser amaños, contubernios, tertulias y poses para la galería.
Se necesita un corte brusco, un tajo radical. Sobran malos profesores, sobran zánganos y listillos, sobran aprovechados y pescadores de río revuelto, sobran arribistas y especialistas en relaciones públicas, sobran gestores de la inanidad y virtuosos de la propaganda y el autobombo. Es imprescindible elevar el promedio de calidad y dedicación efectiva -no puramente nominal o aparente- del profesorado. A tal propósito, sería recomendable que se aplicara combinadamente una doble estrategia: favorecer a los que cumplen en lo que en verdad ha de importar y buscar salida para los perezosos y los incapaces. Es inadmisible el actual reparto de dineros y posiciones. El gran investigador y el absentista redomado no pueden seguir contando de idéntica manera para la autoridad académica. Ahora, por ejemplo, se pretende aligerar las plantillas y rejuvenecerlas a base de jubilaciones voluntarias para los mayores de sesenta años, sin que a nadie le importe lo más mínimo si el que se marcha es una autoridad internacional en su especialidad y los que se quedan, de cualquier edad, son unos pillos que no dan palo al agua. La carga docente de los mejores y los peores es la misma, el sueldo muy similar, la consideración de puertas adentro, en rectorados y decanatos, exactamente igual. Con el agravante de que aquellos que pretenden perseverar dignamente en sus tareas docentes e investigadoras tienen que buscarse los medios por su cuenta, rellenar mil y un formularios para conseguir proyectos de investigación, acudir a mil y un reuniones para evitar su discriminación o su expolio, gestionar sin ayuda la actualización de sus bibliotecas o los instrumentos de sus laboratorios. Es intolerable, es injusto, es absurdo. Es la radical negación de la tan cacareada excelencia.
El buen profesorado debe ser reconocido y favorecido y el aparato político y administrativo de las universidades debe volcarse en su apoyo. El vago, absentista e improductivo debe ser controlado y, llegado el caso, sancionado. Y donde sobre gente, ya se sabe por donde se ha de comenzar a aligerar la plantilla.
7. Reorientación de la política con los estudiantes. Se ha colado en las universidades el mito dañino del fracaso escolar. Se considera que una universidad fracasa cuando no alcanzan el correspondiente título casi todos los estudiantes que comienzan en ella una carrera. Estudiantes que, en muchos casos, son admitidos sin necesidad de acreditación de una formación mínima o una elemental capacidad. Ya no hay exigencia para el aprobado, sino exigencia de aprobados. Que los títulos se deprecien, que a la sociedad se le dé gato por liebre, que el mérito individual y el esfuerzo del estudiante dejen de importar es la consecuencia de las frívolas y cursis modas pedagógicas que han destruido previamente la enseñanza secundaria, y de la lucha de las universidades por mantener una matrícula imposible, entre otras cosas porque no puede razonablemente haber estudiantes para tantos centros y carreras.
Lo único que justifica las universidades, en lo que a docencia se refiere, es la competencia de quienes en ellas obtienen título, no su número, y la única base para medir su calidad es el destino de sus titulados, su éxito profesional futuro. Cualquier otro indicio es engaño, maniobra de despiste, estafa a la sociedad que paga. Si los títulos no han de tener más pretensión que la de ser rito de paso y habilitación formal para que las empresas e instituciones elijan a los que les sean más gratos por razones de clase, de influencia social o de partido, la universidad está de más, sobra, es un lujo tan caro como vano.
8. Competencia real entre las universidades. Sobran universidades, facultades y títulos. Deben sobrevivir solamente los mejores, compitiendo en buena lid, bajo condiciones justas. A la hora de medir rendimientos y méritos de cada universidad, sólo dos criterios son fiables y razonables: la producción científica de sus investigadores y el éxito laboral de sus titulados. Lo demás, medir hectáreas de zonas verdes, metros de estanterías, número de ordenadores o tipo de ventilación de las aulas es confundir medios con fines, por no utilizar una expresión más contundente y popular.
Puestas a competir bajo tales pautas, las universidades han de poder disputarse los mejores estudiantes y los más competentes docentes e investigadores. Ahí debe darse campo libre a la oferta y la demanda. Que cada universidad pueda libremente optar entre el vegetar anodino y el convertirse en centro de referencia nacional e internacional. Pero, para ello, cada universidad ha de disponer de los instrumentos legales para desprenderse del profesorado que la lastre y para llevar a su claustro al que le dé prestigio y buen rendimiento. ¿No está de moda afirmar que se deben aplicar criterios empresariales a la gestión universitaria? Pues ésa es la parte del mercado y de la mejor empresa que se debe poner en funcionamiento. Lo otro, lo de ahora, es puro subterfugio, apariencia falaz, fraude.
Cuando cada universidad, cada facultad y cada departamento sepan a ciencia cierta que se juegan la subsistencia con la producción y la categoría de sus profesores y sus estudiantes, desaparecerán como por ensalmo la endogamia, el localismo, el corporativismo y la práctica de políticas de amigo y enemigo. Cuando cada profesor sepa que se juega su propia estabilidad y su futuro laboral al votar a este o aquel candidato para una plaza o un contrato, se acabarán las concesiones a la relación personal y discipular, la compasión mal entendida o la indiferencia hacia el destino de la institución. Desaparecerán, en suma, todas esas lamentables razones para preferir siempre a los de aquí, a los nuestros, a los que ya están o a los que nos bailan el agua.
9. Reconducción de los sistemas electorales y los procedimientos democráticos. La democracia tiene su lugar ineludible en los procesos políticos, pero las universidades no son ni deben ser centros guiados por la lógica política. El principio un hombre un voto se justifica en las elecciones políticas, dado el valor por definición igual de todo ciudadano en cuanto elector. En la universidad no valemos todos igual. El compromiso con la institución no es el mismo en el caso del investigador productivo y del simple funcionario infecundo. Tampoco es igual en el estudiante de alto rendimiento que en aquel que vegeta sin mayor interés por el estudio. Si la pauta universitaria ha de darla la excelencia, sólo los que la acrediten han de estar llamados a responsabilizarse de las decisiones cruciales o, al menos, unos y otros, laboriosos y abandonados, competentes e incompetentes, tienen que disponer de una capacidad de influencia proporcional a su rendimiento. Si a eso se le quiere llamar elitismo, no importa, estará justificado. Si se piensa que supone la reintroducción del voto censitario, bendita sea la justicia de tratar desigualmente a los que se comportan como desiguales. Supongo que a nadie se le ocurriría que el director de un hospital o el jefe del servicio de cardiología deban elegirse mediante votación de todo el personal hospitalario y de los pacientes que en ese momento ocupen sus camas. ¿Acaso las universidades importan tan poco como para que pueda permitirse que las rija el electoralismo de los más dispuestos a repartir favores o la ambición de los que sólo quieren utilizarla para dar el salto a otros ámbitos, huyendo de bibliotecas y laboratorios?
10. Replanteamiento de la autonomía universitaria. Los porqués originarios y los excesos actuales de la autonomía universitaria están perfectamente retratados en el libro del profesor Sosa Wagner titulado El mito de la autonomía universitaria. Las universidades deben ser autónomas nada más que para no convertirse en simples correas de transmisión de partidos políticos o grupos de interés y para que en sus recintos la investigación y la docencia se cultiven bajo una libertad bien entendida. Nada más. En lo que directamente tiene que ver con la función que la justifica y con el interés general, las universidades han de someterse a patrones legales claramente establecidos. Lo que no es presentable y constituye la negación misma de las razones de esa autonomía es que decisiones como las atinentes a qué carreras se imparten o con qué contenidos de los planes de estudios se tomen libérrimamente en cada universidad, en votación a mano alzada y en función de los más pedestres intereses de sus coyunturales miembros. Autonomía universitaria no puede ser sinónimo de descontrol, irresponsabilidad e improvisación. Tampoco de impunidad.
En mi universidad, como en muchas, nos topamos ahora con una muestra sangrante de gestión irresponsable e impune. Mi universidad, como otras, soporta en estos momentos una deuda que la estrangula, veintisiete millones de euros, según reciente auditoría. ¿Por qué? Por las alegrías de anteriores rectores, por oscuros manejos, por venta de favores, por incapacidad o mala fe, en la proporción que corresponda. ¿Y qué pasa? No pasa nada. No pasa nada a quienes la llevaron a la bancarrota, y rige la ley del silencio. Somos autónomos no sólo para arruinarnos, también para disimular. Quien esto escribe es uno de los poquísimos profesores que salieron a la palestra y a los medios de comunicación para demandar explicaciones y responsabilidades. La respuesta de la mayoría fue y sigue siendo el silencio; unos pocos se indignan nada más que con el mensajero y proclaman que los trapos sucios se lavan en casa y sin dar cuartos al pregonero. Un responsable político de la Junta de Castilla y León manifestaba hace unas semanas que no ve nada anormal ni reprochable en ese penoso estado de las cuentas. Ancha es Castilla. Rectores que ponen en riesgo el futuro de sus universidades y que a continuación pasan a algún cargo de designación política o, cuando no lo consiguen, retornan a sus cátedras tan campantes; equipos de gobierno que saltan del barco, como los famosos roedores, sólo cuando hace aguas y no queda nada que repartir, y que van a buscar cobijo a la sombra de los nuevos gobernantes, como si nada tuvieran que reprocharse. Claustros enteros que contemplan y dejan hacer con el miedo del que tiene cadáveres en el armario o del que teme vendettas y represalias, o quién sabe si con la esperanza de que, con la crisis y todo, aún pueda caerle algún favorcillo al complaciente.
Si a todo eso ha ido a dar la autonomía universitaria, va siendo hora de que se recorte a sus justos términos. Porque, llegados a este punto en el que estamos todos, mejor será universidad con menos autonomía que autonomía sin universidad, al menos sin una universidad que merezca su nombre. Que se nos gobierne, que se nos exija, que se nos controle, que se nos haga justicia y que cada palo aguante su vela.

