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sábado, 27 de febrero de 2010

¿Tiene arreglo la universidad española? Por Juan Antonio García Amado

Lo más probable es que a la interrogación del título haya que responder con un no y pasar a preguntarse qué equivalentes funcionales pueden surgir para que se mantenga una formación de excelencia en ciertas materias y una investigación solvente capaz de impulsar el desarrollo del país. Si es que hay país y que se quiere en verdad su desarrollo, claro. Por otra parte, en la situación política actual y con las actitudes y las luces de los partidos que nos gobiernan, la esperanza tiene poca cabida. Si algo se pudiera solucionar del desaguisado universitario del presente, sería con medidas fuertemente impopulares y que requerirían un gran pacto de Estado por la universidad y unión para afrontar todo tipo de protestas, demagogias y desgastes. Pero un acuerdo así requiere partidos con sentido de Estado y atentos al interés general antes que a cualquier otro, y eso, me temo, es mucho pedir. Sin contar con que la desorganización territorial de nuestro Estado, Estado sin territorio, dificulta toda política universitaria que no consista en acuerdos entre reinos de taifas o señoríos feudales. No se pierda de vista igualmente que la generosa interpretación de la autonomía universitaria es un factor más que no ayuda precisamente a la introducción de racionalidad colectiva ni a la consideración de los intereses generales. Tanto mito de autodeterminaciones y autogobiernos sólo sirve, en política universitaria, para que las universidades sigan siendo lo que son: endogámicas, localistas, aldeanas, paletas.
Pero hagamos abstracción de los inconvenientes prácticos y de los malos hábitos firmemente asentados y supongamos que quedaran márgenes para la reforma racional de las universidades. ¿Qué habría que hacer? Cambios radicales, como los que paso a enumerar en diez puntos.
1. Recorte del número universidades. No es preciso aportar datos y ejemplos que están en la mente de todos. Tampoco merece la pena detenerse en el análisis del populismo y electoralismo con que durante las últimas décadas se ha sembrado el territorio del país de universidades y campus. Todo ello no sería inconveniente y disfuncional si los recursos económicos disponibles fueran ilimitados, si hubiera demanda real para colmarlas todas de estudiantes bien seleccionados y de profesorado del máximo nivel. Pero ninguna de esas tres condiciones se cumple. Financieramente el número de universidades se convierte en una carga insoportable y el reparto de los medios económicos entre tantas sólo puede traducirse en infradotación de todas ellas, condenadas por igual a la mediocridad.
2. Reorganización de los centros y títulos. En nuestro país, dado a la invención irresponsable de derechos fundamentalísimos que acaban por dejar en papel mojado los derechos que más deberían contar, se ha dado por sentado que cada estudiante ha de poder estudiar una carrera universitaria al lado de su casa y que cada familia debe poder mantener a su vera a sus retoños mientras consiguen un título universitario, aunque sea devaluado en su prestigio y en la formación que al estudiante le aporta. ¿Consecuencia? En cada capital de provincia, o poco menos, ha de haber una universidad repleta de facultades e hinchada de títulos. Trabajemos con el ejemplo de Derecho, que es el que me resulta más cercano. En Galicia hay cuatro facultades de Derecho; en Castilla y León, cuatro. En Andalucía, nueve. En la Comunidad Valenciana, cuatro. En Cataluña, cinco. En Castilla-La Mancha, cuatro. Y así sucesivamente y sin contar las universidades privadas, sobre las que alguna cosa habrá que decir también en otra ocasión. Con los medios económicos que consumen podrían mantenerse unas pocas de primer orden y sería posible una muy generosa política de becas para los estudiantes que no contaran con medios bastantes para pagarse los estudios viviendo fuera de su casa. La política de café para todos sólo brinda café aguado o sucedáneo de café.
En cuanto a los títulos ofertados, se suman dos problemas graves. Uno, la baja demanda de muchos de ellos. Otro, el carácter poco menos que ridículo de algunos. Es urgente reconducir la política de títulos a patrones de racionalidad económica y científica. Algunos estudios profesionales carecen de entidad para erigirse en carreras universitarias. Facultades enteras han nacido nada más que al calor de la capacidad de ciertas áreas para el lobby y el mangoneo. Otros estudios, con entidad indiscutible e importancia indudable, pero con muy escasa demanda por diversas razones, deberían ofrecerse únicamente en dos o tres universidades del país, con todas las garantías y el más exquisito nivel.
