Sumario
1. La burocracia según Max Weber y el sistema de las oposiciones
2. De la endogamia de la LRU a las habilitaciones de la LOU
3. El sistema de las acreditaciones de 2007
4. Algunas pautas evaluativas de la ANECA
5. Conclusión
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§1.— La burocracia según Max Weber y el sistema de las oposiciones
Según una conocida tesis de Max Weber, la burocracia es una capa social que, habiendo escalado las vías de acceso y promoción de la función pública, va acaparando un gran poder y, parapetada en una racionalidad puramente instrumental, va reduciendo el margen de decisión de los gobernantes. La burocracia vendría entendida como una clase meritocrática, cuyo ascenso estaría determinado por el éxito en los concursos de acceso, seguido de los mecanismos del escalafón y el espíritu de cuerpo.
Esa visión tan negativa de la burocracia no tiene en cuenta sus grandes virtudes: gracias a tales sistemas, estableciéronse métodos de selección del personal administrativo mucho más justos que los que prevalecían en el sector privado; formáronse así cuerpos con devoción a la cosa pública y a los intereses generales que permitieron el fortalecimiento del Estado. Ejemplos de lo que digo serían los establecimientos de la administración pública en la República Francesa y el mandarinato de la vieja China imperial.
La tecnocracia vino después. Es un sector mucho más reducido, seleccionado mediante procedimientos menos claramente prefijados, más digitales, que otorgan prioridad a las competencias técnicas, a un saber-cómo. El tecnócrata no es el funcionario típico de los cuerpos de la administración estatal, sino el jefe del gabinete del Ministro o el secretario general técnico o cualquier otro nombrado para cargos de confianza por sus destrezas, su currículo, sus conocimientos especializados u otros motivos de discrecional apreciación. Los tecnócratas tienden a formar núcleos de poder decisorio, frecuentemente en la sombra (vocalías asesoras), manejando una jerga emanada de disciplinas de gran actualidad y generalmente expresables en gráficos y en fórmulas simbólicas, preferentemente matemáticas: sociometría, econometría y saberes afines.
Si el burócrata aparecía ya como un racionalizador instrumental que omitía, o quería soslayar, el problema de qué fines son racionales, todavía, sin embargo, partía de una misión confiada por los poderes públicos en la que todo había de supeditarse al cumplimiento de los fines establecidos por esos poderes para la realización de las tareas del Estado. En el caso del tecnócrata, en cambio, aun esas tareas se acoplarán a los imperativos de una racionalidad técnica matemáticamente expresada —o, por lo menos, formulada con una jerga especial acuñada en ciertos sectores punteros.
El modelo de Universidad que hubo en España de 1833 a 1982 fue un modelo burocrático, mandarinal, de meritocracia tradicional. Era el sistema de oposiciones nacionales, similar al que existía en otros países, sobre todo los latinos. Tal sistema sufrió los avatares políticos y tuvo que soportar las servidumbres de los períodos de grave imposición gubernamental, las depuraciones, los tribunales nombrados desde el poder, las guerras de clanes.
El sistema, de enorme vitalidad, coexistió con todo eso, lo absorbió y lo superó. Pervivió a través de monarquías, repúblicas y un caudillaje; de regímenes conservadores y progresistas. A pesar del diktat del régimen totalitario, emergió al final del mismo como un espacio de lucha por la libertad. Largos decenios de yugo nacional-sindicalista no habían podido evitar la incorporación de un número de profesores disidentes ni, menos aún, los pinitos de independencia y contestación social que se permitían muchos otros —bajo la influencia, ciertamente, de una sociedad inquieta y efervescente.
§2.— De la endogamia de la LRU a las habilitaciones de la LOU
El modelo de la LRU (Ley Orgánica 11/1983 de 25 de agosto de Reforma Universitaria), vigente entre 1983 y 2002, va a ser totalmente distinto. Habíamos pasado de la burocracia a la tecnocracia, pero eso no significa que los cuerpos docentes universitarios pasaran con ello a ser tecnocráticos. La tecnocracia tiene una vocación muy minoritaria y no expansiva, no pululante —como lo fue la burocracia. Los resortes de decisión por arriba se concentran ahora en comisiones de designación digital; pero, en cambio, los cuerpos permanentes se devalúan, deteriorándose o destruyéndose los mecanismos administrativos de incorporación y de promoción. En su lugar lo que impera es la endogamia brutal y descarada, ahora vinculada a la democracia académica.
Pese a algunas evoluciones para evitar —o, mejor, disimular— los casos más flagrantes y escandalosos de favoritismo local, el sistema LRU fue el de cooptación por los de la casa para los de la casa, jugando los miembros sorteados de los tribunales (visitantes foráneos) un papel de comparsas o colaboradores de la operación endogámica —papel que sería recíprocamente correspondido en la siguiente ocasión.
Era un sistema extremadamente injusto e ineficaz —ineficaz para hacer una selección del profesorado concorde con la misión docente e investigativa de la Universidad. Pero arraigó, prosperó y se adaptó, hasta el punto de que persistió incólume a través de las elecciones parlamentarias de 1986, 1989, 1993 y 1996; seis legislaturas coexistieron, total o parcialmente, con ese sistema. Fue sólo el 21 de diciembre de 2001 (año y medio largo después de iniciada la segunda y última legislatura conservadora) cuando, por fin, se terminó con la promulgación de la LOU (Ley Orgánica 6/2001 de 21 de diciembre, de Universidades).
Un término muy relativo. Lo que se instauró fue un mecanismo previo de habilitación nacional, que en algo se parecía a las viejas oposiciones decimonónicas, pero que no cubría las plazas vacantes sino sólo otorgaba un certificado requerido para presentarse a concursos de acceso; éstos, en cambio, caían, aún más que con la LRU, bajo los imperativos de la endogamia y del localismo.
Además de eso, el sistema de las pruebas de habilitación nacional de la LOU tenía serios defectos técnicos, justamente porque sus diseñadores no habían osado restablecer las oposiciones (que, a esas alturas, se consideraban incompatibles con la autonomía universitaria, instaurada ex nouo por la Constitución de 1978). Era pesado, costoso, poco eficiente. Pero lo que es verdad es que constituía una gran mejora con respecto al sistema abiertamente endogámico de la LRU; un pequeño retorno, a medias, a la Universidad de los viejos tiempos.
