Es conocida la carta que Guillermo von Humboldt escribió a su hermano Alejandro, el naturalista, en la que le contaba sus experiencias en un viaje por España: «las carreteras no están mal, la gente es inteligentísima, e incluso hay intelectuales interesantes, cosa sorprendente, pues no he visto nada más lamentable que el sistema educativo español ». Y esto lo decía Humboldt a fines del siglo XVIII.
Y yo lo leí en entrevista hecha a Emilio Lledó en 1997, publicada por la La Junta de Castilla-León. Una carta verdaderamente deliciosa. Relata en ella que paseaba con su hijo por el Retiro cuando preparaba éste su Selectividad. «Yo le explicaba los temas de filosofía, y en concreto, la dialéctica de Hegel y Marx. Yo me dí cuenta de que sería incapaz de escribir una hora y media sobre ello, y entonces percibí que, desde esa organización siniestra de la enseñanza, no me quedaba más remedio que hacerle unos apuntes. Ese es el caldo de cultivo del antilibro, de la antibiblioteca». «Nos hemos
formado en un mundo donde los libros no han sido fundamentales; hemos estudiado con apuntes, sin saber que la formación universitaria se fundamenta en la biblioteca; en el libro, y no en esa cosa pragmática, pequeña, raquítica, de los apuntes para aprobar un examen en el que hay que devolver copiado al profesor aquel esquema que meses antes nos escribió en la pizarra».
Titulé «Delenda est Bolonia» el artículo para La Tribuna del mes pasado, con lo que nadie puede dudar de mi escasa simpatía hacia la reforma de los planes de estudios de Derecho, o al menos hacia muchos de los extremos que solo pueden estremecer a cualquier observador imparcial. Pero al menos dejé entornada la ventana de la esperanza para que por ella entre la ilusión de que, al menos, el proceso de Bolonia pueda servir para que los docentes seamos capaces de asumir que el sistema de la enseñanza del Derecho en España no puede soportar ni un minuto más su actual inmundicia. Y estaba preparando el artículo para La Tribuna de este mes cuando el profesor Sergio Llebaría Samper, compañero de la Universidad Ramón Llull (ESADE) me ha hecho llegar su obra «El proceso de Bolonia: la enseñanza del Derecho a juicio… ¿Absolución o condena?» (ed. Bosch, 2009). El libro merece la pena desde todos los puntos de vista y deberían leerlo todos los profesores de Derecho, o al menos, los que se hallen preocupados –aunque sea un poquito–, tanto por lo que ha de venir como –lo que es mucho más importante– por lo que es este desastre absoluto en el que andamos todos enfangados.
Y es que la actual situación solo puede merecer una condena sin paliativos. Sergio Llebaría dice que los hechos probados son los siguientes, y seguro que él permite que yo añada algún tipo de glosa:
1. «El desprestigio de la docencia ». Por lo general, ni la enseñanza ni el aprendizaje han preocupado nada a las autoridades y a los profesores. Hay alumnos que siguen esperando que el profesor sea quien exhiba todo el contenido de las lecciones que después van a entrar para examen. Y esto tenía su explicación en la Universidad medieval, en la que la escasez o el elevadísimo coste de los libros convertían forzosamente al profesor en un sustituto del manual. Algo que sigue teniendo su explicación en aquellas disciplinas que, por su propia juventud, no han desarrollado todavía de manera sintética una oferta amplia de manuales. Pero en una disciplina como el Derecho civil, por poner un ejemplo, el profesor no está para dar apuntes. Las clases no sustituyen al manual: éste es ya el instrumento imprescindible, máxime cuando nuestro Derecho civil cuenta con tan abundante manualística, y además tan buena. El profesor que dicta apuntes no se ha dado cuenta de que la imprenta se inventó hace mucho tiempo, ni de que desde hace mucho tiempo vive el mundo en la galaxia Gutenberg (aunque cuidado con los excesos de la galaxia Bill Gates). Recurre al cómodo sistema del dictado de apuntes porque ignora la profundidad del pozo de su ignorancia. En ese margen, deseablemente creciente conforme avanza la carrera académica, entre lo que en clase se cuenta y lo que el profesor sabe de verdad, los hay que siempre tienen ante sí la misma superficie, inmutable y virgen.
