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sábado, 20 de febrero de 2010

El futuro de la universidad española. Por Miguel Díaz y García Conlledo*

Se nos pide que escribamos en tres folios (que voy a superar con creces, triplicándolos) nuestra idea nada menos que sobre el futuro de la Universidad española, tarea harto ardua que obligaría a decir puras generalidades y vaguedades si se pretende un enfoque global o a centrarse en un aspecto muy concreto si se busca cierta profundización. Adoptaré aquí una perspectiva intermedia, seleccionando ciertos puntos que me parecen clave, aunque no los únicos importantes, para esbozar en ellos unas ideas básicas. Todo ello con el fin de animar la discusión y no de presentar innovaciones u originalidades salvadoras, que no existen.
Las funciones de la Universidad
Según el art. 1 LOU, rubricado “Funciones de la Universidad”, “1. La Universidad realiza el servicio público de la educación superior mediante la investigación, la docencia y el estudio./2. Son funciones de la Universidad al servicio de la sociedad:/a. La creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, de la técnica y de la cultura./b. La preparación para el ejercicio de actividades profesionales que exijan la aplicación de conocimientos y métodos científicos y para la creación artística./c. La difusión, la valorización y la transferencia del conocimiento al servicio de la cultura, de la calidad de la vida, y del desarrollo económico./d. La difusión del conocimiento y la cultura a través de la extensión universitaria y la formación a lo largo de toda la vida.”
Dejando de lado algún alarde retórico, no parece desencaminado ese precepto que abre la Ley reguladora de nuestra Universidad. No obstante, en mi opinión, el desarrollo normativo posterior (grados, postgrados, normas de selección y evaluación del profesorado y de las titulaciones universitarias, etc., por no hablar de muchas normas internas de las propias universidades) desmiente algo muy importante de esa declaración: en un marasmo de declaraciones sobre pedagogía, “empleabilidad”, actualización, excelencia, habilidades, competencias y semejantes lindezas, uno no encuentra dónde queda la función (primera en mencionarse) de “la creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, de la técnica y de la cultura”. Dicho de modo más resumido y antiguo: la universidad como “templo del saber” está absolutamente devaluada y desatendida por nuestro actual marco normativo. Mientras tal entendimiento no se recupere de verdad, el futuro de la Universidad será muy negro y más parecido al de una academia docente de perfil bajo. En relación con el profesorado, hablaré algo de la investigación.
Financiación y evaluación de las universidades
La Universidad española no está bien financiada. Esto no extraña en un momento de crisis y habiendo existido antes con frecuencia un notable despilfarro por parte de muchos gestores universitarios. Se pagan ahora los excesos de la creación de Universidades (a veces con campus multiplicados en cada una) por doquier, fácil de sostener en el papel del BOE y comprensiblemente bien acogida por las ciudades, pero que un país como España difícilmente se puede permitir si es que pretende mantener un nivel digno en todas ellas. La especialización de las universidades y la concentración de estudios, sobre todo si son de escasa demanda por el alumnado, pero de importancia notable en el saber humano, es una necesidad a la que los políticos competentes y los rectores de las universidades difícilmente se atreven por su impopularidad. Sin embargo, resultan imprescindibles para una Universidad futura fuerte que merezca tal nombre. Eso sí, deben ir acompañadas de previsiones presupuestarias que permitan acceder a ellas a cualquier ciudadano que demuestre merecerlo sin importar su procedencia geográfica (becas para quienes no pueden estudiar en su ciudad).
De todas formas, no todo son culpas de actuaciones pasadas: España sigue siendo uno de los países desarrollados que menos invierte en educación e investigación (o I+D+I). Esta situación debe mejorarse si se quiere una Universidad seria.
Deben acabarse las reformas, como las que nos abruman bajo la capa de Bolonia a la española, a coste cero, que desvirtúan lo que de positivo puedan tener las novedades previstas. Y el comprensible recorte el gasto en la coyuntura actual debe producirse de manera que la Universidad no deje de ser Universidad: el equilibrio presupuestario no puede justificar, por ejemplo, una reducción drástica de medios para la investigación que la haga prácticamente imposible, o una política de profesorado que impida totalmente la incorporación de personas jóvenes y formadas (casi siempre con fondos públicos en forma de becas) que garanticen un futuro decente a la Universidad.
