I
El “librito” –como lo denomina el autor- es continuación de otro anterior escrito por el propio autor y titulado El proceso de Bolonia: un sueño convertido en pesadilla. Si aquél constituye un análisis jurídico del conjunto de documentos y normas que resultan de aplicación al llamado Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) y, más comúnmente, Plan Bolonia; éste es una reflexión sobre los temas capitales de la Universidad cuando ésta está a punto de implantar en masa los grados universitarios que nos deberían conducir a la libre circulación de ideas, de profesores y de alumnos en toda Europa.
El objetivo del libro es suscitar el debate sobre los temas que en él se tratan en el convencimiento de que es necesaria una reforma en profundidad de la Universidad española para situarla en el nivel de exigencias que demanda nuestra sociedad. Aunque, a mi juicio, el libro va más allá presentando propuestas, que no dudo en calificar muchas de ellas de valientes, en pro de una universidad excelente o, cuando menos, de una universidad mejor, pues como muy bien ha escrito: “dudo que nos merezcamos una universidad mejor, pero creo firmemente que debemos aspirar a una universidad mejor” (p.94). Desde luego que el objetivo propuesto lo cumple con creces. El lector no permanecerá indiferente según avance en su lectura y criticará o mostrará su conformidad con el análisis y las propuestas que formula.
Este es un libro que nos hace sentir a los universitarios vivos o, al menos, a pensar que no todo en la Universidad española está mortecino. Que la universidad tenga problemas, lejos de ser una anomalía –dice el autor- podría ser, incluso un síntoma de vitalidad de una de las instituciones más antiguas del mundo medieval (p.28). Pues bien, esta obra nos quiere reanimar diciendo que tenemos delante una oportunidad de enfrentarnos y resolver los problemas que padecemos desde hace décadas y décadas en la universidad.
El autor –Dr. Enrique Linde Paniagua- es un acreditado profesor universitario que lleva ejerciendo desde hace más de cuarenta y cinco años como docente e investigador y que de sus propuestas –acertadas o no, pero sinceras- no piensa sacar ningún provecho, pues, como señala, “Mi interés en la reforma, se podría decir, no es para mi mundo” (p.52).
II
El profesor Linde Paniagua ha estructurado el libro en once apartados de desigual tamaño, además de un pequeño prólogo, aunque más bien deberíamos hablar de diez apartados y, como todo buen trabajo de investigación, unas conclusiones que me atrevo a calificar de esperanzadoras o, siguiendo al autor, de alguna luz al final del túnel. A efectos expositivos, en mi opinión, se puede estructurar en dos partes muy claras esta contribución al debate universitario.
La parte primera, que se inicia con unas clarificadores páginas de la historia de la universidad con el ánimo de extraer unas enseñanzas, es un análisis de la situación y, sobre todo, un planteamiento de las cuestiones basilares del tema hasta el punto de que, como si desmontara todas las piezas de un edificio, se llega a preguntar si deben seguir existiendo las universidades. Y, la parte segunda, como si se tratara de un informe de la Ilustración (no cabe duda que el profesor Linde, además de persona muy ilustrada, se siente sucesor de esa época) aborda de cómo se debe afrontar la reforma de la universidad (apartado 5); de cómo deben regularse los grados y las disciplinas que se estudian en los mismos (apartado 6); y de cómo incrementar la calidad del profesorado (apartado 7), constituyendo así el meollo del trabajo y su parte, en mi opinión más enriquecedora, sin desmerecer los otros tres apartados (breves) que dedica a los estudiantes, la financiación y el sistema de gobierno de las Universidades.
III
El libro se inicia, como anunciaba, recordándonos el origen de la universidad, su desarrollo y una especial referencia, claro es, a la universidad española.
Los orígenes se sitúan a finales del siglo XII. Bolonia, París, Oxford y Palencia fueron las primeras universidades que nacieron como gremios o cofradías de maestros y discípulos que abandonaban el manto protector de monasterios y catedrales para irrumpir en las ciudades (p.10).
Pero no es este origen, más que conocido, y el desarrollo que experimentaron las universidades con sus siglos de esplendor (desde su aparición hasta finales del siglo XV) y de decadencia (desde el siglo XVII hasta el XIX con la creación de la Universidad de Berlín) lo que más puede interesar al lector. Lo instructivo son las enseñanzas que se extraen de esa historia y que se resumen en dos: de un lado, desde los inicios de las universidades han estado presentes dos principios contradictorios, el de la libertad de los maestros y discípulos para organizarse libremente (autonomía universitaria) y el de la autoridad exterior ejercida por la iglesia y los monarcas (intervención del exterior) (p. 11); y, por otro, la reforma más trascendental que se produjo con Humboldt y, por tanto, el renacer de la universidad que fue modelo para europeas y americanas, se debió a que se puso la universidad al servicio de la sociedad abandonándose toda suerte de gremialismo y se llevó a cabo al margen de la universidad por políticos imbuidos en el espíritu de su tiempo (p.13).
La decadencia de la Universidad española se inició, para algunos, con Felipe II y su Pragmática de 1559 que impedía que los españoles pudieran estudiar en universidades extranjeras; y, salvo la conocida como edad de plata de la ciencia española (D. Santiago Ramón y Cajal es la excepción que confirma la regla), ha continuado su declive acentuado por la Ley de Ordenación Universitaria de la postguerra civil que concebía la universidad española más próxima a la sociedad medieval que a la contemporánea; la presión demográfica de los años 60 y 70 del siglo pasado y la irrupción de las Comunidades Autónomas que iniciaron una desenfrenada carrera en la creación de nuevas universidades pasando de doce a más de setenta, incluidas las privadas que no han aportado nada al sistema universitario español, ya que, como las califica el profesor Linde, salvo las primeras fundadas por órdenes religiosas, son “universidades-empresa” o “universidades-negocio” (p.19).