Ahora bien, prodújose, auspiciada por los rectorados, una movilización general en contra de la LOU y, en concreto, de las habilitaciones. Hubo resultados injustos en varias de esas pruebas. Pero se desconoció que, a pesar de ello, el sistema abría un cauce objetivamente más equilibrado y que, de haber permanecido, hubiera conducido, a la larga, a una erosión del poder de los cacicazgos y las camarillas (porque en un tribunal de siete integrantes —todos escogidos por sorteo y poseedores de un cierto umbral de méritos— se limitaban las probabilidades de imposición automática de los discípulos del escoliarca más poderoso, abriéndose resquicios, igual que anteriormente el sistema de las oposiciones había —por acumulación de tales rendijas— abierto las puertas a muchos disidentes).
El aluvión de descontentos de las habilitaciones secundó masivamente las acometidas rectorales. En cuanto hallaron ocasión política propicia —y aprovechándose oportunísticamente de una confusión de géneros—, lanzaron el asalto y destrozaron el sistema de las habilitaciones de la LOU.
§3.— El sistema de las acreditaciones de 2007
¿Qué vino entonces? Lo que vino —con la Ley Orgánica 4/2007 del 12 de abril— no es lo que creímos que iba a venir (o lo que creyó equivocadamente el autor de este artículo). Pensábamos en el simple retorno de la endogamia LRU, en la Universidad corporativa de los cacicazgos y los poderes localistas. Cuando nos dijeron que las habilitaciones se reemplazarían por acreditaciones, nos pareció ver confirmados nuestros erróneos pronósticos.
La acreditación sería otorgada por la ANECA («agencia nacional de evaluación de la calidad y acreditación», un establecimiento público, en teoría [acogido a la acomodante figura de la Fundación], que funcionaba en régimen de agencia de derecho privado y que había sido creado [el 19 de julio de 2002] por un decreto del gobierno conservador de J.M. Aznar López, en su afán de privatizar o semi-privatizar lo más posible, practicando la huida del derecho administrativo [que se había puesto en marcha ya antes]). Supimos que las acreditaciones se darían sin mediar ninguna prueba pública y sin numerus clausus.
Había enorme expectación entre los suspendidos de las habilitaciones, quienes abrigaban la esperanza de que el nuevo sistema sería un trámite rutinario, al cabo del cual lo único serio y duro sería el concurso de acceso, en el cual los imperativos de la endogamia estaban garantizados y asegurados.
No ha sido así. La agencia acreditante ha resultado el poder concentrado de una nueva capa, que ya no es ni la burocracia mandarinal ni la tecnocracia, aunque sí actúa en conchabanza con ésta —que le sirve de auxilio con la implementación (la palabra viene al pelo) de técnicas cienciométricas, proyecciones gráficas y aplicaciones telemáticas desalentadoras para los no avezados. Pero al final las decisiones las toman otros. No es el poder político. No son los gobernantes a quienes, directa o indirectamente, ha escogido el elector. Ni son los ingenieros sociométricos. Ni, desde luego, los que, por su carrera y por el escalafón, estarían llamados a ocupar los sillones tribunalicios en un sistema meritocrático (tradicional). Son los gestócratas.
El gestócrata es un personaje que, a través del pasilleo, ha ido granjeándose la simpatía de ciertos gobernantes. Tiene fama de estar por encima del bien y del mal, de las tendencias políticas, porque hace un poco a todo (o, al menos, a mucho y muy variado). También ha ido acumulando fama y exhibe su currículo, que en un número de casos es bueno —lo cual no significa que sea el mejor ni que ese currículo le dé especiales capacidades de selección. El nombramiento de los gestócratas es, desde luego, digital, de arriba abajo.
Las agencias gestocráticas, una vez constituidas, se convierten en organismos muy autónomos —aunque sus directivos y asesores no han sido seleccionados nunca mediante oposiciones ni siquiera concursos ni en virtud de la aplicación de baremos objetivos y automáticos. Erígense así en una élite que, de suyo, no tiene especiales competencias técnicas ni antigüedad en el escalafón ni cumple con ningún otro criterio de selección salvo haber impresionado al círculo de las antesalas —en algunos casos por méritos auténticos.
El gestócrata no sería nada sin el tecnócrata, pero éste ahora pasa a ocupar su sitio, siendo reducido su poder instrumental. Esos tecnócratas auxiliares se extraen de diversos medios: pedagogos, politólogos, sociólogos, manejadores de toda la jerga más actualizada, que todo lo exponen con el power-point en un discurso atiborrado de frases inglesas.
Pero no se desdibujan las fronteras entre ambos grupos. El gestócrata está por encima. Y, contrariamente a la benignidad y manga ancha que se esperaba, practica el maltusianismo.
En una oposición o en un concurso se supone que ganan los mejores. Sabemos que eso no pasa así ni siempre ni las más veces, pero así debería pasar; la función del sistema es que así sea.
En una acreditación, no. Queda acreditado aquel que los gestócratas y sus asesores consideran idóneo. Pueden ser muchos o pocos. Diez veces más que plazas vacantes o diez veces menos.
Como la acreditación no es comparativa, no se evalúan, lado a lado, los méritos de los candidatos, para ordenarlos y así sacar a los mejores. En vez de eso, las comisiones gestocráticas, ayudadas por sus expertos (todos igualmente de selección digital), pretenden evaluar según criterios objetivos, pero no siempre los mismos: número de estancias en el extranjero; número de artículos en revistas «de reconocido prestigio e incluidas en los catálogos tipo Journal Citation Reports o equivalentes en cada especialidad»; para entendernos: revistas de clase A (la clasificación la hacen ciertas agencias acreditadoras, generalmente privadas); número de artículos en otras revistas científicas; número de libros siempre que «tengan ISBN y que se publiquen en editoriales especializadas de reconocido prestigio, en las que se pueda garantizar un riguroso proceso de selección y evaluación de los trabajos»; número de conferencias pronunciadas; puntaje (en un marcador a veces etéreo o imaginario) de la Universidad que haya otorgado al candidato su último título universitario; prestigio (ése sí discrecionalmente apreciado) de las Universidades en las que haya enseñado o que haya visitado.