Es imprescindible un control de la Universidad alejado de la eterna burocracia, el formalismo y la complejidad para encubrir un verdadero vacío de control. La evaluación de la Universidad debe basarse en sus resultados, eso sí, teniendo en cuenta de dónde parten las distintas universidades para no agrandar las diferencias de trato entre ellas que no se deriven de méritos una vez realizada una ponderación entre sus posibilidades y sus logros.
Gestión de la Universidad
Me parece evidente que el modelo actual de gestión de las universidades no funciona. Bajo la excusa de la autonomía universitaria, muchas universidades se han convertido en un nido de arbitrariedad y nepotismo, de despilfarro y trampolín para otras ambiciones. Los rectores han sido un grupo de presión muy importante en ocasiones, lo que en sí no es especialmente malo, si no fuera porque su guía no es siempre ni mucho menos el interés común (recuérdese la reacción de muchos de ellos frente a aspectos que no les gustaban –porque les recortaban poder, básicamente- de la original LOU). El que las competencias sobre Universidad las posean muy mayoritariamente las Comunidades Autónomas ha dado lugar a desigualdades de trato y de oportunidades para las universidades de unos y otros territorios que no tienen justificación posible. La mal entendida democracia en los órganos universitarios ha conducido a situaciones esperpénticas, como, por ejemplo (entre otros muchos), que el administrativo de un departamento decida, por el juego de los votos, sobre la necesidad de convocar una plaza de profesorado, sobre el plan docente de una asignatura o sobre la propuesta de tribunal de una tesis doctoral. El que los puestos directivos de los órganos universitarios recaigan en todos los niveles en los propios académicos ha propiciado redes de clientelismo, abuso de las conjuras y las listas (blancas o negras) y, muy a menudo, deterioro de las funciones docentes e investigadoras que son propias de esas personas.
Las soluciones no son fáciles. Algunas pautas generales que no es posible desarrollar aquí deben ser, en mi opinión, un proceso de desburocratización, eliminación de la demagogia pseudodemocrática, profesionalización de la gestión y, aunque sé que no suena políticamente correcto, recuperación por el Estado de las competencias sobre la Universidad. Especial explicación requeriría la idea de profesionalización de la gestión, pues caben diferentes modelos, como los que existen en distintos países. No defiendo la exclusión total de los académicos de la gestión universitaria, pero sí la reducción de puestos que deban ser ocupados por ellos. Tampoco me parece plausible la traslación absoluta de los principios de gestión empresarial a la Universidad, menos aún, como parece anunciarse en estos días, si ello va acompañado de un enorme margen de discrecionalidad en diversos aspectos (como la política de nombramientos de cargos de gestión, el diseño de la plantilla, etc.) para los rectores, pero sí el establecimiento de una mayor racionalidad.
Los estudios universitarios
El llamado proceso de Bolonia posee aspectos positivos, como la intención de unificar en buena medida las carreras universitarias, de modo que pueda haber un reconocimiento automático de las titulaciones en los países europeos, la promoción de trabajo del estudiante bajo la tutela del profesor en grupos de pocos alumnos, etc. Por cierto, algunas de esas cosas ya se venían haciendo en ciertos países europeos desde hace tiempo, como era el caso que mejor conozco, el de Alemania, con bibliotecas llenas de alumnos (y, claro, de libros y revistas), preparando sus temas concienzudamente tras asistir a unas no muy numerosas clases magistrales donde el profesor esbozaba los principales puntos de la materia que después debían profundizar en seminarios y estudio personal; los resultados eran magníficos. En todo caso, el diseño boloñés general debe de tener algún defecto importante cuando distintos países con buena educación superior lo rechazan para ciertas titulaciones al menos (Alemania lo rechazó para los estudios de Derecho nada menos que en el pacto de gobierno de la anterior “gran coalición” entre democristianos y socialdemócratas). Pero mucho peor es, según creo, nuestra Bolonia nacional: se habla de convergencia y se permite que cada Universidad diseñe libremente sus propios títulos, de modo que no puedan converger ni siquiera entre sí (los controles posteriores no garantizan tal convergencia, pues quienes han de realizarlos parecen más preocupados por las políticas de género, la transversalidad de las competencias o la “empleabilidad” y la reducción del fracaso escolar que por los contenidos y la formación de profesionales sólidos). Hay excepciones: los títulos de grado con directrices europeas sobre todo (con ciertas cosas no se juega).
