FANECA

domingo, 20 de junio de 2010

ÍNDICE del nº 20 de FANECA

- Si hoy es lunes, esto es evaluación continua. Por Jacobo Dopico Gómez-Aller.


- Una historia para irnos con buen sabor de boca. Por Miguel Díaz y García Conlledo.

- La FANECA se va de vacaciones. Por los editores.

Si hoy es lunes, esto es evaluación continua. Por Jacobo Dopico Gómez-Aller

¡Cómo! ¿Que no hace usted evaluación continua? Es usted un paria, amigo. Es como si no supiese hacer usted Power Points, o algo peor.

Como en tantas cosas en este “proceso de Bolonia” de nuestros pecados, la confusión que reina sobre qué es, para qué sirve y cómo debe aplicarse la evaluación continua es total. Por todo ello, han terminado imponiéndose en ocasiones auténticas caricaturas de la evaluación continua, que poco o nada tienen que ver con lo que realmente se debería haber implantado.

La evaluación continua plantea un modelo de valoración del aprendizaje del estudiante (¡no del “proceso de aprendizaje”, por favor!) que aporta grandes ventajas sobre el puro sistema de evaluación final, entre las cuales destacan:

1) La evaluación deja de ser un juego de sorpresa final. El estudiante va sabiendo desde el principio qué es lo que se espera de él, cómo se le va a evaluar, etc. Le ofrece un feed-back (¡perdón!) continuo sobre lo que dista entre lo aprendido y lo que se espera de él.
2) Fomenta un estudio continuado e impide que los estudiantes se desvinculen durante el curso para darse un atracón al final del curso. En este sentido, es una medida de disciplina que favorece un aprendizaje más paulatino y asentado.

Para lograr el objetivo 1 sólo necesita que se hagan pruebas a lo largo del curso y que el resultado de su evaluación esté muy pronto a disposición de los alumnos (las llamadas “evaluaciones preventivas”). En mi experiencia, los alumnos participan voluntariamente en estas pruebas y se lo toman como una oportunidad para autoevaluarse. Además, valoran el apoyo del profesor en ese punto. Pero no hace falta que las pruebas tengan valor a efectos de la nota final. De hecho, como veremos a continuación, otorgarle valor curricular a estas pruebas puede ser contraproducente.

El objetivo 2, en tanto que medida de disciplina, parte de introducir un incentivo para que los alumnos aprendan de la manera que deben. Como truco docente, muy tuitivo de los alumnos, podremos estar o no de acuerdo con él (¿desresponsabiliza a los alumnos, introduciendo incentivos que no deberían ser necesarios para un tipo que ya es mayor de edad? ¿Se justifica por sus mejores resultados?), pero si se quiere desarrollar esta estrategia, es necesario conocer sus problemas operativos.

· En cursos muy cortos, como los que se implantan ahora (p. ej.: en un curso de once semanas), introducir por ejemplo tres pruebas de evaluación continua obliga a evaluar los conocimientos de alguien a la semana de haberle impartido la materia. Evidentemente, esta evaluación es muy superficial, pues no permite un mínimo asentamiento de lo aprendido.

· Por ello, si no se quiere banalizar la fundamental función selectiva de la evaluación en una institución que licencia a sus estudiantes para el ejercicio de profesiones regladas, no se puede destinar un porcentaje demasiado alto de la nota a esta función.

Produce rubor tener que recordar esto, pero siendo cierto que la evaluación puede ser útil desde muy diversas perspectivas (feed-back al alumno y al docente, incentivo para el aprendizaje, etc.), su función fundamental en una institución que expide un título es comprobar que no se habilita profesionalmente a alguien que carece de unos conocimientos mínimos.

A estos efectos, prácticas como evaluaciones al final de cada clase o pruebas una semana después de impartir la materia pueden ser útiles para que el alumno y el profesor valoren si se ha entendido lo expuesto, etc.; pero no pueden tener influencia decisiva en la calificación final del alumno, ya que como medio de valoración de lo aprendido son muy toscas. Si toda la vida hemos oído hablar de los defectos del examen escrito como prueba de evaluación... ¿cómo ignorar los defectos de micro-exámenes que ni siquiera son idóneos para valorar la globalidad de lo aprendido por el alumno?

[Permítanme un inciso: pretender emplear la evaluación continua como modo de fomento de la asistencia es un error craso. En términos instrumentales, si se pretende fomentar la asistencia lo más eficiente es “pasar lista” y desincentivar la ausencia mediante rebajas de nota o similares. Dejando aparte la posible objeción de desresponsabilización de una medida que ha sido calificada de antipedagógica, es una auténtica falsedad documental emitir una nota más alta a quien ha asistido a clase frente a quien no ha asistido, si éste último acredita un aprendizaje más profundo. La calificación del alumno es una información que la Universidad emite para la sociedad, y que debe reflejar unas capacidades y conocimientos del sujeto evaluado, pero no si ha asistido o no a clase].

Por último, quisiera señalar que hacer depender un porcentaje alto de la calificación plenamente de circunstancias como valoración de la intervención del alumno en los debates en seminario, etc. es de muy dudosa validez. Una cosa es poder modular en mayor o menor medida la calificación obtenida en una prueba atendiendo a estas circunstancias, y otra muy distinta obligar a que un porcentaje de la nota de todo alumno dependa de esta circunstancia. Y ello, porque:

- el alumno carece de garantías si quiere recurrir el juicio del profesor. Se trata de una evaluación intuitiva, de la que no puede depender una porción excesiva de la nota.
- una perspectiva realista de la dinámica de grupos en la enseñanza nos muestra que en muchísimos casos las personas cuya intervención puede ser valorada en términos materiales (no sólo como “interviene / no interviene”) son una minoría. ¿Cómo rellenar ese porcentaje de la nota para alumnos cuya intervención no es significativa?

A todo esto, deberían añadirse dos o tres cuestiones adicionales. La reducción de horas y contenidos que ha traído consigo el llamado proceso de Bolonia (algo que no se justifica desde los fundamentos teóricos de esta reforma) hace que, por ejemplo, la vieja asignatura de Derecho Penal Parte General (“Teoría Jurídica del Delito”) en mi Universidad se imparta en DOS SESIONES SEMANALES DURANTE ONCE SEMANAS: UNA MAGISTRAL Y UNA DE SEMINARIO. Aquí el profesor se encuentra con una situación canalla, pues todo el tiempo que dedique a actividades de aprendizaje activo o continuado es tiempo que se reduce de docencia:
- Si no dedica un buen tiempo a la evaluación, hace mal su trabajo.
- Pero si se celebran debates, exposiciones en clase, etc. se reduce aún más el tiempo para impartir la materia.