Un artículo de El Periódico para que reflexionemos sobre la universidad de mañana

Este artículo venía en El Periódico de Catalunya el pasado día 24 de los corrientes. Además de enlazarlo, nos permitimos copiarlo aquí.
¿Qué les parece? ¿Irá por ahí el futuro de las universidades? ¿Y qué va a pasar, por ejemplo, con las carreras de letras? ¿No quedará en la universidad sitio ninguno ni dinero para un saber por el saber? ¿Deberá impartirse en la universidad algo así como una FP 2 o FP 3?
Lean y opinen.
Una FP universitaria. Por Irene Boada.
Recientemente, el diario Finantial Times situaba cuatro escuelas de negocios españolas entre las 40 mejores de Europa, y señalaba a Barcelona como ciudad líder en este sector con tres grandes centros de prestigio: IESE, Esade y EADA. Estas escuelas de negocios han mostrado ser lo suficiente flexibles como para adaptarse al mundo vertiginosamente cambiante de hoy, y esta ha sido, en parte, la clave de su éxito. En el terreno público, también podemos hablar de triunfo en educación en el mundo de la Formación Profesional (FP), que se halla en periodo de pleno auge y que, en poco tiempo, ha logrado liquidar la mala prensa que sufrió durante décadas, asociada como había estado al fracaso escolar. Ahora, sus índices de inserción laboral se sitúan por encima del 70% de término medio, e incluso más altos en algunos estudios, como la Mecánica y la Soldadura, que, curiosamente, tienen dificultades para captar el interés del alumnado y no llenan las plazas.
El mercado nos dice que necesitamos técnicos; tenemos solo un 12,4% de graduados en Tecnología y Ciencia, mientras que en la UE la cifra llega a un 33,6%. Son, pues, necesarias las campañas de promoción de estos estudios, centradas, algunas de ellas, particularmente en las chicas, que siguen pasando por alto los estudios tecnológicos. Muchos de los cambios deben pasar por una reinvención de la FP, que tenemos que lograr que ocupe un espacio central en el sistema educativo. En Europa, los titulados en FP se sitúan alrededor del 60%, mientras que en España solo llegan al 25%, en una diferencia abismal. Se debe ver la FP como una puerta a la universidad y estrechar los vínculos entre ambas. De momento, se han logrado correspondencias entre más de 60 ciclos de grado superior y estudios universitarios de primer ciclo.
Hace ya casi 20 años, Gran Bretaña convirtió a sus antiguos politécnicos, centros de estudios profesionales, en universidades. Un Gobierno conservador, liderado por John Major, quien, curiosamente, no poseía ningún título universitario ni tampoco tenía prejuicios, quería romper barreras elitistas y superar divisiones en la educación superior. Se crearon 30 universidades y, en cinco años, el número de estudiantes se duplicó.
Las universidades han sido pensadas mayormente para el mundo teórico, y están poco conectadas al mundo laboral. La crisis nos obliga a hacer replanteamientos profundos que afectan a la universidad. Conviene que los grados superiores de la FP abandonen los institutos de secundaria y se sitúen en un marco universitario. Las conexiones en muchos casos son evidentes. Por ejemplo, los estudios sanitarios deben hacerse en los mismos lugares donde se forma el personal de enfermería, y los de edificación y obra civil allí donde estudian arquitectos y aparejadores. Dentro del programa Qualifica’t, este año se iniciarán experiencias de certificación profesional, tanto de formación realizada como de experiencia profesional, ligadas a títulos de FP, en sectores como el sociosanitario, y en un futuro lo conectará a créditos universitarios. Para el sector de la automoción, el Servei d’Ocupació de Catalunya saca a subasta este año la construcción del Centre d’Excel·lència per al Sector de l’Automoció, en Martorell, que integrará estudios de FP para parados y profesionales del sector. Estaría bien que pudieran incorporarse escuelas de negocios y universidades. Así se haría realidad una verdadera integración del sistema de FP en un sector capital para la economía catalana como es la automoción.
Son varias las ventajas de una FP universitaria. Se aprovecharía mejor el profesorado universitario y se rentabilizarían espacios y equipamientos que resultan muy caros en las áreas técnicas, porque necesitan renovarse a menudo. Además, se iría flexibilizando el currículo universitario y aumentarían las conexiones de los itinerarios, incrementando las correspondencias y convalidaciones entre la FP y la universidad. La aproximaría, también, a los avances científicos y ofrecería salidas atractivas a estudiantes que no acaban los estudios universitarios, lo que ayudaría a hacer descender las cifras de abandono --que son muy altas--, facilitaría el desarrollo de planes de innovación en las empresas y ampliaría los puestos de prácticas laborales.
Los nuevos campus de excelencia internacional, Barcelona Knoledge Campus y el Parc Científic Mare Nostrum, serían excelentes escenarios para desarrollar estudios profesionales en el mundo de la técnica y la ciencia. La llegada de la era posindustrial y el desarrollo en una economía basada en el conocimiento y el hight-tech hace que las universidades sean los escenarios idóneos para potenciar el desarrollo económico. Pero sin olvidar la cooperación con la industria, que será fundamental. De momento, Educació ya ha firmado más de 150 convenios con empresas para mejorar la calificación profesional de sus trabajadores a través del programa Qualifica’t. En este sentido, los estudios profesionales, que siempre han hecho de puente entre formación y trabajo, deberían tener un rol central.