En definitiva, nos encontramos con grados insuficientes, especialmente en disciplinas con amplio corpus científico y tradición universitaria, en duración y en contenidos, con másteres, a menudo implementados antes que los grados (¡!) que con frecuencia ofrecen menor nivel de conocimientos, especialización y exigencia que los grados (a menudo por la formación previa heterogénea de los alumnos) y con un doctorado que parece tender a confinarse en universidades grandes. Además, todo ello se pretende establecer con frecuencia a coste cero o incluso reduciendo plantilla de profesorado (menos créditos, menos necesidades de profesorado), ignorando y haciendo así imposibles las pretensiones positivas del nuevo sistema (grupos pequeños, seminarios, bibliotecas bien dotadas para el trabajo individual del alumno, etc.).
Aunque no tiene visos de poder conseguirse, creo que habría que invertir en buena medida el proceso: grados con una buena parte de materias comunes en la misma carrera en las distintas universidades y con una duración adecuada a la carrera de que se trate, másteres que garanticen un avance en la formación y especialización, y refuerzo de los estudios de doctorado, entre otras cosas, promocionando su reconocimiento laboral y social. Y, desde luego, es precisa la dotación de recursos humanos y materiales adecuada, dentro del marco de una nueva y suficiente financiación de las universidades en el modelo que se apuntó más arriba.
Los profesores e investigadores
No es posible continuar con la actual política de profesorado, que establece cosas tan absurdas como que se procurará la igualdad de hombres y mujeres en tribunales, órganos de la universidad y hasta equipos de investigación, y desatiende otras como la verdadera implantación de los principios de capacidad y mérito en la selección y evaluación del profesorado.
En cuanto a los procedimientos de selección de los profesores funcionarios, la LRU estableció un sistema fuertemente endogámico y carente (de facto) de publicidad, que demostró su fracaso. La LOU (aunque confesaré aquí para no resultar sospechoso, que no tengo grandes simpatías por el partido que la impulsó, el PP) optó por un modelo, el de habilitación, que no es perfecto, pero que creo que contenía elementos favorables a la mayor igualdad y a la publicidad de las pruebas, aunque no se libró del todo de la influencia de las “escuelas”, mal entendidas éstas como grupos de poder, y en su aplicación tal vez hubo una excesiva restricción en el número de posibles habilitados (otros cacareados inconvenientes del sistema habrían sido fácilmente corregibles creando un centro estatal de pruebas de habilitación –en Madrid o en Teruel, aunque Madrid habría sido el lugar más cómodo para todos, precisamente por su “centralismo” geográfico- y concentrando las fechas de celebración de pruebas en ciertos meses del año). Aunque a la vez creó una vía contractual paralela que arroja bastantes sombras. La LOMLOU ha cambiado al proceso de acreditación nacional, en el que personas que pueden no saber nada de la materia, juzgan, con unos informes no vinculantes de expertos (anónimos, no faltaba más), la idoneidad de los candidatos, que pueden ser mudos, pues no tienen que realizar ninguna intervención ni pueden defender personalmente sus méritos, a partir de unos supuestos indicios objetivos (tan objetivos que no hace falta, por ejemplo, ver las publicaciones de los candidatos). Una vez acreditado, el candidato, si tiene la suerte, muy desigual entre universidades, de que la suya (en otra es difícilmente pensable) convoque una plaza de su categoría y área, ya sí tendrá que hablar … aunque ante un tribunal montado ad hoc para él: un poco tarde, ¿no?