Nos evoca, por su permanente actualidad, el famoso opúsculo de Ortega y Gasset (otra gran excepción a la regla general de la Universidad española) Misión de la Universidad, para constatar que ninguna de las tres tareas que, a juicio del pensador universal, constituyen aquélla se dan en la actualidad. La universidad ni hace hombres cultos, antes bien se ha convertido en un “nuevo bárbaro” (p.24); ni forma buenos profesionales, salvo contadas ocasiones y el Proceso de Bolonia no hará sino agudizar el problema; ni investiga ni prepara a los futuros investigadores, también con muy honrosas excepciones. El opúsculo de Ortega –dirá Linde Paniagua- es una pieza fundamental para abordar una reforma seria de la Universidad más allá de maquillajes al uso (p.26).
Como señalaba en líneas anteriores, el profesor Linde se cuestiona, puesto que la reforma de la universidad debe afrontarse desde la libertad, si esta institución debe seguir existiendo y llega a la conclusión de que sí, pero otras Universidades. A su juicio, a las universidades se las debe desproveer del monopolio de la expedición de los títulos conducentes al ejercicio de profesionales, salvo en aquellas que sean de gran trascendencia social y exijan la intervención reguladora del Estado (se refiere, fundamentalmente, a las profesiones sanitarias, las carreras de ciencias y las ingenierías clásicas) para las demás no tiene justificación mantener ese privilegio que hace que las universidades puedan subsistir durante siglos tal y como las conocemos, aunque ello no signifique ni que sean excelentes ni que estén dando los pasos necesarios para que lo sean.
Las macro universidades con que contamos que agrupan todo tipo de saberes son del todo ineficientes y, por ello, propugna universidades por ramas de conocimiento. No es éste, sin embargo, mi parecer, ya que el propio concepto de universidad lleva ínsito el conocimiento universal y considero bueno que los estudiantes de los distintos grados se relacionen entre sí para que tengan el conocimiento cierto de que más allá de la ciencia que estudian existen otros saberes y otras metodologías, pues de lo contrario tenderían a comprender el mundo sólo desde su óptica; y, por ello, propugno, siguiendo a Ortega, además de la universalización de la universidad, que todos los universitarios deberían tener conocimientos de Física (la imagen física del mundo); Biología (los temas fundamentales de la vida orgánica); Historia (el proceso histórico de la especie humana); Sociología (la estructura y funcionamiento de la vida social); Filosofía (el plano del Universo), a los que muy modestamente yo me atrevería a añadir Tecnología (el conocimiento de las nuevas herramientas de la sociedad del conocimiento en que vivimos).
Lo que sí comparto con el autor es que las universidades de nuestra época deben ser organizaciones más ligeras, menos burocráticas y más uniforme en sus contenidos; se trataría de volver –dice- al significado primigenio de universidad como corporación de maestros y discípulos en determinadas materias (p.43).
Como final de la primera parte o como principio de la segunda, esto es, como engarce entre una y otra, el autor, de acuerdo con el excelente artículo de Rafael Argullol “Disparad contra la Ilustración”, nos pone de relieve que el problema más grave de fondo que padecemos es la “atmósfera antilustrada” y contra el que tenemos que luchar formando elites ilustradas que creen opinión y abandonemos esa idea igualitarista de que todas las opiniones valen lo mismo, pues es seguir la dirección contraria a la excelencia que debe formar parte del ADN de las universidades de nuestro tiempo.
La segunda parte está dedicada a formular algunas propuestas necesarias dirigidas, cuando menos, a elevar el nivel de las universidades.
El profesor Linde es realista, si bien dotado también de cierta utopía que es lo que hace mover el mundo. Considera, por un lado que esta reforma necesita para implementarse de un plazo de entre 10 y 15 años, lo que puede constituir una generación y ello porque no puede derribarse un edificio sin que haya otro donde alojarse. El autor es un conocido y reputado administrativista y le puede más el principio de continuidad del servicio público que derrumbar todo para construir sobre las cenizas. Y, por otro, estima, asimismo, imprescindible, un pacto de Estado, que imputa a los dos grandes partidos con representación parlamentaria y que, en mi opinión, debería extenderse a todo el arco parlamentario posible sobre el acuerdo de los dos grandes. Si no se dan estas dos condiciones difícilmente será posible la seria, profunda y rigurosa reforma que demanda la Universidad española.
Después de haber fijado el objetivo de la reforma cuyo procedimiento deberá ser participativo en su primera fase, esto es, deberá oírse la voz de profesores, alumnos y otros operadores sociales, propone que la reforma de los distintos estudios sea llevada a cabo por hombres y mujeres sabios (deben descartarse –y no le falta razón- psicólogos, pedagogos y psicopedagogos), grupos reducidos que formulen los proyectos de reforma de los diferentes estudios (p.55).
Propone que los Estados miembros transfieran a la Unión Europea una parte sustancial de las competencias educativas si realmente se quiere construir ese EEES y esto porque el éxito del modelo depende de que alcance a la enseñanza en su conjunto.
Pero ¿dónde queda, según este panorama que describe el autor, la autonomía universitaria? En la determinación de un porcentaje significativo de los contenidos educativos y en la organización interna de las funciones que les atribuya los poderes públicos con competencia en la materia: Unión Europea, Estados miembros y organizaciones subestatales. Y limita a este contenido la autonomía de las Universidades, de manera principal, por dos razones: una, porque si una de las funciones fundamentales de la universidad es la de formar profesionales que muevan la maquinaria social es razonable llegar a la conclusión de que sea la sociedad la que intervenga en la organización de dichos estudios; y, dos, por el interés general, que hoy no está ni en las universidades ni en los profesores que se comportan de manera gremial.