sábado, 20 de febrero de 2010

El futuro de la universidad española. Por Miguel Díaz y García Conlledo*

Se nos pide que escribamos en tres folios (que voy a superar con creces, triplicándolos) nuestra idea nada menos que sobre el futuro de la Universidad española, tarea harto ardua que obligaría a decir puras generalidades y vaguedades si se pretende un enfoque global o a centrarse en un aspecto muy concreto si se busca cierta profundización. Adoptaré aquí una perspectiva intermedia, seleccionando ciertos puntos que me parecen clave, aunque no los únicos importantes, para esbozar en ellos unas ideas básicas. Todo ello con el fin de animar la discusión y no de presentar innovaciones u originalidades salvadoras, que no existen.
Las funciones de la Universidad
Según el art. 1 LOU, rubricado “Funciones de la Universidad”, “1. La Universidad realiza el servicio público de la educación superior mediante la investigación, la docencia y el estudio./2. Son funciones de la Universidad al servicio de la sociedad:/a. La creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, de la técnica y de la cultura./b. La preparación para el ejercicio de actividades profesionales que exijan la aplicación de conocimientos y métodos científicos y para la creación artística./c. La difusión, la valorización y la transferencia del conocimiento al servicio de la cultura, de la calidad de la vida, y del desarrollo económico./d. La difusión del conocimiento y la cultura a través de la extensión universitaria y la formación a lo largo de toda la vida.”
Dejando de lado algún alarde retórico, no parece desencaminado ese precepto que abre la Ley reguladora de nuestra Universidad. No obstante, en mi opinión, el desarrollo normativo posterior (grados, postgrados, normas de selección y evaluación del profesorado y de las titulaciones universitarias, etc., por no hablar de muchas normas internas de las propias universidades) desmiente algo muy importante de esa declaración: en un marasmo de declaraciones sobre pedagogía, “empleabilidad”, actualización, excelencia, habilidades, competencias y semejantes lindezas, uno no encuentra dónde queda la función (primera en mencionarse) de “la creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, de la técnica y de la cultura”. Dicho de modo más resumido y antiguo: la universidad como “templo del saber” está absolutamente devaluada y desatendida por nuestro actual marco normativo. Mientras tal entendimiento no se recupere de verdad, el futuro de la Universidad será muy negro y más parecido al de una academia docente de perfil bajo. En relación con el profesorado, hablaré algo de la investigación.
Financiación y evaluación de las universidades
La Universidad española no está bien financiada. Esto no extraña en un momento de crisis y habiendo existido antes con frecuencia un notable despilfarro por parte de muchos gestores universitarios. Se pagan ahora los excesos de la creación de Universidades (a veces con campus multiplicados en cada una) por doquier, fácil de sostener en el papel del BOE y comprensiblemente bien acogida por las ciudades, pero que un país como España difícilmente se puede permitir si es que pretende mantener un nivel digno en todas ellas. La especialización de las universidades y la concentración de estudios, sobre todo si son de escasa demanda por el alumnado, pero de importancia notable en el saber humano, es una necesidad a la que los políticos competentes y los rectores de las universidades difícilmente se atreven por su impopularidad. Sin embargo, resultan imprescindibles para una Universidad futura fuerte que merezca tal nombre. Eso sí, deben ir acompañadas de previsiones presupuestarias que permitan acceder a ellas a cualquier ciudadano que demuestre merecerlo sin importar su procedencia geográfica (becas para quienes no pueden estudiar en su ciudad).
De todas formas, no todo son culpas de actuaciones pasadas: España sigue siendo uno de los países desarrollados que menos invierte en educación e investigación (o I+D+I). Esta situación debe mejorarse si se quiere una Universidad seria.
Deben acabarse las reformas, como las que nos abruman bajo la capa de Bolonia a la española, a coste cero, que desvirtúan lo que de positivo puedan tener las novedades previstas. Y el comprensible recorte el gasto en la coyuntura actual debe producirse de manera que la Universidad no deje de ser Universidad: el equilibrio presupuestario no puede justificar, por ejemplo, una reducción drástica de medios para la investigación que la haga prácticamente imposible, o una política de profesorado que impida totalmente la incorporación de personas jóvenes y formadas (casi siempre con fondos públicos en forma de becas) que garanticen un futuro decente a la Universidad.
Es imprescindible un control de la Universidad alejado de la eterna burocracia, el formalismo y la complejidad para encubrir un verdadero vacío de control. La evaluación de la Universidad debe basarse en sus resultados, eso sí, teniendo en cuenta de dónde parten las distintas universidades para no agrandar las diferencias de trato entre ellas que no se deriven de méritos una vez realizada una ponderación entre sus posibilidades y sus logros.
Gestión de la Universidad
Me parece evidente que el modelo actual de gestión de las universidades no funciona. Bajo la excusa de la autonomía universitaria, muchas universidades se han convertido en un nido de arbitrariedad y nepotismo, de despilfarro y trampolín para otras ambiciones. Los rectores han sido un grupo de presión muy importante en ocasiones, lo que en sí no es especialmente malo, si no fuera porque su guía no es siempre ni mucho menos el interés común (recuérdese la reacción de muchos de ellos frente a aspectos que no les gustaban –porque les recortaban poder, básicamente- de la original LOU). El que las competencias sobre Universidad las posean muy mayoritariamente las Comunidades Autónomas ha dado lugar a desigualdades de trato y de oportunidades para las universidades de unos y otros territorios que no tienen justificación posible. La mal entendida democracia en los órganos universitarios ha conducido a situaciones esperpénticas, como, por ejemplo (entre otros muchos), que el administrativo de un departamento decida, por el juego de los votos, sobre la necesidad de convocar una plaza de profesorado, sobre el plan docente de una asignatura o sobre la propuesta de tribunal de una tesis doctoral. El que los puestos directivos de los órganos universitarios recaigan en todos los niveles en los propios académicos ha propiciado redes de clientelismo, abuso de las conjuras y las listas (blancas o negras) y, muy a menudo, deterioro de las funciones docentes e investigadoras que son propias de esas personas.
Las soluciones no son fáciles. Algunas pautas generales que no es posible desarrollar aquí deben ser, en mi opinión, un proceso de desburocratización, eliminación de la demagogia pseudodemocrática, profesionalización de la gestión y, aunque sé que no suena políticamente correcto, recuperación por el Estado de las competencias sobre la Universidad. Especial explicación requeriría la idea de profesionalización de la gestión, pues caben diferentes modelos, como los que existen en distintos países. No defiendo la exclusión total de los académicos de la gestión universitaria, pero sí la reducción de puestos que deban ser ocupados por ellos. Tampoco me parece plausible la traslación absoluta de los principios de gestión empresarial a la Universidad, menos aún, como parece anunciarse en estos días, si ello va acompañado de un enorme margen de discrecionalidad en diversos aspectos (como la política de nombramientos de cargos de gestión, el diseño de la plantilla, etc.) para los rectores, pero sí el establecimiento de una mayor racionalidad.
Los estudios universitarios
El llamado proceso de Bolonia posee aspectos positivos, como la intención de unificar en buena medida las carreras universitarias, de modo que pueda haber un reconocimiento automático de las titulaciones en los países europeos, la promoción de trabajo del estudiante bajo la tutela del profesor en grupos de pocos alumnos, etc. Por cierto, algunas de esas cosas ya se venían haciendo en ciertos países europeos desde hace tiempo, como era el caso que mejor conozco, el de Alemania, con bibliotecas llenas de alumnos (y, claro, de libros y revistas), preparando sus temas concienzudamente tras asistir a unas no muy numerosas clases magistrales donde el profesor esbozaba los principales puntos de la materia que después debían profundizar en seminarios y estudio personal; los resultados eran magníficos. En todo caso, el diseño boloñés general debe de tener algún defecto importante cuando distintos países con buena educación superior lo rechazan para ciertas titulaciones al menos (Alemania lo rechazó para los estudios de Derecho nada menos que en el pacto de gobierno de la anterior “gran coalición” entre democristianos y socialdemócratas). Pero mucho peor es, según creo, nuestra Bolonia nacional: se habla de convergencia y se permite que cada Universidad diseñe libremente sus propios títulos, de modo que no puedan converger ni siquiera entre sí (los controles posteriores no garantizan tal convergencia, pues quienes han de realizarlos parecen más preocupados por las políticas de género, la transversalidad de las competencias o la “empleabilidad” y la reducción del fracaso escolar que por los contenidos y la formación de profesionales sólidos). Hay excepciones: los títulos de grado con directrices europeas sobre todo (con ciertas cosas no se juega).
En definitiva, nos encontramos con grados insuficientes, especialmente en disciplinas con amplio corpus científico y tradición universitaria, en duración y en contenidos, con másteres, a menudo implementados antes que los grados (¡!) que con frecuencia ofrecen menor nivel de conocimientos, especialización y exigencia que los grados (a menudo por la formación previa heterogénea de los alumnos) y con un doctorado que parece tender a confinarse en universidades grandes. Además, todo ello se pretende establecer con frecuencia a coste cero o incluso reduciendo plantilla de profesorado (menos créditos, menos necesidades de profesorado), ignorando y haciendo así imposibles las pretensiones positivas del nuevo sistema (grupos pequeños, seminarios, bibliotecas bien dotadas para el trabajo individual del alumno, etc.).
Aunque no tiene visos de poder conseguirse, creo que habría que invertir en buena medida el proceso: grados con una buena parte de materias comunes en la misma carrera en las distintas universidades y con una duración adecuada a la carrera de que se trate, másteres que garanticen un avance en la formación y especialización, y refuerzo de los estudios de doctorado, entre otras cosas, promocionando su reconocimiento laboral y social. Y, desde luego, es precisa la dotación de recursos humanos y materiales adecuada, dentro del marco de una nueva y suficiente financiación de las universidades en el modelo que se apuntó más arriba.
Los profesores e investigadores
No es posible continuar con la actual política de profesorado, que establece cosas tan absurdas como que se procurará la igualdad de hombres y mujeres en tribunales, órganos de la universidad y hasta equipos de investigación, y desatiende otras como la verdadera implantación de los principios de capacidad y mérito en la selección y evaluación del profesorado.