A este respecto, los alumnos -sobre todo en los primeros cursos- se quejan: “yo no vengo a clase para oír comentarios con frecuencia poco informados de mis compañeros, que en el mejor de los casos saben tanto como yo, sino para aprender de quien puede enseñarme: todo esto es tiempo perdido de trabajar directamente con el profesor”.

En resumen, la evaluación continua tiene posibilidades de éxito si se cumplen circunstancias como las siguientes:

- se destina suficiente tiempo a impartir la materia: sin no se cumple lo esencial, lo instrumental se torna un obstáculo.
- en cursos muy cortos no se debe hacer depender un porcentaje excesivo de la calificación final de las pruebas continuas.
- si no se pretende con ella medir la asistencia.

Muy bien. Ahora pasemos a “evaluar” un caso concreto: en mi Universidad, por una directriz de Rectorado, en TODAS las asignaturas (incluidas las que se imparten en nueve o diez semanas) se impone que la evaluación continua no puede tener un valor menor del 40 %.

Pues vaya.

Termino con la maravillosa escena final de Memento, donde Lenny dice: “Tengo que creer que mis actos aún tienen algún significado”.

A ver... ¿por dónde iba?”.

Lo más fácil, recortar las retribuciones de los funcionarios. Por Manuel J. Sarmiento Acosta*

No cabe duda de que los funcionarios públicos tienen hoy muy mala prensa. Basta con echar un vistazo a la prensa o a Internet para cerciorarse de ello. Las opiniones y exabruptos que allí se leen revelan crítica inmisericorde; más aún, abierta antipatía, cuando no ponzoñoso resentimiento que llega, incluso, al más primitivo y agraz de los desprecios. Se ve al funcionario como alguien vago, que tiende a saltarse su horario y sus deberes, maleducado y arrogante, que, para colmo, tiene el privilegio de la estabilidad en el empleo. Es obvio que esto no es así, y que la mayoría de los funcionarios y funcionarias son gente sensata, que han superado un riguroso proceso selectivo, y que hacen su trabajo como cualquiera. Pero en época de crisis se necesitan chivos expiatorios, muñecos con los que practicar el pin, pan pun y, por tanto, poder desahogarse para poder soportar mejor la que está cayendo. Es una reacción primitiva, pero cierta y muy eficaz, como saben muy bien perspicaces políticos, que aprovechan la menor ocasión para echar más leña al fuego, y ningunear al funcionario que, por otra parte, tanto necesitan, pues me gustaría saber cómo llevaría sin funcionarios la gestión diaria de una compleja Administración un político medio.
Con independencia de que el comportamiento de los funcionarios pueda ser criticable en algunos casos (todos nos hemos enfrentado en alguna ocasión con un policía prepotente, con un auxiliar administrativo tan riguroso como ineficaz, con un profesor o catedrático desdeñoso, o con un médico o un enfermero que se toma más confianzas que las aceptables en el trato social común, etc), es un hecho que el colectivo de los funcionarios, o, más ampliamente, de los empleados públicos, desempeña una labor esencial para el normal discurrir de un Estado social y democrático de Derecho. La gente debería recordar que la enseñanza, la sanidad, la justicia, el orden público o la seguridad, por poner ejemplos de servicios esenciales para el mantenimiento de unas condiciones mínimas para los ciudadanos, son servicios y trabajos que desarrollan con bastante corrección funcionarios, y que estas personas tienen derecho a percibir una retribución digna acorde con el esfuerzo que han realizado para poder ser nombrados funcionarios, y con el trabajo ordinario que hacen todos los días. ¿Es que, acaso, se pretende que hagan el trabajo gratis o por un sueldo simbólico?. ¿Es que se aspira a que los que más se han esforzado por encontrar un trabajo estable – piénsese en el esfuerzo que se necesita para aprobar, por ejemplo, una oposición para ser Abogado del Estado, o Fiscal o Juez, etc – sean tratados peor que los que no han demostrado tanto esfuerzo?. Hay que ser ecuánimes, y no dejarse llevar por la demagogia y los prejuicios ideológicos azuzados por políticos que sólo pretenden barrer para casa. No es admisible que personas que tienen una preparación de calidad vean reducidas sus retribuciones de forma injusta y sin consenso previo, y que esto se aplauda como si fueran los culpables de la debacle económica que otros han producido. Hay que decirlo sin circunloquios: reducir las retribuciones a los funcionarios es la respuesta más fácil, puesto que cuesta poco y, encima, los poco informados la aplauden como si fuera un logro para asegurar una mayor equidad, cuando lo que realmente sucede es que se ha optado por una solución demagógica e inicua, ya que por regla general el funcionario no percibe un gran sueldo (hay legión que son sólo mileuristas), y tiene que soportar otros problemas, como el acoso, la politización desmesurada en determinadas esferas de la Administración, la arbitrariedad con la que se otorgan determinadas retribuciones complementarias, etc, etc, que sencillamente se desconocen.

Por lo que se refiere al tan cacareado tema de la estabilidad en el empleo, que se mira como un privilegio, hay que afirmar que sencillamente no es así. La estabilidad en el empleo está preordenada a asegurar que el servicio se preste con profesionalidad, neutralidad y regularidad. ¿Se imaginan que cada vez que se ganen las elecciones los políticos de turno pudieran nombrar nuevos abogados del Estado, médicos, maestros, jueces, etc, etc? ¿Se ha pensado en la dimensión de injusticia, irracionalidad y locura colectiva que esto supondría, tal y como se las gastan los partidos políticos en estas cuestiones? Fue un destello de lucidez de Napoleón lo que permitió consolidar este sabio principio, inherente a la relación estatutaria que existe entre el Estado y el funcionario, cuando afirmaba ante el Consejo de Estado: “Yo deseo constituir en Francia un orden civil. Hasta el momento no existen en el mundo más que dos poderes: el militar y el eclesiástico. El incentivo de un gran poder y de una gran consideración eliminará esta antipatía filosófica que en ciertos países aleja a los más acomodados de los puestos públicos y entrega el Gobierno a los imbéciles y a los intrigantes. Yo quiero sobre todo una Corporación, porque una Corporación no muere nunca. Una Corporación que no tenga otra ambición que ser útil y otro interés que el interés público. Es necesario que este cuerpo tenga privilegios y que no sea demasiado dependiente de los Ministros ni del Emperador”. Esta forma de hablar, sin duda poco precisa (porque es claro que los funcionarios no son ni acomodados ni privilegiados), es reveladora de la necesidad de regular esta relación de forma que no se dependa demasiado “de los Ministros ni del Emperador”, que, en nuestro caso, sería que no se dependa demasiado del Gobierno de la Nación, de los Ejecutivos de las Comunidades Autónomas o de los cargos políticos de las Corporaciones locales. Es ésta la razón de ser de la estabilidad en el empleo, y no otra.