Denuncia “uno de los actos de irresponsabilidad más grave de la historia de la democracia” (p.61) de los que no están exentos de culpa las universidades por haber aceptado esa transferencia de responsabilidad: la decisión de la Sra. Ministra de Educación (del Gobierno, señalaría yo) de abdicar de determinar entre el 50 y el 75 por ciento del total de los créditos de los diferentes grados. Y trata de buscar las razones que pueden explicar tamaño desatino, pero no las encuentra más que en la mera dejación de responsabilidad. En suma, encuentra que tal decisión ha contradicho el objetivo principal del Proceso de Bolonia que no es otro que el de conseguir por cauces no imperativos que se armonicen los contenidos de los estudios universitarios en Europa.
La oferta de grados; su oferta cuantitativa; las contradicciones entre el Proceso de Bolonia y la normativa española vigente para su aplicación; el modo de enseñar; la selección del profesorado; el incremento de la calidad de éste y de la docencia impartida; los rankings; las notas media; los sistemas de evaluación; y, en suma, la búsqueda de la excelencia, son algunos de los temas que el profesor Linde Paniagua desgrana y sobre los que formula propuestas a lo largo de las páginas de este sugerente libro.
Por supuesto, no todos pueden ser abordados en esta recensión, por lo que ofreceré, con la finalidad de hacer interesante al lector la lectura del libro del profesor Linde, algunas pinceladas sobre algunos de ellos.
La oferta de grados debe atender, a juicio del autor, a la demanda social y a las nuevas necesidades; y deben ser los poderes públicos quienes asuman los riesgos de formular una oferta atendiendo a esos dos parámetros, así como también deben asumir el riesgo respecto de la oferta cuantitativa, esto es, el número de plazas públicas y privadas que de las distintas profesiones requiera la sociedad. Las universidades no deben ser actores en la adopción de estas decisiones, que no forman parte del contenido de su autonomía.
El Proceso de Bolonia postula grados que permitan el ejercicio de profesiones y, sin embargo, la normativa española sobre elaboración de los grados persigue que éstos sean generales. Sin duda, ésta –dice el profesor Linde- es una contradicción entre el espíritu de Bolonia y su aplicación en España, pues si queremos cumplir con este Proceso en ningún caso los grados podrían ser generales, sino especializados para conducir al ejercicio de la correspondiente profesión. Las ingenierías clásicas han convertido en grados algunas de sus especialidades y lo mismo ha hecho –a mi juicio, de manera lamentable- algunas universidades en el caso de las ciencias económicas y empresariales de donde dos grados se han sacado cuatro sin que tengan justificación alguna.
Existen otros grados que se resisten a esta especialización. Es el caso de los estudios de Derecho y, por ello, el autor propone que estos estudios que, además, son de larga duración e incompatibles con los postulados básicos de Bolonia se excluyan de este proceso, como ha hecho, por otro lado, Alemania. Aunque, el profesor Linde realiza una interesante propuesta para los estudios de Derecho compatibles con los planes de Bolonia, pues en su realismo sabe también que la petición que hace caerá en saco roto. Propone, para su acercamiento a Bolonia, desdoblar los estudios de Derecho, de manera talque los dos primeros años estuvieran dedicados a obtener conocimientos generales en las disciplinas jurídicas básicas y los otros dos a estudiar una especialidad en Derecho Constitucional, Administrativo, Civil, Mercantil, Labora, Fiscal, y algunas más, dedicando un año o año y medio a un master posterior de superespecialización (p.73).
El modo de enseñar también debe cambiar, pero no en el sentido marcado por los “gurús” de Bolonia (psicólogos, pedagogos, psicopedagogos y otros alquimistas sociales). Debe fomentarse la autonomía de los alumnos en la enseñanza y el profesorado, que debe tener a su cargo no más de una decena de alumnos, debe inculcar la cultura de la lectura, del esfuerzo y exigir a los estudiantes que aprendan, analicen, critiquen, esto es, que sean hombres de su tiempo.
El profesorado -“la clave de bóveda del sistema universitario”, como lo califica- (p.97): su selección, el incremento de su calidad y su evaluación ocupan unas cuantas páginas y, por tanto, son objeto de especial preocupación por el autor.
Tras reconocer que todos los profesores somos endogámicos, residuo del origen gremial de la universidad, denuncia esta práctica que se ha incrementado a través de las llamadas “escuelas”, que funcionan de manera consumadamente gremial, así como a los sucesivos Gobiernos, los Jueces y Tribunales que han renunciado a aplicar los principios constitucionales, y la ley, en la universidad. Y, concluye definiendo a la universidad española, desde esta perspectiva, como “una corporación de profesores endogámicos entregados en cuerpo y alma a la preservación del sistema que los ha procreado” (p.96).
No obstante, piensa que el sistema de selección del profesorado, al que califica de “extravagante” y “perverso”, tiene fácil solución. Los profesores universitarios para serlo, propone el profesor Linde Paniagua, debieran superar la realización de una tesis doctoral –seria y rigurosa, por supuesto-, y una prueba nacional en que acreditaran el conocimiento suficiente de la disciplina sobre la que quieren seguir investigando y enseñando. Los profesores estarían vinculados a las universidades mediante contratos laborales temporales con objetivos determinados y verificación del cumplimiento de los objetivos mediante controles como podían ser los relativos a la docencia y a la investigación que deberían ser obligatorios, cuatrienales, más técnicos, con repercusiones mayores de carácter retributivo y, por último, con mayores consecuencias para la carrera docente e investigadora tanto de la consecución de evaluaciones positivas como de evaluaciones negativas.