El criterio del prestigio —que se repite usque ad nauseam—, al igual que otros conceptos usados en toda esa prosa, encierran dosis, no ya de apreciación, sino de arbitrariedad e imprevisibilidad. Se está exigiendo al evaluador hincar la rodilla ante un presunto consenso sobre los indicios de calidad y de prestigio que, en unos casos, es ilusorio o indefinido y, en otros, viene estricta y artificialmente fijado por la referencia a una autoridad que se le impone, a un Índice particular de revistas —o a una colección de tales índices—.
En la realidad de los hechos lo normal es que un científico, o un experto evaluador de un área de conocimiento, como no sea un cienciómetra o similar, no haya leído ni consultado ninguno de esos índices y que a menudo no tenga siquiera constancia de si son buenos o malos, justos o injustos. Un buen profesor de filosofía que puede evaluar equitativamente a sus pares (hasta cierto punto) puede no haber abierto nunca The Philosopher's Index ni estar al tanto de qué es lo que en él se indiza ni cómo.
Conque, en realidad, el modelo evaluativo gestocrático está introduciendo una notable novedad: la evaluación por los pares —subyacente, pese a las diferencias, a todos los sistemas anteriores— viene reemplazada por la evaluación por (presuntos) expertos en evaluación, que son quienes han dedicado tiempo al estudio de obras como Science Citation Index, Social Sciences Citation Index, Econlit, Latindex, la base de datos DICE y otros arcanos similares. Un académico normal difícilmente sacará tiempo para tales lecturas.
Toda esa evaluación la realizarán los expertos evaluadores y las comisiones sin leer ni una sola línea de lo escrito por el solicitante y sin oírle para nada. (Tenemos ahí un caso de fallo con fiscal pero sin abogado y sin escuchar al condenado; y no se me compare con un concurso de méritos que se haga en función de los currículos de los candidatos; pues justamente las acreditaciones no son concursos.)
§4.— Algunas pautas evaluativas de la ANECA
A todo lo anterior se añaden los puntos por «experiencia en gestión y administración», un rubro al que se reserva el 10% de la puntuación total para la acreditación como (posible) catedrático de Universidad. Es perfectamente comprensible que los gestócratas otorguen esa importancia a actividades de gestión; pero en realidad para una carrera académica deberían ser irrelevantes.
En cambio para acreditarse como posible catedrático la formación académica contará cero puntos. Un profesor de Universidad que —para ahondar en su capacitación con vistas a una investigación interdisciplinar— curse una segunda licenciatura o alcance un segundo doctorado no recibirá por ello ninguna valoración positiva, como tampoco si aprueba estudios de magister («máster» como ahora hay que decir) o cursos de especialización. Desde que uno accede al rango de Profesor Titular ya no tiene nada más que aprender —al menos nada que aprender de instituciones docentes.
Evidentemente, unos asesores o expertos tendrán un criterio; otros, otro. Y la comisión del ámbito X tendrá también su opinión, discrepante de la del ámbito Z. En un ámbito pueden acreditarse muchos más candidatos que plazas; en otro, muchos menos.
Los informes de los asesores son secretos. (La regla de clandestinidad la lleva la ANECA al punto de que su «Manual de evaluación de las solicitudes de acreditación para el acceso al cuerpo de catedráticos de Universidad…» porta la mención: «Documentación confidencial». Esta norma viola el canon metajurídico de que la norma, para tener vigencia, ha de ser pública.)
Se ha querido aplicar el procedimiento usual para los relatores de revistas. Es un método cargado de peligros, pero que, así y todo, puede cumplir su cometido (como un mal menor) para ese fin específico (el de seleccionar artículos sometidos para publicación), pero que resulta absolutamente inadmisible como procedimiento para proveer cuerpos de profesores o investigadores.
Practícase así la actuación en la sombra, con la irresponsabilidad que acarrea. Las instrucciones a los relatores los adiestran a usar la jerigonza pseudo-objetivista con frases hechas, estereotipadas, postizas, de quita y pon, para justificar sus valoraciones sin tener que comprometer una apreciación genuinamente razonada y discrecional en el buen sentido (en el cual quien ejerce su discreción sabe decir genuinamente por qué y cómo, sin acudir a latiguillos ni a clichés prefabricados —que, en este caso, además, son sugeridos por el apuntador, que es también quien nombra a esos evaluadores y les paga dietas).
Los gestócratas de algunos ámbitos han impuesto criterios como los siguientes. Para tener la posibilidad de presentarse a concursos de acceso a plazas de profesor titular de Universidad es menester tener tantos artículos en revistas A, haber sido investigador principal de al menos un proyecto, haber dirigido tesis doctorales, haber tenido tantas estancias en Universidades extranjeras «de prestigio» (entiéndase: de la Unión Europea o Norteamérica; el resto del mundo no cuenta).
Evidentemente en otro ámbito la comisión gestocrática respectiva tendrá otro criterio. La relevancia de tales criterios es muy discutible. ¿En qué vale más un científico simplemente porque se haya encargado, en el seno de un equipo, de la tarea de ser IP de un proyecto (apencando con las cargas telemáticas y administrativas de tal cargo)? Y, suponiendo que así sea, ¿por qué ha de haber tantos equipos cuantos profesores titulares —lo cual es menester para que cada PT encabece un equipo propio? ¿No se están incentivando así la escisión y la atomización?
(Tan obvia es esa objeción al peregrino criterio de exigir la condición de IP que incluso las normas confidenciales que promulga la ANECA para sus evaluadores preceptúan equiparar el mérito investigativo del IP al de cualquier otro miembro del equipo, aun reservando al IP un plus en el rubro de méritos de gestión. Sin embargo es dudoso en qué medida la ANECA aplica sus propias normas —las cuales, por otro lado, constituyen varios volúmenes cuya asimilación requeriría una considerable dedicación de tiempo y esfuerzo.)
Y ¿por qué cada profesor universitario ha de dirigir tesis doctorales? Puede haber miles de razones para que no lo haga: desde las circunstancias del alumnado que le haya caído en suerte hasta su temperamento retraído, la coincidencia con colegas más comunicativos en su departamento o la prevalencia en el mismo de una corriente doctrinal de la que él discrepa. Sin que nada de todo eso le impida ser un excelente investigador y un brillante profesor (acaso muchísimo mejor que los gestócratas de las comisiones y sus asesores).