Por eso la satanización del funcionario es un craso error, sobre todo en un sistema político, como el actual, mediatizado por la partitocracia en el cual es el partido político (y más en concreto, sus jefes) el que tiene, por virtud de un sistema electoral claramente mejorable, la primera y última palabra. Prescindir de la estabilidad en el empleo del funcionario es volver de nuevo al siglo XIX, cuando el cesante, magníficamente retratado por Pérez Galdós en su novela Miau, era un arquetipo social, paradigma de un sistema injusto e ineficaz, que revelaba el desmoronamiento institucional de un Estado, que hacía aguas por todas partes. ¿Se quiere volver de nuevo a la arbitrariedad más descarnada?; ¿se quiere generar más conflicto social?. ¿Se intenta poner en manos de ignaros de confianza el complejo aparato de la Administración Pública? Es evidente que toda persona con un mínimo de sensatez contestará con un rotundo no a estas preguntas, pues el coste social que ello supondría sería sencillamente inasumible, y nos alejaría de los modelos europeos más eficaces que nos sirven como punto de referencia.

Conviene, pues, distinguir el grano de la paja y no jugar con las cosas de comer. El empleo público, sí, tiene muchos defectos, pero la gran mayoría de ellos han sido producidos por una pésima gestión de la función pública. Se han cometido muchos errores y hasta tropelías en la selección y reclutamiento de empleados públicos, primando el enchufismo y el nepotismo más burdo, incrementando las plantillas de forma artificial, designando a asesores y personal de confianza sin la menor mesura, y, curiosamente, relegando al verdadero funcionario –es decir, al serio que ha aprobado sus oposiciones como es de ley–, al último lugar. Pero de esto la culpa no la tiene el funcionario normal y corriente sino el gestor político –y aquí ningún partido puede tirar la primera piedra-, que ha manipulado algo que tiene que estar inspirado por la profesionalidad, la seriedad y la imparcialidad como si fuera su cortijo, con una claro perjuicio para los intereses públicos, y, por ende, maltratando impunemente al ciudadano. El baile de disfraces debe acabar de una vez en una crisis económica como la que sufrimos, y cada cual debe mostrar su verdadera cara, sea guapa, fea, ordinaria o deforme, y asumir con valentía sus responsabilidades.

La estrategia de satanizar al funcionario para luego bajarle sus retribuciones, y acto seguido invocar el exceso de funcionarios, los privilegios, el incumplimiento de deberes, etc, etc, es tan innoble como eficaz cara a la opinión pública. Si se quiere cometer un agravio y bajar las retribuciones de los funcionaros invocando una crisis que ellos no han creado, hágase. Al fin y al cabo es lo más fácil. Pero hágase con la verdad por delante, no fabricando mentiras o esgrimiendo medias verdades para confundir al profano, y sacar tajada de la situación. Bajen las retribuciones si quieren, cometan la injusticia si la consideran oportuna, aceptando, por tanto, el inmoral principio de que el fin justifica los medios, pero, por favor, no crean que todos nos chupamos el dedo. A la injusticia no añadan el insulto.
* Manuel J. Sarmiento Acosta es Profesor Titular de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

Una historia para irnos con buen sabor de boca. Por Miguel Díaz y García Conlledo

FANECA anuncia que cierra por vacaciones durante el periodo veraniego para volver después con más fuerza. Así sea. Los que escribimos en FANECA solemos ser críticos con los diversos aspectos de la universidad española que comentamos. Es lógico, para crear debate nació el pez. Pero no todo es malo, no. Para irnos de vacaciones (en FANECA, sólo en FANECA) con buen sabor de boca, déjenme que les cuente la historia de dos sucesos recientes en mi experiencia docente.
Ambos acontecimientos los protagonizan alumnos de la asignatura “Derecho Penal. Parte General”, de la que soy profesor responsable en el segundo curso de la (todavía) licenciatura en Derecho. Para mejor apreciar su valor (el de los sucesos), déjenme que les sitúe en el contexto de la citada asignatura. Se trata de una asignatura que considero importante y formativa, pero que posee contenidos muy abstractos y complicados, que la hacen (lógicamente) árida y difícil para los alumnos, si bien muchos me han reconocido años después de cursarla que, si logra superarse con provecho, es muy útil para el pensamiento jurídico y hace relativamente fáciles otras asignaturas de Derecho penal y la práctica de esta rama del Derecho. Pero es, desde luego, difícil, salvo que se pretenda simplificar vaciándola de contenidos o reduciéndola a enunciados vacíos e incomprensibles en realidad (algo a lo que invita tal vez la reducción hispano-boloñesa).
Pero, además, como odio dictar apuntes y creo que es imposible ser un buen estudiante universitario y un titulado en condiciones manejando sólo esos apuntes y no libros (y otro material doctrinal, si es posible) y, en nuestro caso, leyes y otras normas y jurisprudencia de los tribunales, a mis alumnos les complico más aún la asignatura: la mayoría de mis clases no son teóricas al estilo tradicional, sino que los estudiantes tienen que traer el tema estudiado o, al menos, leído con reposo previamente, y en clase se explican los puntos más complicados, se resuelven dudas, se pregunta, se debate, se plantean problemas, etc. (¿no es esto una parte –buena- de Bolonia?). Además, en la plataforma electrónica de apoyo a la docencia llamada Aul@unileon, “cuelgo” diversos documentos: el calendario de clases, resúmenes de la mayoría de las lecciones de la asignatura, materiales para preparar diversas lecciones, material relativo a reformas penales, lo que llamo documentos de los estudiantes (este año han sido sentencias relacionadas con casos recientes de trascendencia pública, sugeridas por alumnos y después comentadas en clase) y otros (donde cabe todo: enlaces, artículos de prensa y hasta un poco de humor). No dirán que soy antiguo y no utilizo las nuevas (¿son ya nuevas?) tecnologías … ¡¿Qué se habían creído?! Manejar y consultar todo esto supone un trabajo extra para los estudiantes, pero creo que vale la pena. La docencia se completa con clases prácticas, que divido en tres grupos: resolución en clase de casos prácticos previamente planteados y que los estudiantes deben haber trabajado por su cuenta antes de la clase (las imparte otra profesora, se utiliza también Aul@unileon, son obligatorias –en la medida en que algo es obligatorio en la universidad española- y las considero fundamentales), visitas a juzgados y a juicios y al centro penitenciario de Mansilla de las Mulas, y debate de temas penales al hilo del visionado de alguna película de las muchas que los tratan (estos dos últimos grupos de prácticas son voluntarios, aunque en general se apunta un buen número de estudiantes, sobre todo los últimos años). Las “prácticas de cine” este curso han sido muy escasas por falta de tiempo (festivos, parciales de otras asignaturas, etc.). Examino juzgando la resolución de dos casos prácticos, para la que los estudiantes pueden disponer de todo el material normativo que deseen (aunque tengo en cuenta otras actividades para la evaluación). Como ven, cursar con provecho la asignatura requiere bastante tiempo y esfuerzo.
Pues bien, después de algunos años de “bajón”, en los cursos recientes (especialmente, aunque no sólo, en los dos últimos) he recuperado mi ilusión por la docencia. Evidentemente muchos alumnos matriculados no vienen a clase y, entre los que vienen, hay de todo. Pero una mayoría de los asistentes a clase son estudiantes con interés, educados y participativos, que preguntan en clase y fuera de ella, que quieren intervenir en actividades más allá de la clase; en algunos casos, son brillantes. Ciertamente, muchos no estudian los temas previamente como sería ideal (pero comprendo que ello es difícil cuando en muchas asignaturas tienen exámenes parciales desde dos meses después de empezar el curso y hasta el final), sólo unos pocos participan activamente con regularidad, pero, en definitiva, se puede seguir el sistema de clases antes descrito sin peligro de que los estudiantes o/y el profesor se suiciden por aburrimiento. Como les digo, me ha vuelto a resultar agradable impartir docencia en licenciatura.
En este contexto se producen los dos sucesos que quiero contarles. Lo que les da especial valor es que ambos han tenido lugar después de corregidos los exámenes. El primero lo protagoniza una buena alumna, muy activa por cierto en temas de asociacionismo estudiantil y política universitaria, que viene a mi despacho y me dice que le ha gustado mucho la asignatura, que, aunque difícil, le ha enseñado a algo más que a leer y glosar artículos de la ley, y que me agradecería mucho que le recomendara algunas lecturas para profundizar en la asignatura ahora que dispondrá de un poco más de tiempo en verano. Se fue tan contenta con uno de los mejores tratados de Derecho penal alemanes traducidos al español. Y yo, ¡ya se pueden imaginar!
La segunda tiene protagonista colectivo. La delegada de curso (por cierto, buena estudiante y buena representante a la vez) me pide (repito: una vez puestas las notas) en nombre de sus compañeros (me imagino, claro, que de un grupo de ellos) que hagamos otra sesión de cine (unas cuatro o cinco horas) ahora que acaban los exámenes y tienen tiempo, pues les ha parecido muy interesante. Naturalmente he dicho que sí y cuantas sesiones quieran.
En fin, ya ven que la universidad y la docencia dan también alegrías, tal vez pequeñas, pero para mí importantes. Ver estudiantes así gratifica como profesor y, sobre todo, hace pensar que con ellos sí hay futuro, con o sin “spanish Bolonia”. Hasta pronto.