A la vista de esta propuesta, que estimo acertada en su planteamiento general, ¿quiénes serían los encargados de la selección, quiénes los evaluadores, quiénes verificarían el cumplimiento de los objetivos? Este mundo no es de los ángeles y me temo que deberían ser evaluadores extranjeros quienes deberían llevar a cabo esa tarea. Es difícil pensar que eso lo pueden hacer los componentes de las “escuelas”. ¿No sería, acaso, reproducir lo que ya tenemos?
La excelencia exige tres componentes: profesores excelentes, alumnos excelentes y presupuestos suficientes. El profesor Linde nos ha propuesto cómo crear profesores excelentes y ¿los estudiantes? ¿los presupuestos? A estas cuestiones dedica los apartados siguientes.
Los estudiantes son para el autor las víctimas principales del Proceso de Bolonia. Son los únicos que han protestado, mientras que el profesorado ha permanecido lamentablemente callado, y ni unos ni otros han participado en la elaboración de este proceso que viene impuesto desde arriba.
Comparte con los estudiantes la crítica más sobresaliente que han hecho acusando a la reforma que se operará en España de mercantilismo, aunque entiende que no sería éste sino el menor de los problemas que se derivan de la implantación de Bolonia- Mucho más grave –dice- es que hayan aceptado los grados de cuatro años que suponen, por lo general, un deterioro profundo de los estudios universitarios; o, dicho en otros términos, más grave es aún que se haya igualado a todo por debajo, lo que constituye una prueba de que esta reforma no busca la excelencia.
Para lograr la excelencia en los estudiantes, además de profesores excelentes, se debe contar con estudios con contenidos excelentes y un sistema de becas a los universitarios que les permita elegir con libertad el grado que quieran cursar y la universidad donde lo quieran realizar.
Con respecto a la oferta de grados y plazas, ya manifestó el autor que son decisiones que deben adoptar los poderes públicos, como, también, lo es el contenido de lo que se aprende. No debe confundirse la libertad de enseñanza, que es cómo se enseña que qué debe enseñarse, pues esto compete a la sociedad que es a quien debe servir la universidad y a la que van destinados sus egresados.
El profesor Linde formula una propuesta respecto a los programas -y bajo la idea de libertad- que debe atender a varios objetivos. Por una parte, configurar el núcleo duro de los que se considera deben ser los conocimientos imprescindibles para el ejercicio dE las profesiones. Por otra parte, ofertar asignaturas que no siendo fundamentales respondan a una especialización o profundización estimables. Además, debe permitirse que los profesores transmitan sus investigaciones más avanzadas configuradas como asignaturas, aunque no sean imprescindibles para la formación básica. Finalmente, como resultado de estas tres clases de asignaturas, que se puedan ofertar a los alumnos, éstos podrían configurar su currículo con mayor libertad que cuando se les ofrece un programa totalmente cerrado (p.140)
Un sistema de becas a los universitarios que les permita situarse en posición de igualdad y con capacidad para elegir con libertad contribuiría a la excelencia de los estudiantes que podrían cursar el grado en aquella universidad que mejor lo imparte, que mejor forme a sus alumnos. Sólo la capacidad intelectual y de esfuerzo es la única causa admisible de desigualdad en el trato que se dé a los universitarios.
El tercer elemento necesario para conseguir la excelencia en las universidades es una financiación suficiente. El profesor Linde Paniagua se pregunta si las universidades españolas en la actualidad están en condiciones de recibir grandes incrementos del volumen en recursos de investigación y su respuesta es clara y rotunda: “en modo alguno sin acometer previamente grandes reformas” (p.143)
Denuncia la falta de cumplimiento de todos los Gobiernos de la Democracia de su compromiso de incrementar el presupuesto destinado a las universidades, pero más grave es –dice- haber perdido la oportunidad en época de bonanza de conducirse por el camino más seguro para garantizar el desarrollo de un país: la inversión en investigación más desarrollo más innovación.
Se alinea con aquellos expertos que consideran que es necesario dotar de abundantes recursos a los centros de investigación, pues es el único modo de garantizar que la excelencia brote de entre algunos de los investigadores o de los centros de investigación, es decir, se muestra partidario de la “financiación indiscriminada”, ya que los resultados así lo avalan.
Califica a las universidades –no sin razón- de “menesterosas” y “despilfarradoras”, contagiadas por la fiebre del ladrillo y propone que si los rectores quieren más financiación debe explicar para qué y someter su propuesta a debate. A su juicio, sólo procedería aumentar la financiación si tiene por finalidad, entre otras: la contratación de profesorado de primera línea internacional; el envío de profesores de sus universidades a otras universidades con proyectos concretos de investigación; la creación de laboratorios del máximo nivel; dotar a las facultades y escuelas de magníficas bibliotecas; traducir masivamente las mejores revistas universitarias españolas al inglés; impulsar proyectos de investigación acreditados; dotar a los alumnos de los más avanzados medios electrónicos; retribuir adecuadamente a los profesores de acuerdo con sus rendimientos y un largo etcétera de proyectos orientados a la excelencia (pp.147 y 148).
Y, finalmente, el sistema de gobierno también es objeto de análisis crítico por parte del autor. ¿Hasta dónde debe llegar la democracia en la diversidad? Es la pregunta que le sirve para adentrarse en este tema. Afirma que el completo sistema organizativo de las universidades es disparatado y que se ha ido demasiado lejos, pues se han creado universidades “populistas”.