Se está violando el art. 103.3 de la Constitución, que impone las reglas de acceso a la función pública según criterios de capacidad y mérito, que han de interpretarse según el principio constitucional de la igualdad: art. 1.1, art. 9.2, art. 14 y, más concretamente, art. 23.2. Y es que en un ámbito se va a establecer un filtro de cinco artículos; en otro, de siete; sin que tal disparidad responda a una necesidad objetiva ni a la diversidad disciplinar (y sin que tales listones se justifiquen por ningún motivo más que la escueta declaración de voluntad de quienes los esgrimen —a lo sumo aderezada con una frase hecha de la jerga gestocrática, como «no alcanza el nivel de referencia en su área»).
La comisión selecciona para cada caso asesores presuntamente imparciales; tal imparcialidad suele pertenecer a los ángeles más que a los hombres. (Si fuera un jurado colectivo, escogido por sorteo, se podría esperar que las parcialidades de signo opuesto se contrarrestaran, en virtud de la ley probabilística de los grandes números.)
Sin embargo, viene ahora lo más llamativo: los informes de los asesores no son vinculantes. La comisión puede, si le da la gana, permitirse hacer caso omiso, suspendiendo a candidatos a quienes los asesores recomendaban aprobar (dejando así el campo libre a otros, claro está) —y no sé si viceversa.
El resultado es una provisión de puestos docentes en las Universidades públicas españolas sujeto al visto bueno de unas omnímodas comisiones gestocráticas, formadas por figuras cuyo relieve no siempre consta como se esperaría que tuviera que constar y que —por lo menos en algunos casos— son de un espectro disciplinar alejado de las disciplinas de trabajo de muchos candidatos.
Así, si en el sistema de la LRU —imitado en eso, desgraciadamente, por el de las habilitaciones LOU— los tribunales estaban formados exclusivamente por profesores de la misma área de conocimiento a la que correspondía el perfil de la convocatoria (plaza o habilitación), ahora, cayéndose en el extremo opuesto, puede un candidato tener que someterse al dictamen de una comisión en la que no hay ni un solo miembro ni de su misma área ni de ninguna área próxima ni parecida. Con mala suerte, los anónimos asesores que emitirán sendos informes sobre él pueden también pertenecer a otras áreas de conocimiento.
Es, desde luego, anecdótica la evidencia de que yo dispongo. Hasta donde alcanza —a falta, y a la espera, de una recopilación cuidadosa de datos— lo que se está produciendo —al menos en algunas áreas de conocimiento (en la filosofía del derecho, para no ocultar lo que digo)— es todo lo contrario a lo que se temía: no un coladero, sino una escabechina.
Profesores de muchos méritos a quienes sólo la mala suerte o las circunstancias contingentes vetaron el acceso a la plaza que ambicionaban por la vía de las habilitaciones —pero que, por ese camino, hubieran acabado probablemente obteniéndola, y eso en disputa con otros candidatos de sobrados méritos— se ven ahora alegremente eliminados, despachados con una sarta de superficiales lugares comunes o pretextos de serie —teniendo encima que aguantar el sermoneo de paternalísticas recomendaciones para ganar puntos (consejos en muchos casos de imposible cumplimiento por grande que sea la valía del candidato, o sea: por mucho que sepa, por mucho que investigue, por bien que enseñe y por más cualidades que posea para facilitar el trabajo común que siempre se requiere en cualquier institución humana).
§5.— Conclusión
Ése es el reino de la ANECA. Ésa es la gestocracia. Ya se sabe: otro vendrá que bueno me hará. El sistema de las oposiciones tenía sus imperfecciones. El endogámico de la LRU fue mucho peor. El de la LOU, si mejoró en algo (las habilitaciones), empeoró en otro aspecto (concursos de acceso). Pero lo de ahora es peor que todo.
Con la LRU al menos había seguridad jurídica: ¡Hágase Ud cliente de un patrón local, de un cátedro que tenga entrada en el rectorado, y tendrá asegurada su plaza! Será injusto para los de fuera, para quienes no tienen esa suerte de ser apadrinados por el cacique local, pero al menos la regla es clara y uniforme: quien va a jugar en campo adverso saldrá inexorablemente derrotado, pero el que juega en campo propio alcanzará su objetivo. (Al menos así sucedía en la abrumadora mayoría de los casos; tantos que la improbabilidad de cumplimiento de esa ley podía desdeñarse a efectos prácticos.)
Ahora no hay nada de eso. Son insondables los designios de la providencia gestócrata. Sus criterios son opacos, arbitrarios, imprevisibles (salvo para quienes ya están suficientemente en el ajo de lo que se guisa en esas cocinas). Los resultados de la selección muchas veces escandalosos (por los casos que conozco —si es que vale aquí la inducción— tendería a decir que casi siempre son injustos).
Los reyes estaban legitimados por sus antepasados —y, en última instancia, por el derecho de conquista. Los meritócratas habían ganado sus oposiciones. Los demócratas ganan las elecciones. ¿Qué legitima a los gestócratas? Ellos no han accedido a sus puestos mediante ninguna prueba de acceso pública, mediante ninguna oposición, mediante ningún concurso abierto y competitivo. Lo que hacen o deshacen no es evaluado por nadie. A nadie rinden cuentas. Los méritos de que alardean son, a menudo, previas actividades de gestión y ejercicios de magnetismo financiero (cantidad de pesetas o euros que consiguieron captar para los proyectos de investigación que encabezaron). Su regla de confidencialidad de las actuaciones los pone a salvo incluso del juicio de la conciencia pública.
La agencia acreditadora tiene motivos suficientes para estar desacreditada. Pero, más allá de eso, la visión que la inspira significa haber caído en la ideología de los managers, los gestócratas, que tanto daño han hecho ya en el sector privado (no en vano han sido acusados de haber originado la actual crisis económica) y que más daño van a hacer en el sector público, con cuyos principios esenciales es incompatible esa ideología.
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El autor permite a todos reproducir, íntegra y textualmente, este artículo por cualquier medio de difusión.
1. La burocracia según Max Weber y el sistema de las oposiciones
2. De la endogamia de la LRU a las habilitaciones de la LOU
3. El sistema de las acreditaciones de 2007
4. Algunas pautas evaluativas de la ANECA
5. Conclusión
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§1.— La burocracia según Max Weber y el sistema de las oposiciones
Según una conocida tesis de Max Weber, la burocracia es una capa social que, habiendo escalado las vías de acceso y promoción de la función pública, va acaparando un gran poder y, parapetada en una racionalidad puramente instrumental, va reduciendo el margen de decisión de los gobernantes. La burocracia vendría entendida como una clase meritocrática, cuyo ascenso estaría determinado por el éxito en los concursos de acceso, seguido de los mecanismos del escalafón y el espíritu de cuerpo.