En cuanto a los procedimientos de selección de los profesores funcionarios, la LRU estableció un sistema fuertemente endogámico y carente (de facto) de publicidad, que demostró su fracaso. La LOU (aunque confesaré aquí para no resultar sospechoso, que no tengo grandes simpatías por el partido que la impulsó, el PP) optó por un modelo, el de habilitación, que no es perfecto, pero que creo que contenía elementos favorables a la mayor igualdad y a la publicidad de las pruebas, aunque no se libró del todo de la influencia de las “escuelas”, mal entendidas éstas como grupos de poder, y en su aplicación tal vez hubo una excesiva restricción en el número de posibles habilitados (otros cacareados inconvenientes del sistema habrían sido fácilmente corregibles creando un centro estatal de pruebas de habilitación –en Madrid o en Teruel, aunque Madrid habría sido el lugar más cómodo para todos, precisamente por su “centralismo” geográfico- y concentrando las fechas de celebración de pruebas en ciertos meses del año). Aunque a la vez creó una vía contractual paralela que arroja bastantes sombras. La LOMLOU ha cambiado al proceso de acreditación nacional, en el que personas que pueden no saber nada de la materia, juzgan, con unos informes no vinculantes de expertos (anónimos, no faltaba más), la idoneidad de los candidatos, que pueden ser mudos, pues no tienen que realizar ninguna intervención ni pueden defender personalmente sus méritos, a partir de unos supuestos indicios objetivos (tan objetivos que no hace falta, por ejemplo, ver las publicaciones de los candidatos). Una vez acreditado, el candidato, si tiene la suerte, muy desigual entre universidades, de que la suya (en otra es difícilmente pensable) convoque una plaza de su categoría y área, ya sí tendrá que hablar … aunque ante un tribunal montado ad hoc para él: un poco tarde, ¿no?
Muchos temieron que el sistema fuera un coladero. Sin embargo, ha habido de todo: acreditaciones escandalosas (y otras justas), denegaciones igualmente escandalosas (y otras justas), y, el colmo, hasta acreditaciones por silencio administrativo positivo. Pero, sobre todo, es un sistema muy imperfecto e injusto: sin edad es prácticamente imposible llegar a Catedrático, por brillante que sea el sujeto y enormes sus méritos (en cambio, con cierta antigüedad y un número considerable de aportaciones, aunque no valgan demasiado, la cosa se facilita mucho), la falta de argumentación en las resoluciones es a menudo clamorosa reforzando la opacidad del proceso, se han exigido para ser Profesor Titular cosas tan absurdas como haber dirigido tesis o haber sido investigador principal de proyectos de investigación, cuando en muchas disciplinas ello es prácticamente imposible y además desvertebraría los grupos de investigación, se ha exigido dirigir trabajos de fin de grado o máster cuando esas enseñanzas todavía no estaban implantadas en la universidad del candidato, se fía la calidad de las publicaciones al impacto o indexación de las revistas (supuesto criterio objetivo), cuando los índices correspondientes no existen en mucha disciplinas o no existían en el momento de la publicación o los que empiezan a existir son contradictorios entre sí, se valora demasiado la gestión universitaria, los cursos (algunos esperpénticos) de actualización pedagógica (iguales para un físico nuclear que para un americanista, ¡qué más da el contenido!), etc.
Debe modificarse el sistema profundamente, de modo que la selección del profesorado se lleve a cabo por especialistas altamente cualificados a los que se garantice cierta estabilidad, que puedan actuar de forma independiente, que puedan examinar los méritos de los candidatos detenidamente (por ejemplo, leer sus publicaciones, si bien podrán fiarse de índices de impacto en las disciplinas –no tantas- en que éstos estén firmemente consolidados y aceptados con carácter general), que fundamenten minuciosamente sus resoluciones en un proceso que admita verdadera contradicción de los afectados, etc. Los méritos exigidos deben centrarse en la docencia y la investigación (con su consecuencia de transferencia), siendo otros méritos (otra actividad profesional, gestión universitaria, etc.) valorables de modo marginal y complementario, sin que sean necesarios para alcanzar la más alta valoración.
Por otra parte, el profesorado, que debe estar bien remunerado y tener alicientes para rendir más en su trabajo, debe estar sometido a exigencias serias. No son tales las evaluaciones que se realizan actualmente y las que se proponen desde la ANECA (en que, por ejemplo, un criterio negativo en la valoración del profesor es que suspenda mucho), en buena medida puro maquillaje y populismo barato. Debe controlarse sin embargo que el profesor cumpla con sus obligaciones docentes (a veces se hace, pero más sobre el papel, dando por buena la carga docente de ciertos profesores que no la desarrollan ni de lejos y, en casos excepcionales, aunque no tan infrecuentes, apenas pisan su universidad). Pero a menudo se olvida la investigación; en ciertas universidades escuece y hace brotar sarpullidos sólo mencionar que los sexenios se van a tener en cuenta, por ejemplo, para descargar parcialmente de docencia a un profesor (no tanto escándalo crean las descargas por puestos de gestión retribuidos). Pues bien, contra lo que a menudo se oye, la mayoría de los profesores (y deberían ser todos) tienen obligaciones investigadoras (evidentes en otro personal investigador de las universidades). Sería bueno que las universidades premiaran de algún modo a quienes destacan en ella, pero más importante aún, que controlaran, exigiendo responsabilidad, a los muchos que, una vez obtenida su plaza, se olvidan de investigar para siempre o lo hacen muy escasamente. Así no todos seríamos iguales, en ese afán de igualitarismo tonto que invade la política universtaria y se potenciaría lo que es un signo distintivo de la Universidad frente a otras instituciones de enseñanza.
Los estudiantes
Nadie puede poner en duda que los estudiantes son pieza clave de la Universidad. Con la pérdida de estudiantes en muchas titulaciones se ha abierto a menudo lo que podríamos llamar la “caza o pesca del alumno”. Hay que ofrecer alicientes para captar a nuevos alumnos y mantener a los que se tienen. Ello no me parece mal, siempre que lo que se ofrezca sea mayor calidad (incluso en competencia con otras universidades), mejores medios para la formación (incluidos mejores profesores), títulos bien elaborados, controles serios que garanticen la formación del estudiante, sólidos conocimientos científicos y profesionales, etc. Así debería ser en el futuro. Porque, en el presente, con notables excepciones, tiende a captarse alumnos proclamando (en voz baja, claro, pero extendida) la menor exigencia para así evitar tasas altas de fracaso escolar, la “empleabilidad” (que no es lo mismo que la preparación para ser un muy buen profesional), simplones apuntes “on line”, gran cantidad de supuestos “derechos” y pocas obligaciones, “caramelitos” como el aprobado por compensación, etc., e incluso como gran reclamo (más bien en las universidades privadas, es verdad, hermosos campus e instalaciones deportivas). En vez de promover el espíritu crítico y la lectura, se les repiten los mismos apuntes año tras año, sin mayor queja por parte de los propios alumnos, sobre todo si el profesor es simpático y con tendencia a aprobar mucho. El alumno es a menudo un dios autocomplaciente, inmaduro y mimado por quienes obtienen su dinero y, más aún, su silencio ante su incompetencia o vagancia como profesores o sus votos para el carguete correspondiente. Naturalmente la culpa no es sólo de los estudiantes, sino también del sistema educativo en niveles previos y en la propia universidad, de los padres, de los profesores, de los gestores universitarios y hasta de quienes les van a recibir luego como profesionales. Por supuesto, hay muchos alumnos muy diferentes, que trabajan, discurren, se esfuerzan y saben que las exigencias de hoy son beneficios para mañana. Ellos deben ser nuestro centro de atención.
El panorama debería cambiar radicalmente: los estudiantes deben tener derechos y garantías en las cuestiones que realmente importan, deben recibir (es un derecho básico) y exigir una enseñanza de calidad, una docencia actualizada y no basada en apuntes descoloridos, conectada con la investigación, que potencie sus hábitos de crítica y profundización en la materia de estudio, que se base en la lectura de textos y material propio de la disciplina, que aúne teoría y práctica, que los forme como buenos profesionales. Todo ello tiene como requisito una exigencia estricta al estudiante y un esfuerzo continuado por su parte, de modo que también brillen aquí los principios de capacidad y mérito, que todos puedan llegar al máximo sin discriminaciones (sobre todo por su origen socio-económico), pero de modo que sólo lleguen los que se lo merecen. Hay que despedir el “alumnismo barato” y suplantarlo por la verdadera calidad y exigencia a todos los implicados en la educación.
El personal de administración y servicios
Terminaré muy brevemente señalando que el personal de administración y servicios tampoco puede ser contemplado, como hoy lo es con cierta frecuencia, como cantera de votos electorales para los gestores de la Universidad. Su selección debe ser limpia y seria, debe tenderse a su estabilidad y, a la vez, control estricto de cumplimiento de tareas, a su retribución digna, deben reducirse al máximo los puestos de libre designación, debe existir un número suficiente de empleados bien distribuidos para atender a las necesidades de gestión relacionadas con la docencia y la investigación. En definitiva, lo más importante es que se cobre conciencia de que el personal de administración y servicios no es un grupo frente y a menudo contra el personal docente e investigador (y viceversa), sino que ambos grupos trabajan conjuntamente, desde tareas y obligaciones bien diferenciadas, por el bien común y los fines y funciones de la Universidad. Aunque hay grandísimos profesionales en la Universidad, no siempre se consigue que la mayoría la entienda y la sienta como algo suyo y no como algo de otros que les imponen tareas y trabajos que, a ser posible, eluden.
Reflexión final
En fin, una Universidad como la aquí esbozada en ciertos puntos y de manera incompleta sería, en mi opinión, bastante mejor que la actual. No obstante, los tiempos que corren y los proyectos que se presentan parecen no apuntar ni mucho menos en este sentido.
Además, una reforma (o contrarreforma) profunda de la Universidad requiere una gran pacto de Estado entre las diversas fuerzas políticas, que, aunque se anuncia, parece hoy difícil de conseguir, y, claro, que esas fuerzas se guíen sólo por el interés común y no por la demagogia de los votos. Sería bueno además informar a la sociedad (si se quiere ser más prosaico, a los contribuyentes) de lo que de verdad se hace en la Universidad con sus recursos y que sea la sociedad la que reclame, con conocimiento de causa, una Universidad mejor. Hoy por hoy la Universidad es una gran desconocida para la sociedad, me temo que en parte interesadamente y en buena medida por desidia y desinterés de ambas.
Soy pesimista, pero espero equivocarme.
*Miguel Díaz y García Conlledo es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de León.
El presente texto fue presentado en la reunión sobre el futuro de la universidad celebrada en Madrid el 18 de febrero y organizada por la Fundación Ciudadanía y Valores.