Propone (“la solución es bien sencilla”, escribe y, en mi opinión, nada más alejado de la realidad) convertir a las universidades en verdaderas asociaciones de profesores y alumnos; organizaciones que para ser competitivas deben ser gerenciales. Cada universidad haría su oferta formulada por sus profesores que los alumnos, en ejercicio de su libertad para elegir grado y centro, aceptaría o no, es decir, un modelo de efectiva competencia entre las universidades. ¿Quién elegiría a los gerentes? Solo los profesores, sin ninguna otra intervención. ¿Quiénes podrían ser elegidos? Los profesores en quienes concurran una serie de méritos docentes e investigadores (pp.154 y 155.
Tengo para mí, en este apartado, dos reparos que formular. En primer término, olvida a la sociedad que es quien debe servir la universidad y, en consecuencia, algún papel tendrá que desempeñar en la determinación del sistema de gobierno (en eso el autor esta de acuerdo y le asigna, a través de los poderes públicos competentes, el papel de supervisar los estatutos de las universidades para verificar que se cumplan las leyes) y en la concreta determinación de quienes serían los gestores de las universidades en cuanto el dinero de que disponen son fondos allegados por la sociedad entera. Y, en segundo lugar, los profesores con más méritos docentes e investigadores ni mucho menos serían, prima facie, los mejores gestores. Me temo que en este capítulo el profesor Linde Paniagua propone un modelo que es para los ángeles, pero no para los hombres.
“¿Hay luz al final del túnel?”, se pregunta el autor después del panorama descrito. Sí, a modo orteguiano, que tanto gusta al profesor Linde, podríamos afirmar: “España es el problema, Europa la solución”. Conviniendo en que las universidades deben seguir siendo una comunidad de profesores y alumnos en que los primeros enseñan a los segundos el nivel más alto de conocimiento de una época en una determinada materia y, además, en que los conocimientos que se adquieren en las universidades deberían permitir el ejercicio de las profesiones, directamente o mediante complementos educativos posteriores, la profunda reforma que necesitan las universidades podría ver la luz.
La solución está en Europa. El Proceso de Bolonia tiene principios y objetivos estimables. La misma idea de relanzar los estudios superiores; algunos aspectos formales como los tipos de ciclos y sus denominaciones; la instauración del suplemento del título; la medición igual del tiempo de estudio; y la movilidad de alumnos y profesores son algunas de las piezas que deben tenerse presentes para acometer una reforma profunda de las enseñas universitarias.
Por ello, propone que los Estados miembros transfieran la inmensa mayoría de las competencias sobre la materia a la Unión Europea para llevar a cabo una efectiva armonización de los estudios universitarios y que los Estados firmantes de la declaración de Bolonia sigan el ejemplo de lo que fueron las Comunidades Europeas sectoriales y creen una especie de Comunidad Europea del Conocimiento abierta a todos los Estados europeos. Una segunda solución consistiría en transferir competencias exclusivas en materia educativa de los Estados miembros y crear algo a imagen y semejanza del Espacio Económico Europeo, al que se podrían adherir los demás Estados del Proceso de Bolonia que no sean miembros de la Unión Europea. Una tercera solución sería la utilización de la técnica asociativa de las cooperaciones reforzadas. Y, por último, podría seguir expandiéndose el concepto de mercado interior, de manera que lo que ha hecho con las llamadas “carreras europeas” se fuera aplicando, paulatinamente, a todos los grados y, en general, a los estudios superiores.
IV
No resta ya sino recomendar la lectura de este “librito” tan sugerente y lleno de ideas y propuestas que tienen una meta que todos los universitarios ansiamos: la excelencia de la Universidad y ello porque servirá para que nuestra sociedad sea más desarrollada y, por ende, más libre y más justa.
El “librito” –como lo denomina el autor- es continuación de otro anterior escrito por el propio autor y titulado El proceso de Bolonia: un sueño convertido en pesadilla. Si aquél constituye un análisis jurídico del conjunto de documentos y normas que resultan de aplicación al llamado Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) y, más comúnmente, Plan Bolonia; éste es una reflexión sobre los temas capitales de la Universidad cuando ésta está a punto de implantar en masa los grados universitarios que nos deberían conducir a la libre circulación de ideas, de profesores y de alumnos en toda Europa.
El objetivo del libro es suscitar el debate sobre los temas que en él se tratan en el convencimiento de que es necesaria una reforma en profundidad de la Universidad española para situarla en el nivel de exigencias que demanda nuestra sociedad. Aunque, a mi juicio, el libro va más allá presentando propuestas, que no dudo en calificar muchas de ellas de valientes, en pro de una universidad excelente o, cuando menos, de una universidad mejor, pues como muy bien ha escrito: “dudo que nos merezcamos una universidad mejor, pero creo firmemente que debemos aspirar a una universidad mejor” (p.94). Desde luego que el objetivo propuesto lo cumple con creces. El lector no permanecerá indiferente según avance en su lectura y criticará o mostrará su conformidad con el análisis y las propuestas que formula.
Este es un libro que nos hace sentir a los universitarios vivos o, al menos, a pensar que no todo en la Universidad española está mortecino. Que la universidad tenga problemas, lejos de ser una anomalía –dice el autor- podría ser, incluso un síntoma de vitalidad de una de las instituciones más antiguas del mundo medieval (p.28). Pues bien, esta obra nos quiere reanimar diciendo que tenemos delante una oportunidad de enfrentarnos y resolver los problemas que padecemos desde hace décadas y décadas en la universidad.