La FANECA se va de vacaciones. Por Miguel Díaz y García Conlledo, Jacobo Dopico Gómez-Aller y Juan A. García Amado

Sí, queridos amigos, éste es el último número de FANECA antes del verano. Este pez tantas veces contradictor de su prima ANECA se marcha de vacaciones, tal vez por no hacer malo el dicho de que los universitarios tenemos (aparte de Navidades y Semana Santa) tres meses de descanso estival (en realidad tenemos uno, algunos se toman bastante menos, otros ese periodo, otros algo más y otros prácticamente doce meses al año … si no fuera por la jodida horita de clase). Pero, eso sí, nos ha asegurado que volverá, a ser posible con más brío todavía, con el próximo curso. Parece buen momento para mirar hacia atrás y hacer balance.
Lanzábamos FANECA el 14 de enero de este año. Desde entonces, más de cien entradas (largas, serias, sesudas, sobre temas centrales o secundarios, de estudiantes, de profesores, de “terceros”, cortas, irónicas, humorísticas, en fin, de todo un poco), unos cuantos comentarios (menos de los que desearíamos) y más de treinta y dos mil visitas y hasta el regalo de una “cara” para nuestro pez. Nuestros colegas cercanos y menos cercanos nos hablan con frecuencia de FANECA cuando los vemos, normalmente felicitándonos y animándonos a seguir con el foro de debate. Nosotros, autores de bastantes entradas, hemos encontrado, para empezar, una vía de desahogo, la posibilidad de gritar abiertamente lo que hasta ahora, salvo excepciones, sólo hablábamos en corrillo. Pero, además, nos reconforta saber que el rumbo actual de la educación y de la universidad españolas preocupa a muchos, empezando por bastantes de los que participamos en ellas.
El balance es por tanto muy positivo. Lo que más anima es el número de visitas, que además se mantiene o crece con el tiempo. Lo que más nos gustaría es que tanta gente que lee las entradas del foro, alguna que hace comentarios o tantos que nos cuentan historias o reflexiones bien interesantes escriban y manden textos para nuestro pez. Ya sabemos que el tiempo es poco, que hay mucho que hacer y que da pereza, pero al bicho hay que alimentarlo y se hace incluso un poco aburrido que algunos nos repitamos tanto. Por ello, os animamos a escribir. El verano es un buen momento para ello. Escribid con tranquilidad y mandádnoslo, que, aunque el pez se largue a otras aguas menos revueltas unas semanas, nosotros seguimos aquí recogiendo lo que enviéis para la próxima temporada. ¡Ánimo!
Hasta pronto, amigos.

sábado, 5 de junio de 2010

ÍNDICE del nº 19 de FANECA

- ¿Por qué es mejor saber menos? Por Juan Antonio García Amado.
- Los programas de movilidad estudiantil: pros y contras. Por Miguel Díaz y García Conlledo.
- La universidad en Finlandia. Algunas impresiones de un español recién llegado. Por Fernando Losada Fraga.

¿Por qué es mejor saber menos? Por Juan Antonio García Amado

Entre los misterios que algún día querrán desentrañar los historiadores, seguramente estará el siguiente: por qué en la universidad de este tiempo se consideró que es mejor saber menos que saber más. Pretendo aquí ofrecer, a modo de hipótesis, una explicación para tan arduo enigma.

El discurso pedagógico oficial (¿Hay otro? ¿Es redundante la expresión? ¿Por qué van de la mano el poder y la psicopedagogía?) precisará de inmediato que lo que con las nuevas teorías (pero ¿son en verdad teorías y son nuevas?) se pretende no es que la enseñanza transmita menos conocimientos, sino que los transmita de modo mejor y más efectivo. Como respuesta a esto, debemos matizar un poco.