Carta abierta al Rector de la Universidad de León. Por Mercedes Fuertes*

Muy respetado Rector y más apreciado amigo, las noticias sobre las propuestas del Gobierno dirigidas a retrasar la edad de jubilación de los trabajadores deberían llevar a reconsiderar si los planes de prejubilación de los profesores son razonables. Con sinceridad, nunca pensé que fueran sensatos, pero ahora están más en cuestión.
La crisis económica urge el debate sobre el sistema de pensiones. Ya hace tiempo conocíamos informes de organismos de prestigio sobre la necesidad de su reforma, ante las obvias razones de una mayor esperanza de vida y, sobre todo, por la lucidez que podemos tener con sesenta o setenta años. La singularidad que presenta la dedicación universitaria, la actividad de estudio e investigación, ha justificado que esa edad legal haya estado retrasada hasta los setenta años y, además, es frecuente que a muchos maestros se les ensalce con la figura del profesor “emérito” para que mantengan por más tiempo el vínculo con la Universidad y sigan ilustrando con sus conocimientos.
Sin embargo, las Universidades están dejando de lado esta evidente realidad y preparan planes de prejubilación para todos aquellos profesores que tienen ya ¡sesenta años! ¿Qué sentido tiene ir contra los tiempos? Más todavía, ¿qué sentido tiene ir contra la realidad?
Se me dirá que, incluso, son los propios profesores quienes solicitan su prejubilación. Yo tengo varios amigos, prestigiosos profesionales, de quienes siempre he admirado su trayectoria, sus amplios conocimientos y su insaciable curiosidad. Algunos me dicen que la de ahora poco se parece a la Universidad a la que han dedicado su vida, que junto al tiempo para realizar sus investigaciones y seguir leyendo y estudiando, han de dedicar más tiempo a repetir formularios cansinos y absurdos; que se multiplican las reuniones para realizar las actividades de gestión, que muchas veces podrían agilizar los funcionarios eficaces de la casa. Pero que una tonta moda de evaluaciones, calidades, debilidades y otras esterilidades esté descuidando el oficio del saber, no debe conducir a desatender también a los maestros que contribuyeron a poner en pie la Universidad de León, y permitir que se vayan.
Me preocupa mucho explicar bien a mis alumnos de Derecho administrativo la necesidad de que el poder, las Administraciones, actúen de manera “razonable y razonada” para conseguir el interés público. Y sobre estos planes de prejubilación no veo razones, por el contrario, sólo advierto argumentos para que los profesores no dejen la Universidad con sesenta años. ¿Qué interés público hay en las prejubilaciones?
Me resisto a creer que sean cuestiones económicas las que están ocultas. Que ante la grave situación actual, las Universidades prefieren dejar de pagar el sueldo de un catedrático y contratar un ayudante. ¡Claro que son necesarios los ayudantes! ¡Quién va a formar a los jóvenes dentro de veinte y treinta años! ¿Es necesario recordar la cantidad de años de dedicación intensa que se necesitan para formar a un profesor? Pero ¿por qué eso ha de llevar a decir adiós a los profesores gracias a los cuales se conoce en el mundo académico la Universidad de León? Si de dineros hablamos, ese sí que es un importante capital de esta Universidad.
En fin, querido rector, creo que dentro del interés público que debe mover toda actuación de dirección de esta Universidad no está en cargar sobre las espaldas de los contribuyentes más prejubilaciones de personas que están en óptimas condiciones para seguir enseñándonos. Reconsidera esos planes por el prestigio de toda la Universidad. Con todo respeto y cariño, Mercedes Fuertes.
*Mercedes Fuertes es catedrática de Derecho Administrativo de la Universidad de León
Esta carta abierta apareció en El Mundo de León el pasado 16 de febrero.

¿Es tan mala la universidad española? Por Rafael Arenas García*

Uno de los chistes que más me gustan es aquél en el que un señor se encuentra de noche bajo una farola aparentemente buscando algo. Un transeúnte se le acerca y le pregunta qué ha perdido. El señor responde que sus llaves. El transeúnte, con ánimo de ayudar, pregunta si se le han caído por allí y el señor responde, para asombro del viandante, que no, que se le han caído hacia allá, y señala un punto lejano. “Entonces, por qué está buscando las llaves aquí”, le pregunta, y el señor responde: “Porque aquí es donde hay luz”. Es claro que no es un mero chiste. De hecho, como chiste ya no tiene ni gracia porque es muy conocido y ya no sorprende; pero esta pequeña historia encierra alguna lección importante. Hace un tiempo me volví a acordar de ella leyendo las noticias que publicó El País sobre el informe de Lisboa sobre la calidad de las Universidades europeas.
La noticia publicada por el periódico era bastante alarmista. Comenzaba diciendo algo así como que ya se sabía que la Universidad española no resistía ninguna comparación seria con las Universidades de nuestro entorno, pero que ahora esto era evidente porque el Informe de Lisboa nos colocaba en último lugar entre diecisiete países. A partir de aquí se desarrollaba un discurso bastante catastrofista en el que se mezclaba nuestra pésima calidad científica con nuestro éxito en el programa Erasmus, debido, según el articulista, a la fiesta que se vive en España y que atraía a estudiantes extranjeros poco interesados en aprender realmente algo en nuestras lamentables universidades.
Esta noticia, como digo, me hizo acordarme de la historia de la farola. Y es que cuando se plantean determinados problemas es más fácil buscar donde hay luz (en la Universidad) que analizar con rigor la causa de esos problemas.
El País, a partir del informe de Lisboa concluye en la pésima calidad de nuestras universidades. Bien, en cualquier análisis sobre calidad ha de estar claro qué se mide. Si estamos hablando de calidad de un sistema educativo la medición debería hacerse a partir de lo que aprenden los estudiantes. Creo que es el criterio más lógico.. Si se trata de la Universidad es preciso medir también la producción científica de la misma. A partir de aquí podemos discutir sobre en qué forma deben mesurarse estos dos elementos (aprendizaje de los estudiantes y producción científica); pero pocas dudas me caben de que esto es lo que determina la calidad de la Universidad.
¿Mide el informe de Lisboa el nivel de conocimientos y capacidades de los estudiantes y la producción científica de las Universidades? La respuesta es no. De acuerdo con la información de El País, lo que mide es el número de titulados en relación a la población que podría estudiar, la empleabilidad de los titulados y la capacidad de adaptación del sistema Universitario. He creído entender que este último elemento se medía a partir del grado de implementación del proceso de Bolonia en cada Universidad; pero de esto último no estoy seguro. En cualquier caso, no creo que esta mayor o menor adaptación o capacidad de adaptación sea, en sí misma, un elemento que tenga relación directa con lo que saben los alumnos o producen científicamente los profesores, por lo que no me parece un indicador adecuado para medir “la calidad” de un sistema universitario.
Pasemos a los otros dos: el primero es el número de titulados en relación a la población que podría estudiar. Es claro que este indicador tampoco tiene gran cosa que ver con la calidad del sistema universitario. Las causas de que no acudan estudiantes a la Universidad pueden ser tan variadas que atribuir toda la culpa a una pretendida falta de calidad del sistema universitario me parece una especulación gratuita. Y si el problema no es que no acudan estudiantes, sino que no consiguen graduarse, de nuevo las causas pueden ser variadas, desde los déficits de la formación con la que se accede a la Universidad hasta la escasa dedicación de los alumnos o -también es posible- defectos en el sistema universitario. Es cierto que la calidad de la Universidad puede incidir en la escasez de titulados; pero de nuevo ha de determinarse en qué medida esta hipotética falta de calidad es la responsable del mal resultado, sin que éste, por sí solo pueda atribuirse en su totalidad a pretendidas –y no explicitadas- deficiencias de la Universidad.
El último factor que nos queda por analizar es el relativo a la empleabilidad de los titulados. Para mí, el indicador cuyo análisis resulta más relevante. De nuevo aquí nos encontramos con que en el análisis periodístico la poca empleabilidad de los titulados es consecuencia de las deficiencias de la Universidad; pero esta es una conclusión que no es evidente por si misma y que sería preciso demostrar. Como decía antes, la calidad ha de medirse por lo que saben y saben hacer los titulados. Si el nivel de conocimientos y capacidades es alto (a partir de los criterios que se acuerde establecer) no se puede culpar a la universidad de la escasa empleabilidad, porque en estas circunstancias será el conjunto de la sociedad la responsable de no saber sacar partido a la formación de los graduados universitarios.
El núcleo del problema se encuentra aquí, en la oscuridad de la calle y no en la fácil luz de la farola universitaria. El caso es que nuestra economía tiene una productividad muy baja, fruto de una dedicación excesiva a sectores con poco valor añadido y alejados de los ámbitos punteros en tecnología o servicios. El ladrillo y el turismo dan para lo que dan, y en una economía basada en estos elementos no es necesaria formación sofisticada. Si soltamos un ingeniero aeroespacial perfectamente formado en medio de un poblado en, pongamos por caso, Somalia, y este ingeniero no es capaz de encontrar trabajo, no creo que resulte legítimo culpara a la Universidad que lo ha formado por esta falta de empleabilidad.
¿Supone lo anterior una visión complaciente de la Universidad española? Por supuesto que no. Hay muchas cosas que mejorar; pero precisamente para conseguir dicha mejora es necesario acertar en el diagnóstico, y siguiendo la estela de artículos como el publicado en El País nos precipitaremos en la realización de reformas que se situarán justamente en la dirección contraria a aquélla en la que deberíamos avanzar.
*Rafael Arenas García es catedrático de Derecho Internacional Privado de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Perlas estudiantiles

Un profesor de la asignatura "Aprendizaje y desarrollo motor", de segundo curso de la Facultad de Ciencias de la Actividad Física y el Deporte de una universidad española, nos remite estas respuestas espectaculares de unos pocos estudiantes. Se trata de un examen reciente y la pregunta versaba sobre "comportamiento del recién nacido". Le contestan cosas como éstas:
1. El niño recién nacido ni ve, ni oye, ni siente, ni padece.
2. El recién nacido se encuentra mal y deforme porque ha tenido que pasar por un agujero muy pequeño.
3. El recién nacido sabe lo fundamental para sobrevivir los primeros meses de su vida.
4. El recién nacido no sabe hablar pero sí mamar.
5. Antes de nacer el niño no funciona solo y después le cuesta empezar a funcionar.
6. El niño, nada más nacer, empieza a mover su cuerpo alternativamente, sin saber cómo, y no tiene estabilidad corporal.

sábado, 13 de febrero de 2010

Presentación e índice del nº 4 de FANECA, sábado 13 de febrero

Hoy ofrecemos tres nuevos textos, entre ellos el de un estudiante de la Universidad de Sevilla, muy crítico con el profesorado y sus contradicciones. También los enlaces a un comentario de José Luis Pardo y a un artículo del suplemento Campus de El Mundo, firmado por su director, Juanjo Becerra. Estos son los contenidos:
- Proceso a la enseñanza del Derecho. Por Mariano Yzquierdo Tolsada.
- La actitud de los profesores. Por Ángel Velasco Gómez.
- Ignorancia a la boloñesa. Por José Luis Pardo (enlace a Revista de Libros).