3. Racionalización de los planes de estudios. En este punto se acaba de perder una nueva oportunidad y se ha repetido lo de siempre, haciendo escarnio absoluto de los presuntos fundamentos del sistema de Bolonia. Cada universidad, abandonada al uso más espurio y penoso de su autonomía, compone los contenidos de sus carreras como le viene en gana, lo que bien sabemos que equivale a admitir que sean las correlaciones de fuerzas entre el profesorado y las áreas las que determinan que en un lado se estudie más de una materia o menos de otra, que pase por esencial lo perfectamente accesorio y que se pergeñe un plan a base de parches o inventos más o menos chuscos.
4. Reorganización de la división en especialidades, áreas de conocimiento y departamentos. El viejo criterio burocrático debería sustituirse por patrones de coherencia sustantiva. En lo que tiene que ver con las áreas de conocimiento, hemos pasado de la rígida compartimentación a la pura indefinición. A efectos de docencia tendrían que constituirse macroáreas que agrupen especialidades fuertemente interrelacionadas. Dentro de cada una de ellas, cualquier profesor ha de considerarse capacitado para impartir cualquier asignatura con sentido. Por seguir con los ejemplos de Derecho y mencionar sólo una muestra, no es de recibo el mantenimiento de la rígida separación entre Derecho procesal y Derecho sustantivo. Lo que no quita para que cualquier investigador pueda especializarse preferentemente en una concreta problemática, pero de manera que la organización institucional de la docencia y la investigación vele por que cada uno posea la adecuada visión del conjunto. No debe temblar el pulso de nadie a la hora de suprimir áreas o disciplinas que hayan perdido su razón de ser, y menos aún al tiempo de constituir otras nuevas, requeridas por el avance de los tiempos. En Derecho tenemos ejemplos claros: no se justifica la autonomía organizativa o funcional de un área de Derecho Eclesiástico del Estado y se echa gravemente en falta la de Derecho Europeo.
En cuanto a los departamentos, en la actualidad no son más que artefactos burocráticos en los que se agrupan disciplinas que en muchos casos carecen de toda afinidad, y docentes e investigadores que no tienen más relación que la personal, en el mejor de los casos. Si los departamentos han de contar con competencias relevantes en materia de docencia e investigación, su composición no puede dejarse al albur de las circunstancias de cada lugar, sino que deben constituirse en función de criterios que permitan una política departamental coherente y fundada en patrones serios. A falta de todo ello, los actuales departamentos universitarios no son, por lo común, sino engendros burocráticos en cuyo seno siguen las viejas áreas campando por sus respetos.
5. Desburocratización. El profesorado universitario se ahoga entre papeles, su trajín burocrático es asfixiante: memorias, informes, cuentas, solicitudes, cartas para esto y lo otro, presupuestos, etc., etc. La queja no es porque ese aspecto del trabajo sea excesivo, que lo es, sino porque tantísimo tiempo dedicado a menesteres de oficinista se resta inevitablemente de lo que tendría que ser el eje de la labor profesoral: la docencia de calidad y la investigación con rendimiento. Es un círculo infernal el que mueve la burocracia universitaria, pues el exceso de papeleos lleva a la creación de nuevas oficinas, secciones y negociados que, al tiempo, justifican su existencia demandando nuevos papeleos. Crece sin parar el personal de administración y servicios, pero ese aumento no se traduce en descarga burocrática del profesorado, sino en carga plena para los unos y los otros. Súmese a lo anterior el tiempo que se va en reuniones de comités, comisiones, juntas y consejos, resultado de una hiperinflación organizativa que finge serir a un aumento de los controles, pero que, a la postre, no representa más que una ociosa multiplicación de los entes y un gasto inusitado de tiempo y esfuerzo ocioso, pues por lo general nada útil se debate y nada cambia en el viejo modo de gobernarse.
El combate eficaz de esa burocratización absurda pasa por medidas como las siguientes.
a) Racionalización y simplificación de los procedimientos administrativos en las universidades.
b) Reorganización de las tareas de gestión, que, sin perjuicio de ciertos controles, deben estar encomendadas a personal administrativo especializado.
c) Redefinición de los cometidos propios y necesarios del personal de administración y servicios, en el entendimiento de que se trata de servir antes que nada a las labores docentes e investigadoras que son la razón de ser de la institución, y de descargar de trabajos administrativos y burocráticos al personal que debe volcarse en la investigación y la docencia de calidad. Clama al cielo, por ejemplo, que en muchas universidades sean los propios investigadores los que tengan que llevar personalmente la gestión burocrática y las cuentas de sus proyectos de investigación. Es un ejemplo de tantísimos. Clama al cielo también, por mencionar un dato más, que en muchas universidades el personal de administración y servicios pueda tomarse todo o parte de sus vacaciones en periodo lectivo o de plena actividad de las universidades.