Esa visión tan negativa de la burocracia no tiene en cuenta sus grandes virtudes: gracias a tales sistemas, estableciéronse métodos de selección del personal administrativo mucho más justos que los que prevalecían en el sector privado; formáronse así cuerpos con devoción a la cosa pública y a los intereses generales que permitieron el fortalecimiento del Estado. Ejemplos de lo que digo serían los establecimientos de la administración pública en la República Francesa y el mandarinato de la vieja China imperial.
La tecnocracia vino después. Es un sector mucho más reducido, seleccionado mediante procedimientos menos claramente prefijados, más digitales, que otorgan prioridad a las competencias técnicas, a un saber-cómo. El tecnócrata no es el funcionario típico de los cuerpos de la administración estatal, sino el jefe del gabinete del Ministro o el secretario general técnico o cualquier otro nombrado para cargos de confianza por sus destrezas, su currículo, sus conocimientos especializados u otros motivos de discrecional apreciación. Los tecnócratas tienden a formar núcleos de poder decisorio, frecuentemente en la sombra (vocalías asesoras), manejando una jerga emanada de disciplinas de gran actualidad y generalmente expresables en gráficos y en fórmulas simbólicas, preferentemente matemáticas: sociometría, econometría y saberes afines.
Si el burócrata aparecía ya como un racionalizador instrumental que omitía, o quería soslayar, el problema de qué fines son racionales, todavía, sin embargo, partía de una misión confiada por los poderes públicos en la que todo había de supeditarse al cumplimiento de los fines establecidos por esos poderes para la realización de las tareas del Estado. En el caso del tecnócrata, en cambio, aun esas tareas se acoplarán a los imperativos de una racionalidad técnica matemáticamente expresada —o, por lo menos, formulada con una jerga especial acuñada en ciertos sectores punteros.
El modelo de Universidad que hubo en España de 1833 a 1982 fue un modelo burocrático, mandarinal, de meritocracia tradicional. Era el sistema de oposiciones nacionales, similar al que existía en otros países, sobre todo los latinos. Tal sistema sufrió los avatares políticos y tuvo que soportar las servidumbres de los períodos de grave imposición gubernamental, las depuraciones, los tribunales nombrados desde el poder, las guerras de clanes.
El sistema, de enorme vitalidad, coexistió con todo eso, lo absorbió y lo superó. Pervivió a través de monarquías, repúblicas y un caudillaje; de regímenes conservadores y progresistas. A pesar del diktat del régimen totalitario, emergió al final del mismo como un espacio de lucha por la libertad. Largos decenios de yugo nacional-sindicalista no habían podido evitar la incorporación de un número de profesores disidentes ni, menos aún, los pinitos de independencia y contestación social que se permitían muchos otros —bajo la influencia, ciertamente, de una sociedad inquieta y efervescente.
§2.— De la endogamia de la LRU a las habilitaciones de la LOU
El modelo de la LRU (Ley Orgánica 11/1983 de 25 de agosto de Reforma Universitaria), vigente entre 1983 y 2002, va a ser totalmente distinto. Habíamos pasado de la burocracia a la tecnocracia, pero eso no significa que los cuerpos docentes universitarios pasaran con ello a ser tecnocráticos. La tecnocracia tiene una vocación muy minoritaria y no expansiva, no pululante —como lo fue la burocracia. Los resortes de decisión por arriba se concentran ahora en comisiones de designación digital; pero, en cambio, los cuerpos permanentes se devalúan, deteriorándose o destruyéndose los mecanismos administrativos de incorporación y de promoción. En su lugar lo que impera es la endogamia brutal y descarada, ahora vinculada a la democracia académica.
Pese a algunas evoluciones para evitar —o, mejor, disimular— los casos más flagrantes y escandalosos de favoritismo local, el sistema LRU fue el de cooptación por los de la casa para los de la casa, jugando los miembros sorteados de los tribunales (visitantes foráneos) un papel de comparsas o colaboradores de la operación endogámica —papel que sería recíprocamente correspondido en la siguiente ocasión.
Era un sistema extremadamente injusto e ineficaz —ineficaz para hacer una selección del profesorado concorde con la misión docente e investigativa de la Universidad. Pero arraigó, prosperó y se adaptó, hasta el punto de que persistió incólume a través de las elecciones parlamentarias de 1986, 1989, 1993 y 1996; seis legislaturas coexistieron, total o parcialmente, con ese sistema. Fue sólo el 21 de diciembre de 2001 (año y medio largo después de iniciada la segunda y última legislatura conservadora) cuando, por fin, se terminó con la promulgación de la LOU (Ley Orgánica 6/2001 de 21 de diciembre, de Universidades).
Un término muy relativo. Lo que se instauró fue un mecanismo previo de habilitación nacional, que en algo se parecía a las viejas oposiciones decimonónicas, pero que no cubría las plazas vacantes sino sólo otorgaba un certificado requerido para presentarse a concursos de acceso; éstos, en cambio, caían, aún más que con la LRU, bajo los imperativos de la endogamia y del localismo.
Además de eso, el sistema de las pruebas de habilitación nacional de la LOU tenía serios defectos técnicos, justamente porque sus diseñadores no habían osado restablecer las oposiciones (que, a esas alturas, se consideraban incompatibles con la autonomía universitaria, instaurada ex nouo por la Constitución de 1978). Era pesado, costoso, poco eficiente. Pero lo que es verdad es que constituía una gran mejora con respecto al sistema abiertamente endogámico de la LRU; un pequeño retorno, a medias, a la Universidad de los viejos tiempos.
Ahora bien, prodújose, auspiciada por los rectorados, una movilización general en contra de la LOU y, en concreto, de las habilitaciones. Hubo resultados injustos en varias de esas pruebas. Pero se desconoció que, a pesar de ello, el sistema abría un cauce objetivamente más equilibrado y que, de haber permanecido, hubiera conducido, a la larga, a una erosión del poder de los cacicazgos y las camarillas (porque en un tribunal de siete integrantes —todos escogidos por sorteo y poseedores de un cierto umbral de méritos— se limitaban las probabilidades de imposición automática de los discípulos del escoliarca más poderoso, abriéndose resquicios, igual que anteriormente el sistema de las oposiciones había —por acumulación de tales rendijas— abierto las puertas a muchos disidentes).