En efecto, la cascada de reformas de la enseñanza, en todos sus niveles, y el machacón y asfixiante discurso psicopedagógico, ponen por delante que se han de cambiar los métodos de enseñanza, reemplazando los tradicionales más que nada porque son tradicionales y porque si no sustituimos esos métodos tradicionales, a ver cómo vamos a escribir comunicaciones y ponencias sobre métodos innovadores. Esta obsesión con el método y su novedad tiene una primera consecuencia: que el cómo se enseña importe más que el qué se enseña. Puesto que los que enseñan a enseñar, por lo general, no son capaces de enseñar nada, es decir, dado que esos enseñantes de la enseñanza carecen de conocimientos sobre cualquier otra materia -matemáticas, lengua, geografía, historia...-, pierden de vista que la docencia siempre habrá de tener un objeto que la justifique y por razón del cual se mida su efecto, y caen en una especie de remolino narcisista o de onanista autosatisfacción: piensan que la calidad de la enseñanza se mide en clave autónoma, autorreferente. Si el método aplicado es bueno, a tenor de las pautas de ese pedagogismo recursivo, la enseñanza es buena, aunque el estudiante no aprenda apenas, aunque lo enseñado se quede en nada. El método se justifica por sí mismo y operando en el vacío, de resultas de que el teórico de la educación no ve más allá de su ombligo y de que para ser capaz de medir resultados tendría que tener otros conocimientos y estar en condiciones de entender otras disciplinas (matemáticas, lengua, geografía, historia...). De ahí lo que todos hemos vivido alguna vez esta temporada: aterriza en nuestra facultad un sujeto que, sin dominar absolutamente nada de nada de lo que en esa facultad se enseña, sin poseer el mínimo conocimiento de la materia en cuestión, pretende aleccionarnos sobre el mejor y más moderno modo de enseñar eso que él ni entiende ni quiere entender.

En resumen, el problema de esas supuestas ciencias de la educación es que han perdido de vista su carácter auxiliar y subordinado. No es que no tenga importancia el cómo enseñar, sino que no puede pasar el carro delante de los bueyes y no debe el método docente hacer que se pierda de vista el objeto de la docencia. Un indicio más de que tal inversión ha acontecido es la pretensión de que en los nuevos grados universitarios el profesor de cualquier disciplina -Historia, Derecho, Física, Matemáticas, Geología- evalúe a los estudiantes sobre la base de cosas tales como la capacidad de expresión en público, el liderazgo, la iniciativa, la aptitud para trabajar en equipo, etc. Es decir, se quiere que se juzgue a los mismísimos estudiantes por su capacidad para asimilar y seguir métodos de trabajo, no por su rendimiento directamente referido al objeto de estudio respectivo.

Lo que acabamos de decir explica por qué -al menos en la universidad- se enseña cada vez peor, precisamente ahora que tanto pillo vive de enseñar a enseñar bien. Pero con esto todavía no hemos llegado al núcleo de la pregunta del título: por qué se enseña cada vez menos y nos parece estupendo y muy progresista así. Para poder responder a esto debemos partir de una constatación que parece difícil de poner en duda: hay un continuo y radical descenso del nivel de exigencia a los estudiantes; en términos de esfuerzo y rendimiento, los títulos están cada vez más baratos. Y ya que decimos baratos, señalemos de pasada una paradoja bien curiosa: a medida que económicamente se encarecen los títulos y allí donde más se encarecen en euros, es cuando y donde más se abaratan en exigencia.

Una expresión resume todos los equívocos y sintetiza todas las oscuras maniobras ideológicas y gremiales: fracaso escolar. Ya ha llegado a la universidad la infausta noción. El nivel de la educación de un país se mide por los índices de fracaso escolar, pero semejantes índices no se establecen mediante comprobación de si un estudiante aprendió o no lo que se supone que debe saber para que el título que recibe tenga sentido, sino que dichos índices dependen nada más que del dato formal de cuántos de los que empiezan acaban.

Pongamos un ejemplo que parece una pura reducción al absurdo o una simple hipótesis de trabajo, pero que no está tan lejos de la realidad de hoy y, más aún, de la de mañana. En la Facultad F se imparte la titulación T. En F los profesores, todos, se ponen de acuerdo para aprobar a absolutamente todos los estudiantes que se matriculen en tal titulación, de modo que el cien por cien de los inscritos obtienen e título de T. Naturalmente, esos profesores, bien aleccionados por los especialistas en engaños, disimulan y gastan su tiempo de docencia en todo tipo de juegos y se adornan con mil alardes tecnológicos. Pero, a la hora de la verdad y más allá de que los estudiantes hayan estado entretenidísimos y hayan discutido de lo divino y lo humano, visto películas variopintas y proyecciones de variadísimos dibujos, esquemas y tablas, el profesorado no hace ni la más mínima comprobación de si algún conocimiento pertinente ha quedado a sus alumnos, aunque sea de modo inadvertido y por las cosas del azar. En F, pues, no habría fracaso escolar, aun cuando los titulados no tengan ni remota idea de lo que supuestamente debieran dominar. ¿Y si resulta, por ejemplo, que el título es de Filología Inglesa y que de todos los graduados ni uno habla palabra de esa lengua ni tiene mayor noticia de Shakespeare? Pues habrá mañana fracaso profesional o lo que queramos, pero el fracaso escolar habrá sido erradicado con apabullante éxito. Muerto el perro, se acabó la rabia; suprimidos los suspensos, se terminó el fracaso escolar.

¿Quién puede razonar con una lógica tan aplastante, sin duda equivalente a la de aquél que, ante la noticia de que en los accidentes ferroviarios era el vagón de cola el que tenía más víctimas, pedía que se quitara en todos los trenes ese último vagón? Pues sí, ellos, los mismos; ha acertado usted. Pero de la mano de esos politicastros que sólo piensan en el corto plazo y que tratan de legitimarse con la pura espuma de las cifras más superficiales y engañosas.

El razonamiento de esos psicopedagogos se puede descomponer en los siguientes pasos.

Primero. Cambian los papeles de los actores, de manera que cuando un estudiante suspende una asignatura no es el estudiante el que fracasa, ni siquiera en el caso de que sea un redomado incapaz y, para mayor gloria, un zángano de libro. No, la culpa es del “sistema” y de las instituciones. ¿Y si resulta que la institución de turno es una facultad que tiene los profesores más competentes y dedicados, especialistas de fama mundial que han formado a los más eximios profesionales durante las últimas décadas? No importa, si hay muchos suspensos, hay mucho fracaso, y si hay mucho estudiante que fracasa no es porque esos estudiantes fracasen, sino porque fracasan la institución y sus profesores. Así que si ese profesorado no quiere ser un fracaso, ya sabe lo que tiene que hacer. ¿Enseñar mejor? No, aprobar más.