El autor –Dr. Enrique Linde Paniagua- es un acreditado profesor universitario que lleva ejerciendo desde hace más de cuarenta y cinco años como docente e investigador y que de sus propuestas –acertadas o no, pero sinceras- no piensa sacar ningún provecho, pues, como señala, “Mi interés en la reforma, se podría decir, no es para mi mundo” (p.52).
II
El profesor Linde Paniagua ha estructurado el libro en once apartados de desigual tamaño, además de un pequeño prólogo, aunque más bien deberíamos hablar de diez apartados y, como todo buen trabajo de investigación, unas conclusiones que me atrevo a calificar de esperanzadoras o, siguiendo al autor, de alguna luz al final del túnel. A efectos expositivos, en mi opinión, se puede estructurar en dos partes muy claras esta contribución al debate universitario.
La parte primera, que se inicia con unas clarificadores páginas de la historia de la universidad con el ánimo de extraer unas enseñanzas, es un análisis de la situación y, sobre todo, un planteamiento de las cuestiones basilares del tema hasta el punto de que, como si desmontara todas las piezas de un edificio, se llega a preguntar si deben seguir existiendo las universidades. Y, la parte segunda, como si se tratara de un informe de la Ilustración (no cabe duda que el profesor Linde, además de persona muy ilustrada, se siente sucesor de esa época) aborda de cómo se debe afrontar la reforma de la universidad (apartado 5); de cómo deben regularse los grados y las disciplinas que se estudian en los mismos (apartado 6); y de cómo incrementar la calidad del profesorado (apartado 7), constituyendo así el meollo del trabajo y su parte, en mi opinión más enriquecedora, sin desmerecer los otros tres apartados (breves) que dedica a los estudiantes, la financiación y el sistema de gobierno de las Universidades.
III
El libro se inicia, como anunciaba, recordándonos el origen de la universidad, su desarrollo y una especial referencia, claro es, a la universidad española.
Los orígenes se sitúan a finales del siglo XII. Bolonia, París, Oxford y Palencia fueron las primeras universidades que nacieron como gremios o cofradías de maestros y discípulos que abandonaban el manto protector de monasterios y catedrales para irrumpir en las ciudades (p.10).
Pero no es este origen, más que conocido, y el desarrollo que experimentaron las universidades con sus siglos de esplendor (desde su aparición hasta finales del siglo XV) y de decadencia (desde el siglo XVII hasta el XIX con la creación de la Universidad de Berlín) lo que más puede interesar al lector. Lo instructivo son las enseñanzas que se extraen de esa historia y que se resumen en dos: de un lado, desde los inicios de las universidades han estado presentes dos principios contradictorios, el de la libertad de los maestros y discípulos para organizarse libremente (autonomía universitaria) y el de la autoridad exterior ejercida por la iglesia y los monarcas (intervención del exterior) (p. 11); y, por otro, la reforma más trascendental que se produjo con Humboldt y, por tanto, el renacer de la universidad que fue modelo para europeas y americanas, se debió a que se puso la universidad al servicio de la sociedad abandonándose toda suerte de gremialismo y se llevó a cabo al margen de la universidad por políticos imbuidos en el espíritu de su tiempo (p.13).
La decadencia de la Universidad española se inició, para algunos, con Felipe II y su Pragmática de 1559 que impedía que los españoles pudieran estudiar en universidades extranjeras; y, salvo la conocida como edad de plata de la ciencia española (D. Santiago Ramón y Cajal es la excepción que confirma la regla), ha continuado su declive acentuado por la Ley de Ordenación Universitaria de la postguerra civil que concebía la universidad española más próxima a la sociedad medieval que a la contemporánea; la presión demográfica de los años 60 y 70 del siglo pasado y la irrupción de las Comunidades Autónomas que iniciaron una desenfrenada carrera en la creación de nuevas universidades pasando de doce a más de setenta, incluidas las privadas que no han aportado nada al sistema universitario español, ya que, como las califica el profesor Linde, salvo las primeras fundadas por órdenes religiosas, son “universidades-empresa” o “universidades-negocio” (p.19).
Nos evoca, por su permanente actualidad, el famoso opúsculo de Ortega y Gasset (otra gran excepción a la regla general de la Universidad española) Misión de la Universidad, para constatar que ninguna de las tres tareas que, a juicio del pensador universal, constituyen aquélla se dan en la actualidad. La universidad ni hace hombres cultos, antes bien se ha convertido en un “nuevo bárbaro” (p.24); ni forma buenos profesionales, salvo contadas ocasiones y el Proceso de Bolonia no hará sino agudizar el problema; ni investiga ni prepara a los futuros investigadores, también con muy honrosas excepciones. El opúsculo de Ortega –dirá Linde Paniagua- es una pieza fundamental para abordar una reforma seria de la Universidad más allá de maquillajes al uso (p.26).
Como señalaba en líneas anteriores, el profesor Linde se cuestiona, puesto que la reforma de la universidad debe afrontarse desde la libertad, si esta institución debe seguir existiendo y llega a la conclusión de que sí, pero otras Universidades. A su juicio, a las universidades se las debe desproveer del monopolio de la expedición de los títulos conducentes al ejercicio de profesionales, salvo en aquellas que sean de gran trascendencia social y exijan la intervención reguladora del Estado (se refiere, fundamentalmente, a las profesiones sanitarias, las carreras de ciencias y las ingenierías clásicas) para las demás no tiene justificación mantener ese privilegio que hace que las universidades puedan subsistir durante siglos tal y como las conocemos, aunque ello no signifique ni que sean excelentes ni que estén dando los pasos necesarios para que lo sean.