Muchos temieron que el sistema fuera un coladero. Sin embargo, ha habido de todo: acreditaciones escandalosas (y otras justas), denegaciones igualmente escandalosas (y otras justas), y, el colmo, hasta acreditaciones por silencio administrativo positivo. Pero, sobre todo, es un sistema muy imperfecto e injusto: sin edad es prácticamente imposible llegar a Catedrático, por brillante que sea el sujeto y enormes sus méritos (en cambio, con cierta antigüedad y un número considerable de aportaciones, aunque no valgan demasiado, la cosa se facilita mucho), la falta de argumentación en las resoluciones es a menudo clamorosa reforzando la opacidad del proceso, se han exigido para ser Profesor Titular cosas tan absurdas como haber dirigido tesis o haber sido investigador principal de proyectos de investigación, cuando en muchas disciplinas ello es prácticamente imposible y además desvertebraría los grupos de investigación, se ha exigido dirigir trabajos de fin de grado o máster cuando esas enseñanzas todavía no estaban implantadas en la universidad del candidato, se fía la calidad de las publicaciones al impacto o indexación de las revistas (supuesto criterio objetivo), cuando los índices correspondientes no existen en mucha disciplinas o no existían en el momento de la publicación o los que empiezan a existir son contradictorios entre sí, se valora demasiado la gestión universitaria, los cursos (algunos esperpénticos) de actualización pedagógica (iguales para un físico nuclear que para un americanista, ¡qué más da el contenido!), etc.
Debe modificarse el sistema profundamente, de modo que la selección del profesorado se lleve a cabo por especialistas altamente cualificados a los que se garantice cierta estabilidad, que puedan actuar de forma independiente, que puedan examinar los méritos de los candidatos detenidamente (por ejemplo, leer sus publicaciones, si bien podrán fiarse de índices de impacto en las disciplinas –no tantas- en que éstos estén firmemente consolidados y aceptados con carácter general), que fundamenten minuciosamente sus resoluciones en un proceso que admita verdadera contradicción de los afectados, etc. Los méritos exigidos deben centrarse en la docencia y la investigación (con su consecuencia de transferencia), siendo otros méritos (otra actividad profesional, gestión universitaria, etc.) valorables de modo marginal y complementario, sin que sean necesarios para alcanzar la más alta valoración.
Por otra parte, el profesorado, que debe estar bien remunerado y tener alicientes para rendir más en su trabajo, debe estar sometido a exigencias serias. No son tales las evaluaciones que se realizan actualmente y las que se proponen desde la ANECA (en que, por ejemplo, un criterio negativo en la valoración del profesor es que suspenda mucho), en buena medida puro maquillaje y populismo barato. Debe controlarse sin embargo que el profesor cumpla con sus obligaciones docentes (a veces se hace, pero más sobre el papel, dando por buena la carga docente de ciertos profesores que no la desarrollan ni de lejos y, en casos excepcionales, aunque no tan infrecuentes, apenas pisan su universidad). Pero a menudo se olvida la investigación; en ciertas universidades escuece y hace brotar sarpullidos sólo mencionar que los sexenios se van a tener en cuenta, por ejemplo, para descargar parcialmente de docencia a un profesor (no tanto escándalo crean las descargas por puestos de gestión retribuidos). Pues bien, contra lo que a menudo se oye, la mayoría de los profesores (y deberían ser todos) tienen obligaciones investigadoras (evidentes en otro personal investigador de las universidades). Sería bueno que las universidades premiaran de algún modo a quienes destacan en ella, pero más importante aún, que controlaran, exigiendo responsabilidad, a los muchos que, una vez obtenida su plaza, se olvidan de investigar para siempre o lo hacen muy escasamente. Así no todos seríamos iguales, en ese afán de igualitarismo tonto que invade la política universtaria y se potenciaría lo que es un signo distintivo de la Universidad frente a otras instituciones de enseñanza.