6. Políticas de personal académico. Aquí está una de las madres del cordero. Sin medidas en este capítulo todo lo demás será ocioso, todo. El profesorado de las universidades ha crecido a impulso de la alegre bonanza económica de los pasados años y de aquellas políticas de creación desaforada de nuevas universidades, centros y títulos. La cantidad no ha ido de la mano de la calidad, la extensión ha primado sobre la excelencia. Políticos y rectores buscaron la paz de en los recintos académicos al precio de contentar a todos. La búsqueda de votos y adhesiones llevó a aplicar el principio de que todo el mundo es bueno y todo el que está dentro merece seguir y ascender. En cada reforma, y fueron muchas, se aprovechó para promocionar a cualquiera que se dejaba. Las escuelas y grupúsculos hicieron su agosto aumentando sus huestes en concursos legalmente amañados y con descarado desprecio del mérito, la capacidad y la objetividad en el juicio de tribunales y comisiones. Los resultados, previsibles, resultan incuestionables a estas alturas: descompensación de las plantillas por falta de planificación, coste insoportable de las nóminas, bajo rendimiento de buena parte del profesorado, desmotivación de los mejores y ventajoso acomodo de los menos laboriosos y los más pícaros.
Cierto que en cada universidad unos cuantos siguen en la brega contra viento y marea y contra la incomprensión de los poderes establecidos. Pero hay también mucha sinvergonzonería. Profesorado que comparece muy de tarde en tarde en su centro de trabajo, que descuida radicalmente no sólo la investigación, sino también la simple puesta al día en su materia, que se toma la docencia a beneficio de inventario, que gasta su tiempo académico en labores perfectamente fútiles. Se saben y se sienten inamovibles, inatacables, inmunes. Con la adicional ventaja de que van constituyendo alianzas y conformando mayorías que les permiten alterar los valores académicos y hacer pasar la inutilidad por mérito. No en vano puntúan al alza esas actividades con las que matan el tiempo que a otras cosas debería dedicarse: desempeño de cargos, pertenencia a órganos de gobierno, comisiones y comités, asistencia a cursitos sin sustancia, organización de eventos biensonantes, consecución de medios para el cultivo nada más que de la moda intelectual vacua y la “political correctness”, explotación del eufemismo para presentar como colaboración universidad-empresa o transferencia de conocimiento lo que no pasan de ser amaños, contubernios, tertulias y poses para la galería.
Se necesita un corte brusco, un tajo radical. Sobran malos profesores, sobran zánganos y listillos, sobran aprovechados y pescadores de río revuelto, sobran arribistas y especialistas en relaciones públicas, sobran gestores de la inanidad y virtuosos de la propaganda y el autobombo. Es imprescindible elevar el promedio de calidad y dedicación efectiva -no puramente nominal o aparente- del profesorado. A tal propósito, sería recomendable que se aplicara combinadamente una doble estrategia: favorecer a los que cumplen en lo que en verdad ha de importar y buscar salida para los perezosos y los incapaces. Es inadmisible el actual reparto de dineros y posiciones. El gran investigador y el absentista redomado no pueden seguir contando de idéntica manera para la autoridad académica. Ahora, por ejemplo, se pretende aligerar las plantillas y rejuvenecerlas a base de jubilaciones voluntarias para los mayores de sesenta años, sin que a nadie le importe lo más mínimo si el que se marcha es una autoridad internacional en su especialidad y los que se quedan, de cualquier edad, son unos pillos que no dan palo al agua. La carga docente de los mejores y los peores es la misma, el sueldo muy similar, la consideración de puertas adentro, en rectorados y decanatos, exactamente igual. Con el agravante de que aquellos que pretenden perseverar dignamente en sus tareas docentes e investigadoras tienen que buscarse los medios por su cuenta, rellenar mil y un formularios para conseguir proyectos de investigación, acudir a mil y un reuniones para evitar su discriminación o su expolio, gestionar sin ayuda la actualización de sus bibliotecas o los instrumentos de sus laboratorios. Es intolerable, es injusto, es absurdo. Es la radical negación de la tan cacareada excelencia.
El buen profesorado debe ser reconocido y favorecido y el aparato político y administrativo de las universidades debe volcarse en su apoyo. El vago, absentista e improductivo debe ser controlado y, llegado el caso, sancionado. Y donde sobre gente, ya se sabe por donde se ha de comenzar a aligerar la plantilla.