Junto a ellos, hay también mucho pseudoprofesor, mucho encargado de curso que no lleva a cabo la actividad a que debe su nombre: profesar. Que prefiere satisfacer los deseos de la gran masa, interesada sólo en obtener un aprobado. Suelen ser también los que, por no hacer investigación, no tienen legitimación alguna para hacer una crítica a una opinión doctrinal (aunque la hacen sin rubor alguno), porque, sencillamente, no forman parte de la comunidad científica. Hay alguno a quien padezco en mi Departamento que lleva sin publicar una sola línea más de quince años, pero reclama que se le adjudique una ponencia en el Seminario de profesores en la que contar sus ideas sobre la posesión.
2. «El aprendizaje fingido». Dice el autor que se ha abusado de la memoria frente a otras capacidades intelectuales y cognitivas. A mí me gusta que los alumnos utilicen el Código civil en el examen. Contra lo que dice el refrán, el saber sí ocupa lugar. Es tan inútil aprender más o menos ordenadamente un catálogo de normas jurídicas como aprender un listín de teléfonos o un diccionario. Aprender artículos de memoria quita al Derecho, a su explicación e investigación, todo su carácter científico y racional.
3. «El divorcio generacional». Denomina Llebaría así a la actitud de los profesores que siguen explicando de la misma manera año tras año, sin preocuparse por las diferencias que cada promoción va presentando. Suele tratarse de los mismos que dictan apuntes, cuando además lo hacen utilizando los folios, ya amarillentos, que comenzaron a dictar allá en sus primeros años.
4. «El monopolio institucional ». A mi juicio, es éste el más vergonzoso de los pecados docentes. En efecto, «la organización y ejecución de los estudios, desde los horarios hasta la coordinación entre profesores, ha estado más pensada en la conveniencia de estos últimos que en las necesidades de los alumnos». Una disciplina que, como el Derecho civil, se enseña a lo largo de toda la carrera, no puede tolerar que haya quien solamente explica y se interesa por una de las cuatro asignaturas. Que haya quien proclama sin vergüenza que seguirá explicando Derecho de familia los años que le restan hasta la jubilación, porque «a estas alturas, cuesta mucho actualizarse en Derecho de obligaciones o en Derechos reales». Y sobre todo, que haya quien, para defender esa vagancia, apelan a la categoría y la antigüedad y con ello no permiten que los profesores jóvenes y que todavía son animosos y mantienen la ilusión, puedan explicar todos los programas de que consta el Derecho civil. Y vaya por delante que quienes tenemos o hemos tenido la función de organizar la docencia de los Departamentos, no hemos sido capaces de abatir esta ridícula manera de sacramentalizar los vicios y las estulticias de la función pública.
5. «La desmotivación profesional». Las políticas de incentivos no han servido para motivar y dinamizar al profesorado. Y así seguirá siendo si los responsables ministeriales no hacen caso a quienes se esfuerzan en demostrar que los méritos científicos no pueden medirse al peso. O que ejercer un cargo académico no es un mérito científico, porque quien ha desempeñado el cargo durante ocho años merecerá, por supuesto, que le retribuyan bien, que le organicen una cena homenaje o que le entreguen una placa conmemorativa, pero ocho años de cargo no son ocho libros escritos.