Los estudiantes
Nadie puede poner en duda que los estudiantes son pieza clave de la Universidad. Con la pérdida de estudiantes en muchas titulaciones se ha abierto a menudo lo que podríamos llamar la “caza o pesca del alumno”. Hay que ofrecer alicientes para captar a nuevos alumnos y mantener a los que se tienen. Ello no me parece mal, siempre que lo que se ofrezca sea mayor calidad (incluso en competencia con otras universidades), mejores medios para la formación (incluidos mejores profesores), títulos bien elaborados, controles serios que garanticen la formación del estudiante, sólidos conocimientos científicos y profesionales, etc. Así debería ser en el futuro. Porque, en el presente, con notables excepciones, tiende a captarse alumnos proclamando (en voz baja, claro, pero extendida) la menor exigencia para así evitar tasas altas de fracaso escolar, la “empleabilidad” (que no es lo mismo que la preparación para ser un muy buen profesional), simplones apuntes “on line”, gran cantidad de supuestos “derechos” y pocas obligaciones, “caramelitos” como el aprobado por compensación, etc., e incluso como gran reclamo (más bien en las universidades privadas, es verdad, hermosos campus e instalaciones deportivas). En vez de promover el espíritu crítico y la lectura, se les repiten los mismos apuntes año tras año, sin mayor queja por parte de los propios alumnos, sobre todo si el profesor es simpático y con tendencia a aprobar mucho. El alumno es a menudo un dios autocomplaciente, inmaduro y mimado por quienes obtienen su dinero y, más aún, su silencio ante su incompetencia o vagancia como profesores o sus votos para el carguete correspondiente. Naturalmente la culpa no es sólo de los estudiantes, sino también del sistema educativo en niveles previos y en la propia universidad, de los padres, de los profesores, de los gestores universitarios y hasta de quienes les van a recibir luego como profesionales. Por supuesto, hay muchos alumnos muy diferentes, que trabajan, discurren, se esfuerzan y saben que las exigencias de hoy son beneficios para mañana. Ellos deben ser nuestro centro de atención.
El panorama debería cambiar radicalmente: los estudiantes deben tener derechos y garantías en las cuestiones que realmente importan, deben recibir (es un derecho básico) y exigir una enseñanza de calidad, una docencia actualizada y no basada en apuntes descoloridos, conectada con la investigación, que potencie sus hábitos de crítica y profundización en la materia de estudio, que se base en la lectura de textos y material propio de la disciplina, que aúne teoría y práctica, que los forme como buenos profesionales. Todo ello tiene como requisito una exigencia estricta al estudiante y un esfuerzo continuado por su parte, de modo que también brillen aquí los principios de capacidad y mérito, que todos puedan llegar al máximo sin discriminaciones (sobre todo por su origen socio-económico), pero de modo que sólo lleguen los que se lo merecen. Hay que despedir el “alumnismo barato” y suplantarlo por la verdadera calidad y exigencia a todos los implicados en la educación.
El personal de administración y servicios
Terminaré muy brevemente señalando que el personal de administración y servicios tampoco puede ser contemplado, como hoy lo es con cierta frecuencia, como cantera de votos electorales para los gestores de la Universidad. Su selección debe ser limpia y seria, debe tenderse a su estabilidad y, a la vez, control estricto de cumplimiento de tareas, a su retribución digna, deben reducirse al máximo los puestos de libre designación, debe existir un número suficiente de empleados bien distribuidos para atender a las necesidades de gestión relacionadas con la docencia y la investigación. En definitiva, lo más importante es que se cobre conciencia de que el personal de administración y servicios no es un grupo frente y a menudo contra el personal docente e investigador (y viceversa), sino que ambos grupos trabajan conjuntamente, desde tareas y obligaciones bien diferenciadas, por el bien común y los fines y funciones de la Universidad. Aunque hay grandísimos profesionales en la Universidad, no siempre se consigue que la mayoría la entienda y la sienta como algo suyo y no como algo de otros que les imponen tareas y trabajos que, a ser posible, eluden.
Reflexión final
En fin, una Universidad como la aquí esbozada en ciertos puntos y de manera incompleta sería, en mi opinión, bastante mejor que la actual. No obstante, los tiempos que corren y los proyectos que se presentan parecen no apuntar ni mucho menos en este sentido.
Además, una reforma (o contrarreforma) profunda de la Universidad requiere una gran pacto de Estado entre las diversas fuerzas políticas, que, aunque se anuncia, parece hoy difícil de conseguir, y, claro, que esas fuerzas se guíen sólo por el interés común y no por la demagogia de los votos. Sería bueno además informar a la sociedad (si se quiere ser más prosaico, a los contribuyentes) de lo que de verdad se hace en la Universidad con sus recursos y que sea la sociedad la que reclame, con conocimiento de causa, una Universidad mejor. Hoy por hoy la Universidad es una gran desconocida para la sociedad, me temo que en parte interesadamente y en buena medida por desidia y desinterés de ambas.
Soy pesimista, pero espero equivocarme.
*Miguel Díaz y García Conlledo es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de León.
El presente texto fue presentado en la reunión sobre el futuro de la universidad celebrada en Madrid el 18 de febrero y organizada por la Fundación Ciudadanía y Valores.

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