Segundo. El psicopedagogo nos dirá que hay trampa en esta última frase, ya que enseñar mejor será lo que llevará a que más aprueben con toda justicia. ¿Y cómo hay que enseñar para enseñar mejor? Como él diga. Ya tenemos el problema, que es el fracaso escolar, y la solución, que es la renovación de los métodos docentes. Lo que los profesores deben hacer es simplemente aplicar los métodos de enseñanza que elaboran y proponen los especialistas en métodos de enseñanza de cualquier cosa. En el método está la solución.

Tercero. Pero tenemos que ver si el método funciona o no. No olvidemos que se trata de un método para evitar el fracaso escolar, pues éste se debe siempre a defectuosa praxis del docente, sea porque no presenta su materia como debe, sea porque no acierta a motivar a sus estudiantes de la mejor forma. Pero si el fracaso escolar depende de cuántos estudiantes suspenden, no de cuánto saben los que aprueban o de cuánto ignoran los suspensos, la cháchara del método, el paleto “discurso del método”, termina en una conclusión arrasadora: cuantos más aprueben, menor será el fracaso escolar y, en consecuencia, mejor será la enseñanza y, de propina, más acreditado quedará, como apropiado y certero, el método docente que se haya aplicado.

Conclusión: para que los nuevos métodos demuestren su ventaja, debe haber más aprobados. Y como hemos quedado en que el fracaso escolar no se da cuando el estudiante que obtiene su título no sabe hacer la o con un canuto, sino cuando, sepa hacerla bien o mal, suspende y no culmina sus estudios, si usted quiere demostrar que los métodos docentes son buenos, sólo tiene que convencer al profesorado para que apruebe a todo quisque. El día que en aquella facultad F de nuestro ejemplo todos los inscritos se gradúen, el experto en Educación nos dirá que ahí tenemos la prueba de lo bien que han funcionado las discusiones en círculo y los trabajos en grupo. ¿Y si los titulados no saben ni palabra de lo que deben conocer, sea Historia, Matemáticas o Ingeniería de Telecomunicaciones? Ah, de eso no estábamos hablando. Aquí nos ocupábamos nada más que de los métodos de docencia y acreditado queda que funcionan. Ya no hay vagón de cola, pues hasta hemos eliminado el ferrocarril. Ya no existirá el fracaso ferroviario. Perfecto.

Hemos arribado a la respuesta que andábamos buscando. El empeño en que las carreras duren menos, en que los programas y temarios sean más simples, en que los materiales y textos de apoyo se vuelvan elementales y simplones, en que el profesor no se explaye en alardes de erudición y dominio de la materia, en que en las evaluaciones de los estudiantes se tomen en consideración curiosos atributos personales que poco o nada tienen que ver con lo que se habría de dominar, todo ello tiene una explicación sencilla: interesa que todo el mundo logre su título, para que los pedagogos y compañía puedan legitimarse ante esa clase política que sólo quiere cifras para la galería y que tampoco sabe ni quiere saber nada de ciencia ninguna. Se aparean esos dos sistemas hoy convertidos en perfectamente autorrecursivos, autorreferentes, el sistema político y el sistema pedagógico, y de dicha unión contra natura, nace un ratón. Qué digo un ratón, un topillo ciego que se cree Dios. Una plaga.

Querido colega, permítame que me tome la confianza de darle y de darnos un consejo final: no se convierta usted, no nos convirtamos, en alimento para topos y ratones. Pongamos más bien a las ratas en su sitio y sigamos enseñando con toda la seriedad que podamos a esos buenos estudiantes que merecen un respeto y que tienen derecho a que les inculquemos una buena formación en lugar de tomarles el pelo con jueguecitos pueriles a la medida de esos profesionales de la nadería metódica.

La universidad en Finlandia. Algunas impresiones de un español recién llegado. Por Fernando Losada Fraga

Se llama Fernando Losada y es un amigo de los que organizamos este foro. Fue durante una temporada investigador en la Facultad de Derecho de León. Más tarde se doctoró y hace poco se ha ido a probar suerte en un importante instituto de investiacion dependiente de la Universidad de Helsinki.

Ya sabemos que en las universidades españolas apenas queda sitio para los jóvenes que investigan con rigurosa vocación. No en vano los rectores aquellos de hace nada las rellenaron a base de promociones y saldos en nombre de la sacrosanta autonomía universitaria que tan felices nos ha hecho desde que la descubrimos.

Fernando envía a sus amigos una crónica semanal de sus andanzas nórdicas y las anteriores han aparecido en otro blog. Esta de ahora nos parece que encaja bien en esta FANECA que quiere saber de universidades lejanas para mejor juzgar de esta de nuestros pecados.

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La universidad en Finlandia: algunas impresiones de un español recién llegado.


Esta nota responde a una necesidad concreta: en un momento en el que parece que la universidad española se nos desmorona (o esa es la sensación que quien esto escribe ha percibido desde dentro, a tenor de lo que se entiende en ella por investigación, de su escasa valoración social – porque de prestigio no se puede hablar ya –, de su funcionamiento en general y de la preparación que exhiben los alumnos que se gradúan en sus aulas) no está de más comprobar cómo están las cosas en otros países. Según los datos de la OCDE articulados en los sucesivos Informes PISA, la cualificación de los alumnos en nuestro país está entre las peores del continente, mientras que en Finlandia, desde donde se describen estas impresiones, los alumnos son recurrentemente destacados como los mejor formados. ¿Hay tantas diferencias entre un sistema educativo y otro? Mi intención de momento sólo puede limitarse a las experiencias derivadas de una primera toma de contacto, pero me gustaría pensar que aun así resultan de utilidad. Ustedes dirán.

Quisiera advertir ya de entrada que mi intención al dar a conocer mi experiencia en Finlandia no es otra que contribuir en la medida de lo posible a que tomemos conciencia de lo que sucede en nuestra universidad para cambiar lo que de ella nos disguste. Si algún lector está convencido de que la universidad tal y como funciona en la actualidad en nuestro país es precisamente la que quiere, debe replantearse seriamente seguir leyendo, no sea que le podamos estropear su fantasía y al final una realidad desagradable se cuele por algún resquicio de su sueño. Como en /Matrix/, el lector debe decidir entre seguir en su placentero mundo imaginario o despertar de la ensoñación y afrontar la realidad. Elija usted la píldora que desea tomar.