¿Cómo se debe evaluar al profesorado universitario? Por Juan Antonio García Amado*

Dos puntualizaciones iniciales para delimitar el tema. Aquí vamos a referirnos solamente a la evaluación de los méritos del profesorado universitario que se realizan en el marco del sistema llamado de acreditación, y lo haremos pensando ante todo en la acreditación para profesorado funcionario, es decir, la acreditación que habilita para el acceso a plazas de profesor titular y catedrático de universidad, sin perjuicio de que buena parte de lo que se diga pueda tener aplicación también en las acreditaciones para figuras de profesorado contratado. Por otra parte, vamos a asumir por el momento los fundamentos básicos de tal sistema, incluso en lo que pudiera resultar más discutible, como es el caso de la ausencia de una prueba presencial en la que los candidatos deban exponer oralmente algunas de sus aptitudes y conocimientos sobre la disciplina de que se trate. En consecuencia, no ponemos ahora en cuestión el hecho de que sea una comisión la que a distancia examine y valore los méritos que los candidatos aporten.
Tampoco en este instante nos referiremos al elemento fuertemente endogámico y descaradamente parcial que se hace presente en el modo en que las universidades suelen organizar sus concursos internos para cubrir, entre “acreditados”, sus plazas de profesores titulares y catedráticos.
Las ventajas del nuevo sistema de acreditación también merecen ser mencionadas. La principal de ellas consiste en que las habituales camarillas universitarias, con sus dinámicas de escuelas enfrentadas, sus rifirrafes y sus intercambios de “cromos”, ceden buena parte de su presencia y su poder. Esto es lo que está permitiendo el acceso de profesores de indudable valía que se hallaban a merced de sorteos y correlaciones de fuerzas y que solían llevar las de perder cuando no estaban integrados en escuelas potentes o no eran apadrinados por personajes con mando en plaza y espíritu sectario. Lo que no quiere decir, desde luego que no, ni que estén triunfando todos los que son ni que sean todos los que están triunfando. No confundamos. Por esta última razón, precisamene, conviene mejorar el sistema.
Los defectos del actual procedimiento de acreditación son bien conocidos también y están en boca de muchos críticos. Cabe citar destacadamente los siguientes:
a) Lo discutible, por oscuro o por aleatorio, del sistema de selección de los miembros de las comisiones y de los informadores o evaluadores de méritos.
b) El anonimato y la confidencialidad con que operan, por imperativo de la regulación vigente, las comisiones y evaluadores.
c) El hecho de que, en principio, no esté previsto o exigido que quienes evalúan deban examinar los contenidos de los trabajos y escritos de los candidatos, de modo que o lo hacen por su propia iniciativa, procurándose por su cuenta los medios para ello, o se ven abocados a una valoración al peso o a tanto alzado, que es lo que parece que se les pide: tantos puntos por artículo o por libro publicados acá o allá, tantos por ponencia o comunicación en congreso, tanto por estancia de investigación en centro nacional o extranjero, etc., etc.
d) La circunstancia de que los baremos y criterios sean comunes para todas las áreas, pese a la diversidad de tradiciones, hábitos, estilos y posibilidades que en unas y otras rigen.
e) El que no esté prescrito o garantizado que la valoración la realicen personas expertas en la disciplina o rama del conocimiento de los candidatos.
f) La tremenda complejidad de la famosa aplicación, que fuerza a los aspirantes a un desmesurado gasto de tiempo y energías para cubrir datos e informaciones que en la mayor parte de los casos son claramente secundarios y prescindibles para lo que en vedad ha de importar.
g) El valor relativo que se otorga a méritos de relevancia más que discutible y que, en muchas ocasiones, conducen a un cambio pernicioso en los usos de los docentes e investigadores y a un replanteamiento de los currículos, con pérdida de lo que más ha de contar, la competencia científica y docente del profesorado. Manifestación prototípica de estos desajustes es el valor otorgado al desempeño de cargos de gestión universitaria. También suena a escarnio, ya sea fruto del desconocimiento o de la mala fe, que se reproche a algunos aspirantes a profesor titular el que no hayan dirigido tesis doctorales o no hayan sido investigadores principales en proyectos de investigación.
La mayoría de tales inconvenientes puede ser resumida del siguiente modo: el profesorado que opte a plaza de profesor titular o catedrático se ve poco menos que obligado a replantear su trayectoria académica ganando en extensión y perdiendo en profundidad. Se trata de hacer muchas cosas muy diversas, de estar en todos los “fregados” (cargos y órganos de gobierno, cursos de actualización o innovación docente, muchos viajes y estancias, aunque nadie pregunte para hacer qué, dirección de tesis doctorales y trabajos de investigación, aunque no se controle la calidad de esos productos, presencia en cualesquiera congresos y seminarios con la consiguiente comunicación, sin importar gran cosa lo que en ella se exponga, incorporación al personal investigador de proyectos de investigación de la temática que sea y aunque nada digno se aporte a ellos, etc., etc. Y lo peor de todo: vale mucho más tener muchas publicaciones, aunque sean realmente malas, que unas pocas y de calidad extraordinaria. La cantidad gana a la calidad, la dispersión a la concentración, la habilidad para moverse en ciertos círculos político-académicos a la vocación y la disciplina de trabajo, la soltura burocrática a la capacidad técnica y científica; en suma, la apariencia tiende a imponerse sobre la real solvencia.
¿Qué hacer? Con ánimo de impulsar un debate constructivo, tratemos de proponer reformas de calado, por muy inviables que en el actual marco político, académico y burocrático nos puedan parecer. Sintetizaremos nuestra propuesta en diez puntos básicos.
1. Los evaluadores han de ser, en todo caso, personas con la máxima capacitación dentro del campo temático o rama del conocimiento de cada candidato. Cierto que funcionar por áreas de conocimiento puede resultar demasiado complejo y costoso y que, además, conviene ir suavizando las compartimentaciones tradicionales. Ahora bien, quien valore los méritos de un economista ha de ser a su vez un economista de la mayor capacidad, y quien evalúe los de un físico tiene que dominar los mas profundos entresijos de la Física. Debería, por tanto, reformularse el catálogo de las grandes áreas o campos con patrones no puramente formales o institucionales, sino de contenidos y de relación entre especialidades. Si tomamos como ejemplo el Derecho, puede un administrativista competente analizar la obra de un constitucionalista o un tributarista, pero, desde luego, no la de un candidato de Ciencias de la Educación, Economía de la Empresa o Historia del Arte.
2. La evaluación han de hacerla en exclusiva los evaluadores expertos propiamente dichos, no la comisión general de la correspondiente Agencia. La Agencia debe limitarse a gestionar y controlar el buen funcionamiento del proceso de evaluación. En tal sentido, la distribución de funciones debe estar clara y ser transparente, y no como parece que ahora sucede.
3. Se debe descartar de raíz el anonimato de los evaluadores y éstos han de hacerse en todo momento responsables de sus valoraciones y estar plenamente sometidos al conocimiento público de su labor y sus criterios.
4. Los evaluadores deberían tener un estatuto muy especial y que dé a su cometido las máximas garantías de independencia e imparcialidad. A tal propósito, cabe apuntar lo que sigue. A) Deben hallarse en situación administrativa de servicios especiales u otra parangonable. Sin perjuicio de que privadamente puedan y deban seguir cultivando su ciencia o mantener ciertos vínculos con instituciones de investigación, su misión central durante el correspondiente periodo ha de ser la evaluación. B) Los evaluadores han de percibir una elevada remuneración por ese su trabajo exclusivo o prioritario, remuneración incompatible con cualquier otra, pública o privada, durante el desempeño de su cargo. C) En ese tiempo, su tarea ha de ser incompatible con las labores académicas ordinarias o extraordinarias, como presencia en tribunales de tesis doctorales, integración en otras comisiones o tribunales que resuelvan cualquier tipo de concursos, ejercicio de cargos académicos o políticos, realización de dictámenes o informes, cultivo privado de cualquier profesión, etc. Al finalizar en su cargo, deben tener reconocida la posibilidad de reintegrarse a las instituciones de origen o de pasar al retiro sin pérdida de emolumentos.
5. La selección de los evaluadores tiene que realizarse mediante un proceso sumamente depurado y objetivo. Distingamos las condiciones inicialmente requeridas y el trámite para la selección de entre los que las reúnan. En cuanto a lo primero, ha de pedirse una trayectoria y experiencia largas y fructíferas. En tal sentido, junto con otros indicadores, y en el actual estado de cosas, es fundamental la exigencia de un mínimo de cuatro o cinco sexenios investigadores reconocidos, atendiendo, además, a la correlación entre edad y número de sexenios. Todo ello sin demérito de una muy estricta y ponderada valoración de su currículum propiamente científico. También deberían quedar excluidos quienes en los últimos diez años hubieren ejercido cargos académicos electivos de cierta importancia, como el de rector, o desempeñado cargos de elección o designación política.
En cuanto al proceso de selección, han de poder presentarse libremente quienes, bajo esas condiciones, aspiren a tal cargo, pero tampoco hay por qué descartar que sea la propia Agencia la que directamente se dirija a posibles candidatos de gran prestigio. Sea del modo que sea, ha de abrirse a la comunidad académica un periodo de posibles alegaciones sobre sus méritos y trayectoria. En segundo lugar, la Agencia encargada debe realizar la selección definitiva con baremos similares a los que los propios evaluadores habrán de aplicar y haciendo pública su resolución de modo claro y perfectamente motivado.
6. Los evaluadores ocuparán su cargo durante un periodo de cinco años. La Agencia u órgano de supervisión podrá cesarlos, pero únicamente por motivos tasados y atinentes a irregularidades demostradas, o por manifiesta incapacidad para el correcto cumplimiento de su labor.
7. Sin perjuicio de la inevitable discrecionalidad de los evaluadores, discrecionalidad que debe ir acompañada de una exigencia extrema a la hora de motivar sus juicios, los baremos por ellos aplicables deben ser claros y razonables. En tal sentido, conviene evitar en todo lo posible los juicios al peso o por pautas puramente formales, de manera que lo que se enjuicie sea la actividad real de los candidatos y sus frutos tangibles. En cuanto a los datos a valorar con ese planteamiento material o de fondo, lugar preeminente tiene que ocupar la calidad del trabajo científico y docente. En cuanto a lo primero, va de suyo que los evaluadores deben entrar en el análisis completo y minucioso de la obra de los candidatos, fijándose preferentemente a la calidad y relevancia de los resultados.
8. Los evaluadores han de poder llamar a entrevista a los candidatos, si lo estiman oportuno, no como examen, sino para solicitarles cualquier aclaración adicional sobre su obra, su experiencia o su manera de plantear la investigación o la docencia.
9. Los méritos de cada candidato deben ser evaluados separadamente por al menos dos evaluadores. En caso de discrepancia notable entre los juicios de ambos, la Comisión de control ha de exigirles ulteriores aclaraciones o fundamentos, oralmente o por escrito, pudiendo además solicitar de cada uno que se pronuncie sobre los contenidos de la evaluación del otro. Si las dudas y discrepancias se mantienen, el proceso evaluador ha de reiniciarse con nuevos evaluadores.
10. Los contenidos de las evaluaciones realizadas, o al menos de las evaluaciones positivas, tienen que hacerse públicos en toda su extensión y permanecer disponibles para cualquier miembro de la comunidad universitaria.