7. Reorientación de la política con los estudiantes. Se ha colado en las universidades el mito dañino del fracaso escolar. Se considera que una universidad fracasa cuando no alcanzan el correspondiente título casi todos los estudiantes que comienzan en ella una carrera. Estudiantes que, en muchos casos, son admitidos sin necesidad de acreditación de una formación mínima o una elemental capacidad. Ya no hay exigencia para el aprobado, sino exigencia de aprobados. Que los títulos se deprecien, que a la sociedad se le dé gato por liebre, que el mérito individual y el esfuerzo del estudiante dejen de importar es la consecuencia de las frívolas y cursis modas pedagógicas que han destruido previamente la enseñanza secundaria, y de la lucha de las universidades por mantener una matrícula imposible, entre otras cosas porque no puede razonablemente haber estudiantes para tantos centros y carreras.
Lo único que justifica las universidades, en lo que a docencia se refiere, es la competencia de quienes en ellas obtienen título, no su número, y la única base para medir su calidad es el destino de sus titulados, su éxito profesional futuro. Cualquier otro indicio es engaño, maniobra de despiste, estafa a la sociedad que paga. Si los títulos no han de tener más pretensión que la de ser rito de paso y habilitación formal para que las empresas e instituciones elijan a los que les sean más gratos por razones de clase, de influencia social o de partido, la universidad está de más, sobra, es un lujo tan caro como vano.
8. Competencia real entre las universidades. Sobran universidades, facultades y títulos. Deben sobrevivir solamente los mejores, compitiendo en buena lid, bajo condiciones justas. A la hora de medir rendimientos y méritos de cada universidad, sólo dos criterios son fiables y razonables: la producción científica de sus investigadores y el éxito laboral de sus titulados. Lo demás, medir hectáreas de zonas verdes, metros de estanterías, número de ordenadores o tipo de ventilación de las aulas es confundir medios con fines, por no utilizar una expresión más contundente y popular.
Puestas a competir bajo tales pautas, las universidades han de poder disputarse los mejores estudiantes y los más competentes docentes e investigadores. Ahí debe darse campo libre a la oferta y la demanda. Que cada universidad pueda libremente optar entre el vegetar anodino y el convertirse en centro de referencia nacional e internacional. Pero, para ello, cada universidad ha de disponer de los instrumentos legales para desprenderse del profesorado que la lastre y para llevar a su claustro al que le dé prestigio y buen rendimiento. ¿No está de moda afirmar que se deben aplicar criterios empresariales a la gestión universitaria? Pues ésa es la parte del mercado y de la mejor empresa que se debe poner en funcionamiento. Lo otro, lo de ahora, es puro subterfugio, apariencia falaz, fraude.
Cuando cada universidad, cada facultad y cada departamento sepan a ciencia cierta que se juegan la subsistencia con la producción y la categoría de sus profesores y sus estudiantes, desaparecerán como por ensalmo la endogamia, el localismo, el corporativismo y la práctica de políticas de amigo y enemigo. Cuando cada profesor sepa que se juega su propia estabilidad y su futuro laboral al votar a este o aquel candidato para una plaza o un contrato, se acabarán las concesiones a la relación personal y discipular, la compasión mal entendida o la indiferencia hacia el destino de la institución. Desaparecerán, en suma, todas esas lamentables razones para preferir siempre a los de aquí, a los nuestros, a los que ya están o a los que nos bailan el agua.
9. Reconducción de los sistemas electorales y los procedimientos democráticos. La democracia tiene su lugar ineludible en los procesos políticos, pero las universidades no son ni deben ser centros guiados por la lógica política. El principio un hombre un voto se justifica en las elecciones políticas, dado el valor por definición igual de todo ciudadano en cuanto elector. En la universidad no valemos todos igual. El compromiso con la institución no es el mismo en el caso del investigador productivo y del simple funcionario infecundo. Tampoco es igual en el estudiante de alto rendimiento que en aquel que vegeta sin mayor interés por el estudio. Si la pauta universitaria ha de darla la excelencia, sólo los que la acrediten han de estar llamados a responsabilizarse de las decisiones cruciales o, al menos, unos y otros, laboriosos y abandonados, competentes e incompetentes, tienen que disponer de una capacidad de influencia proporcional a su rendimiento. Si a eso se le quiere llamar elitismo, no importa, estará justificado. Si se piensa que supone la reintroducción del voto censitario, bendita sea la justicia de tratar desigualmente a los que se comportan como desiguales. Supongo que a nadie se le ocurriría que el director de un hospital o el jefe del servicio de cardiología deban elegirse mediante votación de todo el personal hospitalario y de los pacientes que en ese momento ocupen sus camas. ¿Acaso las universidades importan tan poco como para que pueda permitirse que las rija el electoralismo de los más dispuestos a repartir favores o la ambición de los que sólo quieren utilizarla para dar el salto a otros ámbitos, huyendo de bibliotecas y laboratorios?