Antes de comenzar, también querría puntualizar que nada me gustaría más que el hecho de que en nuestro país las cosas fueran distintas. Desde luego, por quedarme callado (o en este caso con los dedos quietecitos) no va a ser… Y dicho esto, y visto que han elegido abrir los ojos a la cruda realidad, comenzamos.

I.- Arquitectura – El edificio Porthania/

Alguno al leer este primer apartado pensará: “¡Bien empezamos! ¡Hablando de cosas que no tienen que ver con la educación o con lo que es la universidad finlandesa!”. Pero no nos equivoquemos, la arquitectura sirve a un fin determinado y no es más que un reflejo de la concepción que la sociedad tiene de sí misma. Me parece, de hecho, uno de los mejores baremos a la hora de determinar la calidad de vida de un país (aunque desconozco si este parámetro lo emplean las organizaciones que periódicamente realizan ese tipo de mediciones). Pensemos en el nuestro: en los últimos diez años, y salvo casos muy puntuales, la arquitectura ha servido a un fin determinado (hacer dinero) que refleja la concepción que la sociedad tiene de sí misma (todos somos unos mangantes y estamos aquí para forrarnos). Bueno, pues a tenor de lo visto en la Facultad de Derecho de la Universidad de Helsinki las cosas por aquí son distintas.

El edificio Porthania, que es en el que se ubica la facultad, fue construido por Aarne Ervi a mediados de los cincuenta. Fue el primer edificio del país en el que se empleó el hormigón visto como técnica constructiva y resultó revolucionario (aunque no sólo por eso, como veremos). Al parecer, Ervi ganó en el concurso al mismísimo Alvar Aalto, así que algo en su proyecto era especial. La idea que inspira a todo el conjunto es la que entonces dominaba en la sociedad: necesitaban democratizar las cosas. Querían que alumnos y profesores se encontrasen en un mismo espacio sin mayores distinciones jerárquicas que las propias de la posición de cada uno. Esto significa que no hay intrincados pasillos con salas que dan paso a la secretaria de un profesor que se agazapa detrás de una puerta infranqueable. No, aquí todo el mundo está disponible: corredores amplios y diáfanos permiten acceder a todos los despachos del centro. No hay antesalas. En la Universidad de León, en la que trabajé una buena temporada, mi mesa de trabajo estaba situada en la última sala del departamento, y había que cruzar tres puertas antes de llegar a hablar conmigo. Evidentemente, poca gente quería hablar conmigo, pero ese no es el caso. La sensación que siempre he tenido como alumno y trabajador en las universidades españolas es la de que los despachos de los profesores constituyen una zona ajena a quienes no trabajan allí, un territorio vedado. O, peor, una zona muerta. Y eso es precisamente lo que no sucede aquí: la arquitectura fomenta que la universidad sea un punto de encuentro. El epítome de todo ello puede ser la maravillosa escalera en la que todos, rector, decano, profesores, investigadores y alumnos nos cruzamos a diario. Así pues, la universidad está pensada para que ciudadanos libres accedan a todas partes, sin vetos ni restricciones. Tal vez nuestra tradición española (y a buen seguro que en muchos otros sitios sucede lo mismo) explica nuestra querencia por esas zonas vedadas y en las que se asume que reside el poder. Pero no, el poder lo compartimos todos los ciudadanos. Y la arquitectura puede servir a una u otra interpretación de la sociedad. Yo me quedo con la del Porthania.

II.- El vínculo entre la universidad y la sociedad

Más de uno se asustará al leer el título de este segundo epígrafe. En este caso, porque el manido tema del “vínculo entre universidad y sociedad” ha sido tratado una y otra vez de forma superflua por quienes se plantean cuál ha de ser el papel que debe desempeñar (si es que debe hacerlo) la universidad en la sociedad. Claro, tampoco ayuda que la única idea que se nos ocurra para concebir ese vínculo sea encontrar todo tipo de asociaciones con las empresas privadas (y en particular con el sector bancario). No, aquí el vínculo ese es otra cosa…

Para empezar, la universidad forma parte de la sociedad finlandesa y, en razón de ello, cuenta con un espacio privilegiado en sus ciudades. Así pues, con independencia de cuándo hayan sido construidos los edificios de la universidad, todos están integrados en el ámbito urbano y no se ven relegados a campus en las afueras (cuando no en el extrarradio). Esta decisión supone de nuevo un posicionamiento respecto de qué papel se le reserva a la universidad, porque no es únicamente que se la prestigie al considerarla un pilar de la sociedad, sino que para el resto de la sociedad la universidad existe y está tan presente en sus vidas como lo están la catedral, el senado o las diversas instituciones en que se fundamenta la convivencia social. Para poner un ejemplo muy gráfico de lo que digo relataré una anécdota vivida durante en estas primeras semanas de estancia en Finlandia.

Resulta que a los diez días de llegar tuvo lugar la imposición de siete doctorados honoris causa por parte de la facultad de derecho. Al parecer, esta es una ceremonia que se celebra cada quince años, así que he de considerarme afortunado por haber aterrizado justo a tiempo para presenciarla. El caso es que tras los pertinentes discursos e imposición de los honores correspondientes, los doctores de la facultad, junto con los honoris causa, sus familias y demás séquito, ataviados todos con el atuendo típico (aquí se luce un sobrio sombrero que parece de felpa, pero que se fabrica a mano y a medida durante unas cincuenta horas), abandonan en ritual el edificio principal de la universidad y parten en procesión, sobre una alfombra roja que cruza la plaza del senado, hacia la catedral, donde continuaban los festejos (curiosamente las campanas tañían a muerto, aunque aquí debe significar otra cosa, espero). No dejaba de preguntarme qué habrá sido de la secularización por estas tierras, pero claro, se me pasaba por alto que aquí la religión no se ha entrometido tanto en las vidas de los ciudadanos como en otras partes (digo que no tanto, ojo), de modo que hoy en día se tiene bien claro que en ningún caso pretenderá imponer visión alguna sobre la vida académica (y mucho menos sobre ciertas verdades científicas).

Pero la interacción de la universidad y la sociedad no se limita a un paseo entre la mirada de curiosos y demás gente que por allí se agolpe, sino que de verdad se percibe en la vida de la ciudad. Así, por ejemplo, con motivo de ese mismo acontecimiento me llamó la atención que enfrente mismo de mi despacho, donde habitualmente ondean cinco banderas de la universidad, cada una de un color, fueron izadas durante tres días la bandera nacional de gala, esto es, la que superpone el escudo nacional a la cruz azul sobre fondo blanco. Lo curioso es que la sustitución de banderas no sólo tuvo lugar en la universidad, sino que la ciudad al completo se llenó de ellas. La distinción honoris causa de siete profesores de derecho era motivo de festejo por toda la población de Helsinki.