*Juan Antonio García Amado es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de León.

Proceso a la enseñanza del Derecho*. Por Mariano Yzquierdo Tolsada**

Es conocida la carta que Guillermo von Humboldt escribió a su hermano Alejandro, el naturalista, en la que le contaba sus experiencias en un viaje por España: «las carreteras no están mal, la gente es inteligentísima, e incluso hay intelectuales interesantes, cosa sorprendente, pues no he visto nada más lamentable que el sistema educativo español ». Y esto lo decía Humboldt a fines del siglo XVIII.
Y yo lo leí en entrevista hecha a Emilio Lledó en 1997, publicada por la La Junta de Castilla-León. Una carta verdaderamente deliciosa. Relata en ella que paseaba con su hijo por el Retiro cuando preparaba éste su Selectividad. «Yo le explicaba los temas de filosofía, y en concreto, la dialéctica de Hegel y Marx. Yo me dí cuenta de que sería incapaz de escribir una hora y media sobre ello, y entonces percibí que, desde esa organización siniestra de la enseñanza, no me quedaba más remedio que hacerle unos apuntes. Ese es el caldo de cultivo del antilibro, de la antibiblioteca». «Nos hemos
formado en un mundo donde los libros no han sido fundamentales; hemos estudiado con apuntes, sin saber que la formación universitaria se fundamenta en la biblioteca; en el libro, y no en esa cosa pragmática, pequeña, raquítica, de los apuntes para aprobar un examen en el que hay que devolver copiado al profesor aquel esquema que meses antes nos escribió en la pizarra».
Titulé «Delenda est Bolonia» el artículo para La Tribuna del mes pasado, con lo que nadie puede dudar de mi escasa simpatía hacia la reforma de los planes de estudios de Derecho, o al menos hacia muchos de los extremos que solo pueden estremecer a cualquier observador imparcial. Pero al menos dejé entornada la ventana de la esperanza para que por ella entre la ilusión de que, al menos, el proceso de Bolonia pueda servir para que los docentes seamos capaces de asumir que el sistema de la enseñanza del Derecho en España no puede soportar ni un minuto más su actual inmundicia. Y estaba preparando el artículo para La Tribuna de este mes cuando el profesor Sergio Llebaría Samper, compañero de la Universidad Ramón Llull (ESADE) me ha hecho llegar su obra «El proceso de Bolonia: la enseñanza del Derecho a juicio… ¿Absolución o condena?» (ed. Bosch, 2009). El libro merece la pena desde todos los puntos de vista y deberían leerlo todos los profesores de Derecho, o al menos, los que se hallen preocupados –aunque sea un poquito–, tanto por lo que ha de venir como –lo que es mucho más importante– por lo que es este desastre absoluto en el que andamos todos enfangados.
Y es que la actual situación solo puede merecer una condena sin paliativos. Sergio Llebaría dice que los hechos probados son los siguientes, y seguro que él permite que yo añada algún tipo de glosa:
1. «El desprestigio de la docencia ». Por lo general, ni la enseñanza ni el aprendizaje han preocupado nada a las autoridades y a los profesores. Hay alumnos que siguen esperando que el profesor sea quien exhiba todo el contenido de las lecciones que después van a entrar para examen. Y esto tenía su explicación en la Universidad medieval, en la que la escasez o el elevadísimo coste de los libros convertían forzosamente al profesor en un sustituto del manual. Algo que sigue teniendo su explicación en aquellas disciplinas que, por su propia juventud, no han desarrollado todavía de manera sintética una oferta amplia de manuales. Pero en una disciplina como el Derecho civil, por poner un ejemplo, el profesor no está para dar apuntes. Las clases no sustituyen al manual: éste es ya el instrumento imprescindible, máxime cuando nuestro Derecho civil cuenta con tan abundante manualística, y además tan buena. El profesor que dicta apuntes no se ha dado cuenta de que la imprenta se inventó hace mucho tiempo, ni de que desde hace mucho tiempo vive el mundo en la galaxia Gutenberg (aunque cuidado con los excesos de la galaxia Bill Gates). Recurre al cómodo sistema del dictado de apuntes porque ignora la profundidad del pozo de su ignorancia. En ese margen, deseablemente creciente conforme avanza la carrera académica, entre lo que en clase se cuenta y lo que el profesor sabe de verdad, los hay que siempre tienen ante sí la misma superficie, inmutable y virgen.
Junto a ellos, hay también mucho pseudoprofesor, mucho encargado de curso que no lleva a cabo la actividad a que debe su nombre: profesar. Que prefiere satisfacer los deseos de la gran masa, interesada sólo en obtener un aprobado. Suelen ser también los que, por no hacer investigación, no tienen legitimación alguna para hacer una crítica a una opinión doctrinal (aunque la hacen sin rubor alguno), porque, sencillamente, no forman parte de la comunidad científica. Hay alguno a quien padezco en mi Departamento que lleva sin publicar una sola línea más de quince años, pero reclama que se le adjudique una ponencia en el Seminario de profesores en la que contar sus ideas sobre la posesión.
2. «El aprendizaje fingido». Dice el autor que se ha abusado de la memoria frente a otras capacidades intelectuales y cognitivas. A mí me gusta que los alumnos utilicen el Código civil en el examen. Contra lo que dice el refrán, el saber sí ocupa lugar. Es tan inútil aprender más o menos ordenadamente un catálogo de normas jurídicas como aprender un listín de teléfonos o un diccionario. Aprender artículos de memoria quita al Derecho, a su explicación e investigación, todo su carácter científico y racional.
3. «El divorcio generacional». Denomina Llebaría así a la actitud de los profesores que siguen explicando de la misma manera año tras año, sin preocuparse por las diferencias que cada promoción va presentando. Suele tratarse de los mismos que dictan apuntes, cuando además lo hacen utilizando los folios, ya amarillentos, que comenzaron a dictar allá en sus primeros años.
4. «El monopolio institucional ». A mi juicio, es éste el más vergonzoso de los pecados docentes. En efecto, «la organización y ejecución de los estudios, desde los horarios hasta la coordinación entre profesores, ha estado más pensada en la conveniencia de estos últimos que en las necesidades de los alumnos». Una disciplina que, como el Derecho civil, se enseña a lo largo de toda la carrera, no puede tolerar que haya quien solamente explica y se interesa por una de las cuatro asignaturas. Que haya quien proclama sin vergüenza que seguirá explicando Derecho de familia los años que le restan hasta la jubilación, porque «a estas alturas, cuesta mucho actualizarse en Derecho de obligaciones o en Derechos reales». Y sobre todo, que haya quien, para defender esa vagancia, apelan a la categoría y la antigüedad y con ello no permiten que los profesores jóvenes y que todavía son animosos y mantienen la ilusión, puedan explicar todos los programas de que consta el Derecho civil. Y vaya por delante que quienes tenemos o hemos tenido la función de organizar la docencia de los Departamentos, no hemos sido capaces de abatir esta ridícula manera de sacramentalizar los vicios y las estulticias de la función pública.
5. «La desmotivación profesional». Las políticas de incentivos no han servido para motivar y dinamizar al profesorado. Y así seguirá siendo si los responsables ministeriales no hacen caso a quienes se esfuerzan en demostrar que los méritos científicos no pueden medirse al peso. O que ejercer un cargo académico no es un mérito científico, porque quien ha desempeñado el cargo durante ocho años merecerá, por supuesto, que le retribuyan bien, que le organicen una cena homenaje o que le entreguen una placa conmemorativa, pero ocho años de cargo no son ocho libros escritos.
6. «El síndrome de Leviatán». Buena manera la del profesor Llebaría de describir el padecimiento de la dirección de las estructuras universitarias. El poder concebido –dice– «en clave de garantizar el continuismo», y «el inmovilismo como fórmula para blindar la satisfacción de determinados intereses». Un padecimiento en el que se dan cita los anteriores. Y también otros poco explorados aún. Alguien tendrá que explicar la razón oculta que llevó a que el Tribunal Constitucional decidiera que la autonomía universitaria tiene categoría de derecho fundamental. Una categoría que ha provocado que durante los últimos veinte años, un Catedrático de Derecho procesal de la Universidad de Murcia –por poner un ejemplo–, si quería optar a una plaza de otra Universidad –aunque sea de inferior categoría–, tenía que examinarse de nuevo. La autonomía universitaria como derecho de más rango que la igualdad de los ciudadanos ante la ley, pues un Magistrado de Pamplona –sigamos con los ejemplos–, si quiere cambiar de destino y aspira a ocupar una vacante en un Juzgado de Primera Instancia de Talavera, desde luego que no tiene que volver a hacer la oposición de Judicatura. Pero ahora le dirán al procesalista que esté tranquilo, que ya está «acreditado», junto con esos otros a los que unos señores que profesan la Comunicación Audiovisual, la Historia de la Educación y, a lo sumo, el Derecho tributario han otorgado el ansiado pasaporte de «acreditado».Ya pueden todos presentarse a la prueba que convoque la apetecida Universidad…
Si la reforma sirviera como pretexto para acabar con tanta basura, que vayan tres hurras por la reforma. Pero hará falta que el Estado español cumpla con el primer requisito pactado para comenzar el proceso de Bolonia: la financiación. Hay criterios imprescindibles para medir la categoría de un país, y uno de ellos es el presupuesto que dedica a la Educación en todos sus niveles.
Y no sigo, porque me quedo sin espacio…