El aluvión de descontentos de las habilitaciones secundó masivamente las acometidas rectorales. En cuanto hallaron ocasión política propicia —y aprovechándose oportunísticamente de una confusión de géneros—, lanzaron el asalto y destrozaron el sistema de las habilitaciones de la LOU.
§3.— El sistema de las acreditaciones de 2007
¿Qué vino entonces? Lo que vino —con la Ley Orgánica 4/2007 del 12 de abril— no es lo que creímos que iba a venir (o lo que creyó equivocadamente el autor de este artículo). Pensábamos en el simple retorno de la endogamia LRU, en la Universidad corporativa de los cacicazgos y los poderes localistas. Cuando nos dijeron que las habilitaciones se reemplazarían por acreditaciones, nos pareció ver confirmados nuestros erróneos pronósticos.
La acreditación sería otorgada por la ANECA («agencia nacional de evaluación de la calidad y acreditación», un establecimiento público, en teoría [acogido a la acomodante figura de la Fundación], que funcionaba en régimen de agencia de derecho privado y que había sido creado [el 19 de julio de 2002] por un decreto del gobierno conservador de J.M. Aznar López, en su afán de privatizar o semi-privatizar lo más posible, practicando la huida del derecho administrativo [que se había puesto en marcha ya antes]). Supimos que las acreditaciones se darían sin mediar ninguna prueba pública y sin numerus clausus.
Había enorme expectación entre los suspendidos de las habilitaciones, quienes abrigaban la esperanza de que el nuevo sistema sería un trámite rutinario, al cabo del cual lo único serio y duro sería el concurso de acceso, en el cual los imperativos de la endogamia estaban garantizados y asegurados.
No ha sido así. La agencia acreditante ha resultado el poder concentrado de una nueva capa, que ya no es ni la burocracia mandarinal ni la tecnocracia, aunque sí actúa en conchabanza con ésta —que le sirve de auxilio con la implementación (la palabra viene al pelo) de técnicas cienciométricas, proyecciones gráficas y aplicaciones telemáticas desalentadoras para los no avezados. Pero al final las decisiones las toman otros. No es el poder político. No son los gobernantes a quienes, directa o indirectamente, ha escogido el elector. Ni son los ingenieros sociométricos. Ni, desde luego, los que, por su carrera y por el escalafón, estarían llamados a ocupar los sillones tribunalicios en un sistema meritocrático (tradicional). Son los gestócratas.
El gestócrata es un personaje que, a través del pasilleo, ha ido granjeándose la simpatía de ciertos gobernantes. Tiene fama de estar por encima del bien y del mal, de las tendencias políticas, porque hace un poco a todo (o, al menos, a mucho y muy variado). También ha ido acumulando fama y exhibe su currículo, que en un número de casos es bueno —lo cual no significa que sea el mejor ni que ese currículo le dé especiales capacidades de selección. El nombramiento de los gestócratas es, desde luego, digital, de arriba abajo.
Las agencias gestocráticas, una vez constituidas, se convierten en organismos muy autónomos —aunque sus directivos y asesores no han sido seleccionados nunca mediante oposiciones ni siquiera concursos ni en virtud de la aplicación de baremos objetivos y automáticos. Erígense así en una élite que, de suyo, no tiene especiales competencias técnicas ni antigüedad en el escalafón ni cumple con ningún otro criterio de selección salvo haber impresionado al círculo de las antesalas —en algunos casos por méritos auténticos.
El gestócrata no sería nada sin el tecnócrata, pero éste ahora pasa a ocupar su sitio, siendo reducido su poder instrumental. Esos tecnócratas auxiliares se extraen de diversos medios: pedagogos, politólogos, sociólogos, manejadores de toda la jerga más actualizada, que todo lo exponen con el power-point en un discurso atiborrado de frases inglesas.
Pero no se desdibujan las fronteras entre ambos grupos. El gestócrata está por encima. Y, contrariamente a la benignidad y manga ancha que se esperaba, practica el maltusianismo.
En una oposición o en un concurso se supone que ganan los mejores. Sabemos que eso no pasa así ni siempre ni las más veces, pero así debería pasar; la función del sistema es que así sea.
En una acreditación, no. Queda acreditado aquel que los gestócratas y sus asesores consideran idóneo. Pueden ser muchos o pocos. Diez veces más que plazas vacantes o diez veces menos.
Como la acreditación no es comparativa, no se evalúan, lado a lado, los méritos de los candidatos, para ordenarlos y así sacar a los mejores. En vez de eso, las comisiones gestocráticas, ayudadas por sus expertos (todos igualmente de selección digital), pretenden evaluar según criterios objetivos, pero no siempre los mismos: número de estancias en el extranjero; número de artículos en revistas «de reconocido prestigio e incluidas en los catálogos tipo Journal Citation Reports o equivalentes en cada especialidad»; para entendernos: revistas de clase A (la clasificación la hacen ciertas agencias acreditadoras, generalmente privadas); número de artículos en otras revistas científicas; número de libros siempre que «tengan ISBN y que se publiquen en editoriales especializadas de reconocido prestigio, en las que se pueda garantizar un riguroso proceso de selección y evaluación de los trabajos»; número de conferencias pronunciadas; puntaje (en un marcador a veces etéreo o imaginario) de la Universidad que haya otorgado al candidato su último título universitario; prestigio (ése sí discrecionalmente apreciado) de las Universidades en las que haya enseñado o que haya visitado.
El criterio del prestigio —que se repite usque ad nauseam—, al igual que otros conceptos usados en toda esa prosa, encierran dosis, no ya de apreciación, sino de arbitrariedad e imprevisibilidad. Se está exigiendo al evaluador hincar la rodilla ante un presunto consenso sobre los indicios de calidad y de prestigio que, en unos casos, es ilusorio o indefinido y, en otros, viene estricta y artificialmente fijado por la referencia a una autoridad que se le impone, a un Índice particular de revistas —o a una colección de tales índices—.
En la realidad de los hechos lo normal es que un científico, o un experto evaluador de un área de conocimiento, como no sea un cienciómetra o similar, no haya leído ni consultado ninguno de esos índices y que a menudo no tenga siquiera constancia de si son buenos o malos, justos o injustos. Un buen profesor de filosofía que puede evaluar equitativamente a sus pares (hasta cierto punto) puede no haber abierto nunca The Philosopher's Index ni estar al tanto de qué es lo que en él se indiza ni cómo.