10. Replanteamiento de la autonomía universitaria. Los porqués originarios y los excesos actuales de la autonomía universitaria están perfectamente retratados en el libro del profesor Sosa Wagner titulado El mito de la autonomía universitaria. Las universidades deben ser autónomas nada más que para no convertirse en simples correas de transmisión de partidos políticos o grupos de interés y para que en sus recintos la investigación y la docencia se cultiven bajo una libertad bien entendida. Nada más. En lo que directamente tiene que ver con la función que la justifica y con el interés general, las universidades han de someterse a patrones legales claramente establecidos. Lo que no es presentable y constituye la negación misma de las razones de esa autonomía es que decisiones como las atinentes a qué carreras se imparten o con qué contenidos de los planes de estudios se tomen libérrimamente en cada universidad, en votación a mano alzada y en función de los más pedestres intereses de sus coyunturales miembros. Autonomía universitaria no puede ser sinónimo de descontrol, irresponsabilidad e improvisación. Tampoco de impunidad.
En mi universidad, como en muchas, nos topamos ahora con una muestra sangrante de gestión irresponsable e impune. Mi universidad, como otras, soporta en estos momentos una deuda que la estrangula, veintisiete millones de euros, según reciente auditoría. ¿Por qué? Por las alegrías de anteriores rectores, por oscuros manejos, por venta de favores, por incapacidad o mala fe, en la proporción que corresponda. ¿Y qué pasa? No pasa nada. No pasa nada a quienes la llevaron a la bancarrota, y rige la ley del silencio. Somos autónomos no sólo para arruinarnos, también para disimular. Quien esto escribe es uno de los poquísimos profesores que salieron a la palestra y a los medios de comunicación para demandar explicaciones y responsabilidades. La respuesta de la mayoría fue y sigue siendo el silencio; unos pocos se indignan nada más que con el mensajero y proclaman que los trapos sucios se lavan en casa y sin dar cuartos al pregonero. Un responsable político de la Junta de Castilla y León manifestaba hace unas semanas que no ve nada anormal ni reprochable en ese penoso estado de las cuentas. Ancha es Castilla. Rectores que ponen en riesgo el futuro de sus universidades y que a continuación pasan a algún cargo de designación política o, cuando no lo consiguen, retornan a sus cátedras tan campantes; equipos de gobierno que saltan del barco, como los famosos roedores, sólo cuando hace aguas y no queda nada que repartir, y que van a buscar cobijo a la sombra de los nuevos gobernantes, como si nada tuvieran que reprocharse. Claustros enteros que contemplan y dejan hacer con el miedo del que tiene cadáveres en el armario o del que teme vendettas y represalias, o quién sabe si con la esperanza de que, con la crisis y todo, aún pueda caerle algún favorcillo al complaciente.
Si a todo eso ha ido a dar la autonomía universitaria, va siendo hora de que se recorte a sus justos términos. Porque, llegados a este punto en el que estamos todos, mejor será universidad con menos autonomía que autonomía sin universidad, al menos sin una universidad que merezca su nombre. Que se nos gobierne, que se nos exija, que se nos controle, que se nos haga justicia y que cada palo aguante su vela.

1 comentario:

  1. Alvar Garcia-Noriega Dominguez14 de abril de 2010, 10:09

    Muy critico y descargado de los revestimentos propios de la corriente actual de las medias tintas, la cual se esta traduciendo en hablar y hablar y no conseguir nada.
    De todas formas opino que este desplome universitario es fruto de una so iedad que se encuentra en decadencia, una sociedad que no tiene valores pero que piensa que es el adalid del progreso moral. En cuanto a la educacion existe un grave problema de "igualar por abajo" que ha sido ratificado por los nuevos planes de estudios, ademas esto se ha unido al desprecio por la excelencia valor muy arraigado en la sociedad actual que solo toma como bueno aquello que le es arrojado desde el televisor. Pero el problema se vuelve mas serio cuando el desprecio a la excelecia se da desde el profesorado que conduce al alumno desde la infancia hasta la universidad, existiendo en todos los grados formativos profesores que desprecian a los alumnos que demuestran un interes particulas por la asignatura o una especial capacidad para ella, por el simple hecho de que esto implica que ellos trabajen un poco mas.
    Para terminar quiero decir que si queremos "arreglar" la universidad tenemos que saber que si no hacemos algo por esta sociedad enferma nuestros esfuerzos caeran en saco roto, intentemos pues que la universidad sirva de lanzadera para estos propositos.

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