Las macro universidades con que contamos que agrupan todo tipo de saberes son del todo ineficientes y, por ello, propugna universidades por ramas de conocimiento. No es éste, sin embargo, mi parecer, ya que el propio concepto de universidad lleva ínsito el conocimiento universal y considero bueno que los estudiantes de los distintos grados se relacionen entre sí para que tengan el conocimiento cierto de que más allá de la ciencia que estudian existen otros saberes y otras metodologías, pues de lo contrario tenderían a comprender el mundo sólo desde su óptica; y, por ello, propugno, siguiendo a Ortega, además de la universalización de la universidad, que todos los universitarios deberían tener conocimientos de Física (la imagen física del mundo); Biología (los temas fundamentales de la vida orgánica); Historia (el proceso histórico de la especie humana); Sociología (la estructura y funcionamiento de la vida social); Filosofía (el plano del Universo), a los que muy modestamente yo me atrevería a añadir Tecnología (el conocimiento de las nuevas herramientas de la sociedad del conocimiento en que vivimos).
Lo que sí comparto con el autor es que las universidades de nuestra época deben ser organizaciones más ligeras, menos burocráticas y más uniforme en sus contenidos; se trataría de volver –dice- al significado primigenio de universidad como corporación de maestros y discípulos en determinadas materias (p.43).
Como final de la primera parte o como principio de la segunda, esto es, como engarce entre una y otra, el autor, de acuerdo con el excelente artículo de Rafael Argullol “Disparad contra la Ilustración”, nos pone de relieve que el problema más grave de fondo que padecemos es la “atmósfera antilustrada” y contra el que tenemos que luchar formando elites ilustradas que creen opinión y abandonemos esa idea igualitarista de que todas las opiniones valen lo mismo, pues es seguir la dirección contraria a la excelencia que debe formar parte del ADN de las universidades de nuestro tiempo.
La segunda parte está dedicada a formular algunas propuestas necesarias dirigidas, cuando menos, a elevar el nivel de las universidades.
El profesor Linde es realista, si bien dotado también de cierta utopía que es lo que hace mover el mundo. Considera, por un lado que esta reforma necesita para implementarse de un plazo de entre 10 y 15 años, lo que puede constituir una generación y ello porque no puede derribarse un edificio sin que haya otro donde alojarse. El autor es un conocido y reputado administrativista y le puede más el principio de continuidad del servicio público que derrumbar todo para construir sobre las cenizas. Y, por otro, estima, asimismo, imprescindible, un pacto de Estado, que imputa a los dos grandes partidos con representación parlamentaria y que, en mi opinión, debería extenderse a todo el arco parlamentario posible sobre el acuerdo de los dos grandes. Si no se dan estas dos condiciones difícilmente será posible la seria, profunda y rigurosa reforma que demanda la Universidad española.
Después de haber fijado el objetivo de la reforma cuyo procedimiento deberá ser participativo en su primera fase, esto es, deberá oírse la voz de profesores, alumnos y otros operadores sociales, propone que la reforma de los distintos estudios sea llevada a cabo por hombres y mujeres sabios (deben descartarse –y no le falta razón- psicólogos, pedagogos y psicopedagogos), grupos reducidos que formulen los proyectos de reforma de los diferentes estudios (p.55).
Propone que los Estados miembros transfieran a la Unión Europea una parte sustancial de las competencias educativas si realmente se quiere construir ese EEES y esto porque el éxito del modelo depende de que alcance a la enseñanza en su conjunto.
Pero ¿dónde queda, según este panorama que describe el autor, la autonomía universitaria? En la determinación de un porcentaje significativo de los contenidos educativos y en la organización interna de las funciones que les atribuya los poderes públicos con competencia en la materia: Unión Europea, Estados miembros y organizaciones subestatales. Y limita a este contenido la autonomía de las Universidades, de manera principal, por dos razones: una, porque si una de las funciones fundamentales de la universidad es la de formar profesionales que muevan la maquinaria social es razonable llegar a la conclusión de que sea la sociedad la que intervenga en la organización de dichos estudios; y, dos, por el interés general, que hoy no está ni en las universidades ni en los profesores que se comportan de manera gremial.
Denuncia “uno de los actos de irresponsabilidad más grave de la historia de la democracia” (p.61) de los que no están exentos de culpa las universidades por haber aceptado esa transferencia de responsabilidad: la decisión de la Sra. Ministra de Educación (del Gobierno, señalaría yo) de abdicar de determinar entre el 50 y el 75 por ciento del total de los créditos de los diferentes grados. Y trata de buscar las razones que pueden explicar tamaño desatino, pero no las encuentra más que en la mera dejación de responsabilidad. En suma, encuentra que tal decisión ha contradicho el objetivo principal del Proceso de Bolonia que no es otro que el de conseguir por cauces no imperativos que se armonicen los contenidos de los estudios universitarios en Europa.
La oferta de grados; su oferta cuantitativa; las contradicciones entre el Proceso de Bolonia y la normativa española vigente para su aplicación; el modo de enseñar; la selección del profesorado; el incremento de la calidad de éste y de la docencia impartida; los rankings; las notas media; los sistemas de evaluación; y, en suma, la búsqueda de la excelencia, son algunos de los temas que el profesor Linde Paniagua desgrana y sobre los que formula propuestas a lo largo de las páginas de este sugerente libro.
Por supuesto, no todos pueden ser abordados en esta recensión, por lo que ofreceré, con la finalidad de hacer interesante al lector la lectura del libro del profesor Linde, algunas pinceladas sobre algunos de ellos.