Otro ejemplo, y este más significativo si cabe, es el hecho de que la página web de la universidad depende de la de la propia ciudad. En efecto, entrando en http://www.helsinki.fi/ uno encuentra el link hacia la universidad, que no cuenta con una dirección propia, sino derivada de aquella raíz (www.helsinki.fi/yliopisto). Y, de hecho, mi correo electrónico aquí es un @helsinki.fi. Sí, la actividad de la universidad está indisolublemente ligada a la de la ciudad, de ahí que compartan página web. De veras creo que en este aspecto son un ejemplo a seguir.

III.- La vida académica

No sé cómo decirlo… Creo que todo se resume en un “aquí las cosas son tan distintas…”. Cálcense los zapatos de un joven investigador español que no ha dado más que una clase en toda su vida (en el curso de “cine y derecho”) y que llega a otro país en el que esperan de él no sólo que imparta clase, sino que decida el contenido de los cursos. Supongo que en estos tiempos a la boloñesa esto pueda oler a chamusquina, pero no, lo cierto es que he de preparar dos cursos de unas veinte horas acerca de la temática que me parezca más apropiada. Eché en falta, eso sí, alguna indicación adicional, como saber a los alumnos de qué año se ofertarán estas clases, si tendrán conocimientos previos del derecho comunitario, etc. La respuesta fue bien sencilla: si se requiere tener cierto nivel de conocimientos previo, basta con indicarlo en el programa. ¡Estupendo!

Reconozco que las dos propuestas que he presentado se salen de lo habitual. Nada de “Evolución de la protección de los derechos fundamentales en la Unión Europea”; ni “Derecho constitucional de la Unión Europea”. No, he optado por lo que me interesa a mí, es decir, el proyecto que pretendo desarrollar aquí a propósito de la tendencia al experimentalismo institucional y la administración integrada como respuesta a la tensión entre la unidad del derecho europeo y la diversidad de los nacionales. Mi idea es explicar cosas esenciales del derecho comunitario pero adoptando un enfoque distinto. Muy útil para mí, como digo, y entiendo que a los alumnos también les resultará de interés. Ya comentaré cómo ha sentado la propuesta, pero de momento no ha suscitado ninguna reacción en contra. A partir de octubre podré comentar cómo se desarrolla el curso.

IV.- El centro de investigación

Y llegamos a lo gordo. ¿Qué puedo decir de las condiciones de trabajo en esta universidad? Pues que son excelentes. Para empezar dispongo de un amplio despacho plenamente equipado. Y cuando digo plenamente me refiero a que al margen de lo que se entiende que resulta estrictamente necesario para desarrollar mi trabajo (un ordenador, una silla y una mesa) dispongo de armario, sofá, más estanterías de las que podré llenar con libros por larga que sea mi estancia en estas tierras… Pero lo mejor es que además de tener acceso a todas las bibliotecas de la ciudad (incluida la del Parlamento) con el carné de la universidad, los investigadores postdoctorales disponemos de una importante suma adicional de dinero al año (3000 euros) que podemos emplear en la compra de libros y en viajes a conferencias y demás. Un sueño para ejercer la profesión, vamos.

¿Pero hay alguna pega o todo es el destino soñado para un investigador? ¡Pues claro que hay cosas que mejorar! De hecho no todo funciona perfectamente. En concreto, hace diez días hubo una reunión del comité científico para evaluar los avances del centro en sus tres primeros años de existencia, y encontraron puntos manifiestamente mejorables (por ejemplo, los miembros del centro publican mucho y en muchas lenguas, pero de manera insuficiente en las revistas consideradas /top/ en su especialidad). Pero lo ilusionante, para mí, fue comprobar que tanto ese comité científico como la gente del centro se tomaban las cosas en serio: los unos no volaban desde Oslo y Edimburgo para venir de paseo, sino que tenían la firme pretensión de hacer propuestas para mejorar algunas cosas; no por tocar las narices, sino porque se supone que ese es su trabajo. Los otros, esto es, el centro (nosotros) les convocamos y atendemos con atención a sus comentarios porque estamos interesados en mejorar las cosas. Me muerdo la lengua para evitar (feas) comparaciones.

Pero para mi sorpresa, las cosas no se quedaron ahí, sino que desde la visita del comité científico el centro está inmerso en una actividad frenética para mejorar el rendimiento, la coordinación y lo que sea posible. Y en ese trabajo el papel de los recién llegados es determinante. No sólo tenemos voz y voto, sino que estamos diseñando, junto con gente ya más asentada en la universidad, una estrategia de actuación para los próximos tres años; y nuestras ideas (y críticas) son muy bien recibidas… Aquí no hay egos que se ofendan porque se diga que algo parece no funcionar bien y se proponga alguna mejora. El espíritu universitario, basado en el crecimiento continuo gracias a la crítica (rigurosa pero franca), está muy arraigado y no hay riesgo de que se den malos entendidos: todos formamos parte de un mismo barco y estamos interesados en que llegue a buen puerto. Y en estas condiciones me encanta ponerme a la faena. Vamos, que remo como el que más.

Entiendo que es inherente a las relaciones humanas que surjan rencillas, ciertas disputas y demás; de hecho, supongo que esas cosas existirán también aquí y que más adelante seré capaz de detectarlas. Pero lo que tengo claro es que de momento la sensación que me deja mi primer mes de trabajo es que lo común a todos está muy por encima de las posibles vanidades personales.

V.- A modo de conclusión

Hasta aquí estas primeras impresiones. Supongo que la lectura no habrá resultado tan desagradable como se anunciaba, más que nada porque la realidad de la universidad española no se le escapa a casi nadie. Lo que necesitamos, y con urgencia, es desterrar eso que tan arraigado llevamos dentro, ese “conmigo o contra mí” que emponzoña muchas de nuestras relaciones laborales y sociales, y apuntarnos al carro colectivo. No sé si hay que empezar por la arquitectura, las costumbres sociales o la expresión oral y escrita, o si los cambios deben tener un calado social aún más profundo. Pero lo que tengo claro es que en nuestra universidad hay que cambiar muchas cosas. Tal vez la fundamental sea decidir cuál es su finalidad, su función, y a partir de ahí comenzar a trabajar. A eso prometo dedicar otro comentario, pero una vez tenga una mejor idea de cómo es la universidad finlandesa.

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¡Un fuerte abrazo a todos!