6. «El síndrome de Leviatán». Buena manera la del profesor Llebaría de describir el padecimiento de la dirección de las estructuras universitarias. El poder concebido –dice– «en clave de garantizar el continuismo», y «el inmovilismo como fórmula para blindar la satisfacción de determinados intereses». Un padecimiento en el que se dan cita los anteriores. Y también otros poco explorados aún. Alguien tendrá que explicar la razón oculta que llevó a que el Tribunal Constitucional decidiera que la autonomía universitaria tiene categoría de derecho fundamental. Una categoría que ha provocado que durante los últimos veinte años, un Catedrático de Derecho procesal de la Universidad de Murcia –por poner un ejemplo–, si quería optar a una plaza de otra Universidad –aunque sea de inferior categoría–, tenía que examinarse de nuevo. La autonomía universitaria como derecho de más rango que la igualdad de los ciudadanos ante la ley, pues un Magistrado de Pamplona –sigamos con los ejemplos–, si quiere cambiar de destino y aspira a ocupar una vacante en un Juzgado de Primera Instancia de Talavera, desde luego que no tiene que volver a hacer la oposición de Judicatura. Pero ahora le dirán al procesalista que esté tranquilo, que ya está «acreditado», junto con esos otros a los que unos señores que profesan la Comunicación Audiovisual, la Historia de la Educación y, a lo sumo, el Derecho tributario han otorgado el ansiado pasaporte de «acreditado».Ya pueden todos presentarse a la prueba que convoque la apetecida Universidad…
Si la reforma sirviera como pretexto para acabar con tanta basura, que vayan tres hurras por la reforma. Pero hará falta que el Estado español cumpla con el primer requisito pactado para comenzar el proceso de Bolonia: la financiación. Hay criterios imprescindibles para medir la categoría de un país, y uno de ellos es el presupuesto que dedica a la Educación en todos sus niveles.
Y no sigo, porque me quedo sin espacio…
Y yo lo leí en entrevista hecha a Emilio Lledó en 1997, publicada por la La Junta de Castilla-León. Una carta verdaderamente deliciosa. Relata en ella que paseaba con su hijo por el Retiro cuando preparaba éste su Selectividad. «Yo le explicaba los temas de filosofía, y en concreto, la dialéctica de Hegel y Marx. Yo me dí cuenta de que sería incapaz de escribir una hora y media sobre ello, y entonces percibí que, desde esa organización siniestra de la enseñanza, no me quedaba más remedio que hacerle unos apuntes. Ese es el caldo de cultivo del antilibro, de la antibiblioteca». «Nos hemos
formado en un mundo donde los libros no han sido fundamentales; hemos estudiado con apuntes, sin saber que la formación universitaria se fundamenta en la biblioteca; en el libro, y no en esa cosa pragmática, pequeña, raquítica, de los apuntes para aprobar un examen en el que hay que devolver copiado al profesor aquel esquema que meses antes nos escribió en la pizarra».
Titulé «Delenda est Bolonia» el artículo para La Tribuna del mes pasado, con lo que nadie puede dudar de mi escasa simpatía hacia la reforma de los planes de estudios de Derecho, o al menos hacia muchos de los extremos que solo pueden estremecer a cualquier observador imparcial. Pero al menos dejé entornada la ventana de la esperanza para que por ella entre la ilusión de que, al menos, el proceso de Bolonia pueda servir para que los docentes seamos capaces de asumir que el sistema de la enseñanza del Derecho en España no puede soportar ni un minuto más su actual inmundicia. Y estaba preparando el artículo para La Tribuna de este mes cuando el profesor Sergio Llebaría Samper, compañero de la Universidad Ramón Llull (ESADE) me ha hecho llegar su obra «El proceso de Bolonia: la enseñanza del Derecho a juicio… ¿Absolución o condena?» (ed. Bosch, 2009). El libro merece la pena desde todos los puntos de vista y deberían leerlo todos los profesores de Derecho, o al menos, los que se hallen preocupados –aunque sea un poquito–, tanto por lo que ha de venir como –lo que es mucho más importante– por lo que es este desastre absoluto en el que andamos todos enfangados.