Conque, en realidad, el modelo evaluativo gestocrático está introduciendo una notable novedad: la evaluación por los pares —subyacente, pese a las diferencias, a todos los sistemas anteriores— viene reemplazada por la evaluación por (presuntos) expertos en evaluación, que son quienes han dedicado tiempo al estudio de obras como Science Citation Index, Social Sciences Citation Index, Econlit, Latindex, la base de datos DICE y otros arcanos similares. Un académico normal difícilmente sacará tiempo para tales lecturas.
Toda esa evaluación la realizarán los expertos evaluadores y las comisiones sin leer ni una sola línea de lo escrito por el solicitante y sin oírle para nada. (Tenemos ahí un caso de fallo con fiscal pero sin abogado y sin escuchar al condenado; y no se me compare con un concurso de méritos que se haga en función de los currículos de los candidatos; pues justamente las acreditaciones no son concursos.)
§4.— Algunas pautas evaluativas de la ANECA
A todo lo anterior se añaden los puntos por «experiencia en gestión y administración», un rubro al que se reserva el 10% de la puntuación total para la acreditación como (posible) catedrático de Universidad. Es perfectamente comprensible que los gestócratas otorguen esa importancia a actividades de gestión; pero en realidad para una carrera académica deberían ser irrelevantes.
En cambio para acreditarse como posible catedrático la formación académica contará cero puntos. Un profesor de Universidad que —para ahondar en su capacitación con vistas a una investigación interdisciplinar— curse una segunda licenciatura o alcance un segundo doctorado no recibirá por ello ninguna valoración positiva, como tampoco si aprueba estudios de magister («máster» como ahora hay que decir) o cursos de especialización. Desde que uno accede al rango de Profesor Titular ya no tiene nada más que aprender —al menos nada que aprender de instituciones docentes.
Evidentemente, unos asesores o expertos tendrán un criterio; otros, otro. Y la comisión del ámbito X tendrá también su opinión, discrepante de la del ámbito Z. En un ámbito pueden acreditarse muchos más candidatos que plazas; en otro, muchos menos.
Los informes de los asesores son secretos. (La regla de clandestinidad la lleva la ANECA al punto de que su «Manual de evaluación de las solicitudes de acreditación para el acceso al cuerpo de catedráticos de Universidad…» porta la mención: «Documentación confidencial». Esta norma viola el canon metajurídico de que la norma, para tener vigencia, ha de ser pública.)
Se ha querido aplicar el procedimiento usual para los relatores de revistas. Es un método cargado de peligros, pero que, así y todo, puede cumplir su cometido (como un mal menor) para ese fin específico (el de seleccionar artículos sometidos para publicación), pero que resulta absolutamente inadmisible como procedimiento para proveer cuerpos de profesores o investigadores.
Practícase así la actuación en la sombra, con la irresponsabilidad que acarrea. Las instrucciones a los relatores los adiestran a usar la jerigonza pseudo-objetivista con frases hechas, estereotipadas, postizas, de quita y pon, para justificar sus valoraciones sin tener que comprometer una apreciación genuinamente razonada y discrecional en el buen sentido (en el cual quien ejerce su discreción sabe decir genuinamente por qué y cómo, sin acudir a latiguillos ni a clichés prefabricados —que, en este caso, además, son sugeridos por el apuntador, que es también quien nombra a esos evaluadores y les paga dietas).
Los gestócratas de algunos ámbitos han impuesto criterios como los siguientes. Para tener la posibilidad de presentarse a concursos de acceso a plazas de profesor titular de Universidad es menester tener tantos artículos en revistas A, haber sido investigador principal de al menos un proyecto, haber dirigido tesis doctorales, haber tenido tantas estancias en Universidades extranjeras «de prestigio» (entiéndase: de la Unión Europea o Norteamérica; el resto del mundo no cuenta).
Evidentemente en otro ámbito la comisión gestocrática respectiva tendrá otro criterio. La relevancia de tales criterios es muy discutible. ¿En qué vale más un científico simplemente porque se haya encargado, en el seno de un equipo, de la tarea de ser IP de un proyecto (apencando con las cargas telemáticas y administrativas de tal cargo)? Y, suponiendo que así sea, ¿por qué ha de haber tantos equipos cuantos profesores titulares —lo cual es menester para que cada PT encabece un equipo propio? ¿No se están incentivando así la escisión y la atomización?
(Tan obvia es esa objeción al peregrino criterio de exigir la condición de IP que incluso las normas confidenciales que promulga la ANECA para sus evaluadores preceptúan equiparar el mérito investigativo del IP al de cualquier otro miembro del equipo, aun reservando al IP un plus en el rubro de méritos de gestión. Sin embargo es dudoso en qué medida la ANECA aplica sus propias normas —las cuales, por otro lado, constituyen varios volúmenes cuya asimilación requeriría una considerable dedicación de tiempo y esfuerzo.)
Y ¿por qué cada profesor universitario ha de dirigir tesis doctorales? Puede haber miles de razones para que no lo haga: desde las circunstancias del alumnado que le haya caído en suerte hasta su temperamento retraído, la coincidencia con colegas más comunicativos en su departamento o la prevalencia en el mismo de una corriente doctrinal de la que él discrepa. Sin que nada de todo eso le impida ser un excelente investigador y un brillante profesor (acaso muchísimo mejor que los gestócratas de las comisiones y sus asesores).
Se está violando el art. 103.3 de la Constitución, que impone las reglas de acceso a la función pública según criterios de capacidad y mérito, que han de interpretarse según el principio constitucional de la igualdad: art. 1.1, art. 9.2, art. 14 y, más concretamente, art. 23.2. Y es que en un ámbito se va a establecer un filtro de cinco artículos; en otro, de siete; sin que tal disparidad responda a una necesidad objetiva ni a la diversidad disciplinar (y sin que tales listones se justifiquen por ningún motivo más que la escueta declaración de voluntad de quienes los esgrimen —a lo sumo aderezada con una frase hecha de la jerga gestocrática, como «no alcanza el nivel de referencia en su área»).
La comisión selecciona para cada caso asesores presuntamente imparciales; tal imparcialidad suele pertenecer a los ángeles más que a los hombres. (Si fuera un jurado colectivo, escogido por sorteo, se podría esperar que las parcialidades de signo opuesto se contrarrestaran, en virtud de la ley probabilística de los grandes números.)