*Publicado en La Tribuna del Derecho, junio de 2009.

**Mariano Yzquierdo Tolsada es Catedrático de Derecho civil (Universidad Complutense) y Consultor CMS Albiñana & Suárez de Lezo (Derecho civil y Propiedad Intelectual).

La actitud de los profesores. Por Ángel Velasco Gómez*

(NOTA DE LOS EDITORES DE FANECA.- El presente texto se presenta tal como nos ha sido gentilmente remitido por su autor, respetando íntegramente su forma y sus giros, por lo que puedan tener de significativos y de ironía a la andaluza).
Como estudiante de la Universidad de Sevilla me causó auténtico bochorno ver cómo absolutamente ningún profesor se dignó en hacer una lectura objetiva del artículo 20 de la Normativa de Evaluación y Calificación de nuestra Universidad. Resulta que, como se vio en alguna viñeta, editorial, tribuna y demás vomitorios varios, los estudiantes de la Hispalense nos dedicamos a copiar sin más y nuestros profesores son poco menos, en consecuencia, que unos parguelas sin autoridad y fáciles de engañar. Porque sabiendo que todos copiamos y viendo cuántos aprobados se dan en toda la Universidad, es que los pobrecitos son tela de fáciles de engañar y nosotros los estudiantes con copiar e intentando superar la resaca de la barrilá del día anterior (porque no nos perdemos una) lo tenemos todo hecho. Un articulado que venía a defender a los estudiantes que no copiaban sobre posibles malentendidos durante un examen, y que se leía fácilmente en su redacción, fue tomado por absolutamente lo contrario por unos intereses interesados en un movimiento que, parece ser, nadie se dio cuenta que formaba parte de las tensiones entre PP y PSOE en el “Pacto Social y Político por la Educación”. Las personas que nos tienen que educar en un conocimiento crítico suspendieron con un cero absoluto. ¿Cómo van a educarnos en ese sentido personas que es tan evidente que carecen de esas cualidades?

Por suerte mis exámenes terminan ya en breve, porque me va a encantar leer todos los textos que ilustres catedráticos, profesores, etc... van a escribir sobre el cambio en el sistema de gobierno que una fundación privada (CYD, de Ana Patricia Botín-Sanz, hija de Emilio Botín, que ninguna Universidad tiene ningún tipo de deuda con él) ha llegado junto a la CRUE. Seguro que me encantarán las críticas que hacen a que, por ejemplo, se les quite autoridad a los profesores en su capacidad para elegir al Decano de su centro ya que esa capacidad será asumida por un Rector que será elegido por un comité externo al mundo académico.

Si el principal argumento para criticar el falso “derecho a copiar” era que al profesorado se le quitaba autoridad, ahora que se les quita la capacidad de elegir a su Decano y a su Rector, ¡miedo me da la reacción que habrá ahora! Porque si ese “derecho a copiar” era, para empezar, totalmente falso e interesado, ahora que hay una imposición tan drástica como ésta en la elección de los representantes de Facultades y Universidades y que no es una mala interpretación sino un hecho que se va a hacer sí o sí (porque también el documento de reflexión sobre políticas de financiación universitaria pide cambios en la gobernanza de las universidades) seguramente la que nos quepa esperar sea de las buenas.

Pero es curioso cómo personas que en líneas generales demuestran tanto desprecio hacia los estudiantes luego sean tan buenas personas y docentes. Pero, por desgracia, los profesores sólo se ponen farrucos cuando los que están de por medio son los estudiantes a los que, lamentablemente, tienen que educar. Si ejercemos nuestros derechos como estudiantes, lo que menos nos hacen es ignorarnos. Decimos que el Máster-CAP es pésimo, y van los profesores y lo aprueban “pensando en los alumnos”. Decimos que los grados son pésimos, y van los profesores y los aprueban “pensando en los alumnos”. Después viene el Rector, impone unos grados y unos años de implantación y ahí no ha pasado nada. Todo el mundo calla y acata. Y, encima, ¡se habla que los estudiantes faltamos al respeto a los profesores! Hablen claro, profesores: hacéis lo que hacéis por puro miedo y nos usáis a los estudiantes no para escucharnos sino para justificar vuestras acciones. Si alguien tiene derecho a quejarse sobre todo esto somos nosotros, sólo nosotros. Sólo nosotros hemos demostrado coherencia con nuestro discurso y nuestras acciones.

Si el derecho a crítica se gana, ¿qué hacen ustedes criticando lo que apoyan? ¡Cambien su actitud primero y actúen como hablan! Las cosas se hacen porque tienen que hacerse y si estamos en libertad, como nos repiten, ¿cómo puede haber libertad si se antepone una imagen al pensamiento? Así tenemos todos los cambios que nos están colando. Gracias a los remilgos que existen todos los parásitos que hay en la Universidad se están aprovechando de nosotros. Y los parásitos se quitan actuando contra ellos, no dejándolos a ver si se aburren y se van solos.

Cada vez que he leído un artículo sobre lo malo, malísimos, que son los grados en cada materia siempre me he hecho la misma pregunta: “y esta persona ¿qué habrá votado en su Junta de Centro?”. Porque es muy fácil quejarse cuando ya está todo hecho. Bolonia para Derecho, Medicina, Arquitectura, Filología... uy, ¡qué mala es! ¡qué paso atrás más enorme!... y luego en todas sus facultades ahí están esos grados aprobados. Pero claro, luego hacen un escrito o intervenciones en conferencias sobre lo malo que es Bolonia y ya así limpian su conciencia. Bolonia es pésima, lo venimos diciendo años, pero ellos votan a favor sabiéndolo y después, sólo después, se quejan. ¡Quejadse antes! ¿Tanto os cuesta? ¿Tenéis miedo a hacer lo que hay que hacer cuando hay que hacerlo?

Quien no se tenga que dar por aludido que no lo haga porque las generalizaciones siempre son malas e inexactas, pero por lo menos asumid la crítica. Entre los estudiantes no se puede decir que exista una gran movilización contra la implantación del EEES, pero los que sí tenemos una visión según lo que ustedes tendrían que habernos educado sabéis que tenemos no sólo la razón sino la fuerza de voluntad para hacer las cosas. Nuestro problema son precisamente vuestros remilgos. Nosotros solos somos (muy) pocos y la Universidad se ha acostumbrado a ignorarnos, pero nosotros con ustedes somos una fuerza que puede cambiar las cosas a cómo deberían ser y no a resignarnos a que lo que hay es lo que hay. Nosotros entre nuestros compañeros no somos más que unos flipaos que no queremos estudiar (y eso que todos en Sevilla todos aprobamos copiando), pero con ustedes somos una voz de autoridad. Y si no quieren que sus estudiantes sean conscientes de todo lo que está pasando y saben, como así ocurre, que lo único válido son los votos burocráticos de los Claustros de las Universidades... ¡sumen sus votos a los de los estudiantes! Y si los estudiantes de su Universidad son carajotes: ¡edúquenles y corríjanles! Para eso se formasteis y para eso vivís.

11 de febrero de 2010.
Sevilla, Andalucía.

*Ángel Velasco Gómez es Delegado de la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla y miembro del Grupo de Trabajo 'No a Bolonia' de Filología.