Y es que la actual situación solo puede merecer una condena sin paliativos. Sergio Llebaría dice que los hechos probados son los siguientes, y seguro que él permite que yo añada algún tipo de glosa:
1. «El desprestigio de la docencia ». Por lo general, ni la enseñanza ni el aprendizaje han preocupado nada a las autoridades y a los profesores. Hay alumnos que siguen esperando que el profesor sea quien exhiba todo el contenido de las lecciones que después van a entrar para examen. Y esto tenía su explicación en la Universidad medieval, en la que la escasez o el elevadísimo coste de los libros convertían forzosamente al profesor en un sustituto del manual. Algo que sigue teniendo su explicación en aquellas disciplinas que, por su propia juventud, no han desarrollado todavía de manera sintética una oferta amplia de manuales. Pero en una disciplina como el Derecho civil, por poner un ejemplo, el profesor no está para dar apuntes. Las clases no sustituyen al manual: éste es ya el instrumento imprescindible, máxime cuando nuestro Derecho civil cuenta con tan abundante manualística, y además tan buena. El profesor que dicta apuntes no se ha dado cuenta de que la imprenta se inventó hace mucho tiempo, ni de que desde hace mucho tiempo vive el mundo en la galaxia Gutenberg (aunque cuidado con los excesos de la galaxia Bill Gates). Recurre al cómodo sistema del dictado de apuntes porque ignora la profundidad del pozo de su ignorancia. En ese margen, deseablemente creciente conforme avanza la carrera académica, entre lo que en clase se cuenta y lo que el profesor sabe de verdad, los hay que siempre tienen ante sí la misma superficie, inmutable y virgen.
Junto a ellos, hay también mucho pseudoprofesor, mucho encargado de curso que no lleva a cabo la actividad a que debe su nombre: profesar. Que prefiere satisfacer los deseos de la gran masa, interesada sólo en obtener un aprobado. Suelen ser también los que, por no hacer investigación, no tienen legitimación alguna para hacer una crítica a una opinión doctrinal (aunque la hacen sin rubor alguno), porque, sencillamente, no forman parte de la comunidad científica. Hay alguno a quien padezco en mi Departamento que lleva sin publicar una sola línea más de quince años, pero reclama que se le adjudique una ponencia en el Seminario de profesores en la que contar sus ideas sobre la posesión.
2. «El aprendizaje fingido». Dice el autor que se ha abusado de la memoria frente a otras capacidades intelectuales y cognitivas. A mí me gusta que los alumnos utilicen el Código civil en el examen. Contra lo que dice el refrán, el saber sí ocupa lugar. Es tan inútil aprender más o menos ordenadamente un catálogo de normas jurídicas como aprender un listín de teléfonos o un diccionario. Aprender artículos de memoria quita al Derecho, a su explicación e investigación, todo su carácter científico y racional.
3. «El divorcio generacional». Denomina Llebaría así a la actitud de los profesores que siguen explicando de la misma manera año tras año, sin preocuparse por las diferencias que cada promoción va presentando. Suele tratarse de los mismos que dictan apuntes, cuando además lo hacen utilizando los folios, ya amarillentos, que comenzaron a dictar allá en sus primeros años.
4. «El monopolio institucional ». A mi juicio, es éste el más vergonzoso de los pecados docentes. En efecto, «la organización y ejecución de los estudios, desde los horarios hasta la coordinación entre profesores, ha estado más pensada en la conveniencia de estos últimos que en las necesidades de los alumnos». Una disciplina que, como el Derecho civil, se enseña a lo largo de toda la carrera, no puede tolerar que haya quien solamente explica y se interesa por una de las cuatro asignaturas. Que haya quien proclama sin vergüenza que seguirá explicando Derecho de familia los años que le restan hasta la jubilación, porque «a estas alturas, cuesta mucho actualizarse en Derecho de obligaciones o en Derechos reales». Y sobre todo, que haya quien, para defender esa vagancia, apelan a la categoría y la antigüedad y con ello no permiten que los profesores jóvenes y que todavía son animosos y mantienen la ilusión, puedan explicar todos los programas de que consta el Derecho civil. Y vaya por delante que quienes tenemos o hemos tenido la función de organizar la docencia de los Departamentos, no hemos sido capaces de abatir esta ridícula manera de sacramentalizar los vicios y las estulticias de la función pública.