Sin embargo, viene ahora lo más llamativo: los informes de los asesores no son vinculantes. La comisión puede, si le da la gana, permitirse hacer caso omiso, suspendiendo a candidatos a quienes los asesores recomendaban aprobar (dejando así el campo libre a otros, claro está) —y no sé si viceversa.
El resultado es una provisión de puestos docentes en las Universidades públicas españolas sujeto al visto bueno de unas omnímodas comisiones gestocráticas, formadas por figuras cuyo relieve no siempre consta como se esperaría que tuviera que constar y que —por lo menos en algunos casos— son de un espectro disciplinar alejado de las disciplinas de trabajo de muchos candidatos.
Así, si en el sistema de la LRU —imitado en eso, desgraciadamente, por el de las habilitaciones LOU— los tribunales estaban formados exclusivamente por profesores de la misma área de conocimiento a la que correspondía el perfil de la convocatoria (plaza o habilitación), ahora, cayéndose en el extremo opuesto, puede un candidato tener que someterse al dictamen de una comisión en la que no hay ni un solo miembro ni de su misma área ni de ninguna área próxima ni parecida. Con mala suerte, los anónimos asesores que emitirán sendos informes sobre él pueden también pertenecer a otras áreas de conocimiento.
Es, desde luego, anecdótica la evidencia de que yo dispongo. Hasta donde alcanza —a falta, y a la espera, de una recopilación cuidadosa de datos— lo que se está produciendo —al menos en algunas áreas de conocimiento (en la filosofía del derecho, para no ocultar lo que digo)— es todo lo contrario a lo que se temía: no un coladero, sino una escabechina.
Profesores de muchos méritos a quienes sólo la mala suerte o las circunstancias contingentes vetaron el acceso a la plaza que ambicionaban por la vía de las habilitaciones —pero que, por ese camino, hubieran acabado probablemente obteniéndola, y eso en disputa con otros candidatos de sobrados méritos— se ven ahora alegremente eliminados, despachados con una sarta de superficiales lugares comunes o pretextos de serie —teniendo encima que aguantar el sermoneo de paternalísticas recomendaciones para ganar puntos (consejos en muchos casos de imposible cumplimiento por grande que sea la valía del candidato, o sea: por mucho que sepa, por mucho que investigue, por bien que enseñe y por más cualidades que posea para facilitar el trabajo común que siempre se requiere en cualquier institución humana).
§5.— Conclusión
Ése es el reino de la ANECA. Ésa es la gestocracia. Ya se sabe: otro vendrá que bueno me hará. El sistema de las oposiciones tenía sus imperfecciones. El endogámico de la LRU fue mucho peor. El de la LOU, si mejoró en algo (las habilitaciones), empeoró en otro aspecto (concursos de acceso). Pero lo de ahora es peor que todo.
Con la LRU al menos había seguridad jurídica: ¡Hágase Ud cliente de un patrón local, de un cátedro que tenga entrada en el rectorado, y tendrá asegurada su plaza! Será injusto para los de fuera, para quienes no tienen esa suerte de ser apadrinados por el cacique local, pero al menos la regla es clara y uniforme: quien va a jugar en campo adverso saldrá inexorablemente derrotado, pero el que juega en campo propio alcanzará su objetivo. (Al menos así sucedía en la abrumadora mayoría de los casos; tantos que la improbabilidad de cumplimiento de esa ley podía desdeñarse a efectos prácticos.)
Ahora no hay nada de eso. Son insondables los designios de la providencia gestócrata. Sus criterios son opacos, arbitrarios, imprevisibles (salvo para quienes ya están suficientemente en el ajo de lo que se guisa en esas cocinas). Los resultados de la selección muchas veces escandalosos (por los casos que conozco —si es que vale aquí la inducción— tendería a decir que casi siempre son injustos).
Los reyes estaban legitimados por sus antepasados —y, en última instancia, por el derecho de conquista. Los meritócratas habían ganado sus oposiciones. Los demócratas ganan las elecciones. ¿Qué legitima a los gestócratas? Ellos no han accedido a sus puestos mediante ninguna prueba de acceso pública, mediante ninguna oposición, mediante ningún concurso abierto y competitivo. Lo que hacen o deshacen no es evaluado por nadie. A nadie rinden cuentas. Los méritos de que alardean son, a menudo, previas actividades de gestión y ejercicios de magnetismo financiero (cantidad de pesetas o euros que consiguieron captar para los proyectos de investigación que encabezaron). Su regla de confidencialidad de las actuaciones los pone a salvo incluso del juicio de la conciencia pública.
La agencia acreditadora tiene motivos suficientes para estar desacreditada. Pero, más allá de eso, la visión que la inspira significa haber caído en la ideología de los managers, los gestócratas, que tanto daño han hecho ya en el sector privado (no en vano han sido acusados de haber originado la actual crisis económica) y que más daño van a hacer en el sector público, con cuyos principios esenciales es incompatible esa ideología.
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*Lorenzo Peña es Profesor de investigación del CSIC en el área de Filosofía del Derecho. Grupo de Estdios Lógico-Jurídicos, JuriLog.
lo del gestócrata es la clave!!! a algunos los veremos, más pornto que tarde en los situales de honor de los clasutros universitarios
ResponderEliminarSe me había pasado comentar que poco más se puede decir (algo sí y lo han dicho otros: por ejemplo, se puede uno acreditar sin saber pronunciar una frase completa): diagnóstico claro y, en mi opinión, plenamente certero. Deberían leerlo los padres del sistema y quienes lo potencian. ¿Podemos hacer algo para cambiarlo?
ResponderEliminar¿qué tal un manifiesto anti-acreditación? o anti-aneca...
ResponderEliminarYa lo hay, al menos respecto de los estudios de Derecho: http://sites.google.com/site/saquemosderechodebolonia/
ResponderEliminarSaludos cordiales. Miguel.
Acierta plenamente en denunciar todos los defectos del sistema Aneca y lo expresa, magistralemente y con una gran capacidad de análisis.
ResponderEliminarDescribe las claves que llevan a comprender el hastío generalizado de quienes nos dedicamos a la docencia en la universidad, y que nos deja al albur del sistema más oscurantista y arbitrario de todos los que hemos conocido hasta la fecha.
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