5. «La desmotivación profesional». Las políticas de incentivos no han servido para motivar y dinamizar al profesorado. Y así seguirá siendo si los responsables ministeriales no hacen caso a quienes se esfuerzan en demostrar que los méritos científicos no pueden medirse al peso. O que ejercer un cargo académico no es un mérito científico, porque quien ha desempeñado el cargo durante ocho años merecerá, por supuesto, que le retribuyan bien, que le organicen una cena homenaje o que le entreguen una placa conmemorativa, pero ocho años de cargo no son ocho libros escritos.
6. «El síndrome de Leviatán». Buena manera la del profesor Llebaría de describir el padecimiento de la dirección de las estructuras universitarias. El poder concebido –dice– «en clave de garantizar el continuismo», y «el inmovilismo como fórmula para blindar la satisfacción de determinados intereses». Un padecimiento en el que se dan cita los anteriores. Y también otros poco explorados aún. Alguien tendrá que explicar la razón oculta que llevó a que el Tribunal Constitucional decidiera que la autonomía universitaria tiene categoría de derecho fundamental. Una categoría que ha provocado que durante los últimos veinte años, un Catedrático de Derecho procesal de la Universidad de Murcia –por poner un ejemplo–, si quería optar a una plaza de otra Universidad –aunque sea de inferior categoría–, tenía que examinarse de nuevo. La autonomía universitaria como derecho de más rango que la igualdad de los ciudadanos ante la ley, pues un Magistrado de Pamplona –sigamos con los ejemplos–, si quiere cambiar de destino y aspira a ocupar una vacante en un Juzgado de Primera Instancia de Talavera, desde luego que no tiene que volver a hacer la oposición de Judicatura. Pero ahora le dirán al procesalista que esté tranquilo, que ya está «acreditado», junto con esos otros a los que unos señores que profesan la Comunicación Audiovisual, la Historia de la Educación y, a lo sumo, el Derecho tributario han otorgado el ansiado pasaporte de «acreditado».Ya pueden todos presentarse a la prueba que convoque la apetecida Universidad…
Si la reforma sirviera como pretexto para acabar con tanta basura, que vayan tres hurras por la reforma. Pero hará falta que el Estado español cumpla con el primer requisito pactado para comenzar el proceso de Bolonia: la financiación. Hay criterios imprescindibles para medir la categoría de un país, y uno de ellos es el presupuesto que dedica a la Educación en todos sus niveles.
Y no sigo, porque me quedo sin espacio…
*Publicado en La Tribuna del Derecho, junio de 2009.
**Mariano Yzquierdo Tolsada es Catedrático de Derecho civil (Universidad Complutense) y Consultor CMS Albiñana & Suárez de Lezo (Derecho civil y Propiedad Intelectual).
soy alumno del profesor autor de cuyas glosas citas y dejeme decirle que he llegado desde sudamerica y realmente el sistema que se tiene es penoso , no en el nivel reconosco que es mucho mas alto que en cualquier país de latinoamerica , pero el sistema que se quiere encontrar o se esta siguiendo es tan pesimo como agobiador , sinceramente no lo entiendo .
ResponderEliminaren lo que respecta a su articulo describe practicamente lo que siento , con mis respeto usted es un crack
se me olvidaba mencionar que hay profesores que son tan buenos pero tan buenos que deberian estar como los dioses del olimpo ; lo digo con nombre y apellidos; dos civilistas y una romanista
ResponderEliminarsergio llebaria
francisco rivero
paula dominguez
El Dr. Sergio Llebaria Samper tiene un don pedagogico. Es un excelente profesor, junto a Nuria Gines en el departamento de Civil.
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