La oferta de grados debe atender, a juicio del autor, a la demanda social y a las nuevas necesidades; y deben ser los poderes públicos quienes asuman los riesgos de formular una oferta atendiendo a esos dos parámetros, así como también deben asumir el riesgo respecto de la oferta cuantitativa, esto es, el número de plazas públicas y privadas que de las distintas profesiones requiera la sociedad. Las universidades no deben ser actores en la adopción de estas decisiones, que no forman parte del contenido de su autonomía.
El Proceso de Bolonia postula grados que permitan el ejercicio de profesiones y, sin embargo, la normativa española sobre elaboración de los grados persigue que éstos sean generales. Sin duda, ésta –dice el profesor Linde- es una contradicción entre el espíritu de Bolonia y su aplicación en España, pues si queremos cumplir con este Proceso en ningún caso los grados podrían ser generales, sino especializados para conducir al ejercicio de la correspondiente profesión. Las ingenierías clásicas han convertido en grados algunas de sus especialidades y lo mismo ha hecho –a mi juicio, de manera lamentable- algunas universidades en el caso de las ciencias económicas y empresariales de donde dos grados se han sacado cuatro sin que tengan justificación alguna.
Existen otros grados que se resisten a esta especialización. Es el caso de los estudios de Derecho y, por ello, el autor propone que estos estudios que, además, son de larga duración e incompatibles con los postulados básicos de Bolonia se excluyan de este proceso, como ha hecho, por otro lado, Alemania. Aunque, el profesor Linde realiza una interesante propuesta para los estudios de Derecho compatibles con los planes de Bolonia, pues en su realismo sabe también que la petición que hace caerá en saco roto. Propone, para su acercamiento a Bolonia, desdoblar los estudios de Derecho, de manera talque los dos primeros años estuvieran dedicados a obtener conocimientos generales en las disciplinas jurídicas básicas y los otros dos a estudiar una especialidad en Derecho Constitucional, Administrativo, Civil, Mercantil, Labora, Fiscal, y algunas más, dedicando un año o año y medio a un master posterior de superespecialización (p.73).
El modo de enseñar también debe cambiar, pero no en el sentido marcado por los “gurús” de Bolonia (psicólogos, pedagogos, psicopedagogos y otros alquimistas sociales). Debe fomentarse la autonomía de los alumnos en la enseñanza y el profesorado, que debe tener a su cargo no más de una decena de alumnos, debe inculcar la cultura de la lectura, del esfuerzo y exigir a los estudiantes que aprendan, analicen, critiquen, esto es, que sean hombres de su tiempo.
El profesorado -“la clave de bóveda del sistema universitario”, como lo califica- (p.97): su selección, el incremento de su calidad y su evaluación ocupan unas cuantas páginas y, por tanto, son objeto de especial preocupación por el autor.
Tras reconocer que todos los profesores somos endogámicos, residuo del origen gremial de la universidad, denuncia esta práctica que se ha incrementado a través de las llamadas “escuelas”, que funcionan de manera consumadamente gremial, así como a los sucesivos Gobiernos, los Jueces y Tribunales que han renunciado a aplicar los principios constitucionales, y la ley, en la universidad. Y, concluye definiendo a la universidad española, desde esta perspectiva, como “una corporación de profesores endogámicos entregados en cuerpo y alma a la preservación del sistema que los ha procreado” (p.96).
No obstante, piensa que el sistema de selección del profesorado, al que califica de “extravagante” y “perverso”, tiene fácil solución. Los profesores universitarios para serlo, propone el profesor Linde Paniagua, debieran superar la realización de una tesis doctoral –seria y rigurosa, por supuesto-, y una prueba nacional en que acreditaran el conocimiento suficiente de la disciplina sobre la que quieren seguir investigando y enseñando. Los profesores estarían vinculados a las universidades mediante contratos laborales temporales con objetivos determinados y verificación del cumplimiento de los objetivos mediante controles como podían ser los relativos a la docencia y a la investigación que deberían ser obligatorios, cuatrienales, más técnicos, con repercusiones mayores de carácter retributivo y, por último, con mayores consecuencias para la carrera docente e investigadora tanto de la consecución de evaluaciones positivas como de evaluaciones negativas.
A la vista de esta propuesta, que estimo acertada en su planteamiento general, ¿quiénes serían los encargados de la selección, quiénes los evaluadores, quiénes verificarían el cumplimiento de los objetivos? Este mundo no es de los ángeles y me temo que deberían ser evaluadores extranjeros quienes deberían llevar a cabo esa tarea. Es difícil pensar que eso lo pueden hacer los componentes de las “escuelas”. ¿No sería, acaso, reproducir lo que ya tenemos?
La excelencia exige tres componentes: profesores excelentes, alumnos excelentes y presupuestos suficientes. El profesor Linde nos ha propuesto cómo crear profesores excelentes y ¿los estudiantes? ¿los presupuestos? A estas cuestiones dedica los apartados siguientes.
Los estudiantes son para el autor las víctimas principales del Proceso de Bolonia. Son los únicos que han protestado, mientras que el profesorado ha permanecido lamentablemente callado, y ni unos ni otros han participado en la elaboración de este proceso que viene impuesto desde arriba.
Comparte con los estudiantes la crítica más sobresaliente que han hecho acusando a la reforma que se operará en España de mercantilismo, aunque entiende que no sería éste sino el menor de los problemas que se derivan de la implantación de Bolonia- Mucho más grave –dice- es que hayan aceptado los grados de cuatro años que suponen, por lo general, un deterioro profundo de los estudios universitarios; o, dicho en otros términos, más grave es aún que se haya igualado a todo por debajo, lo que constituye una prueba de que esta reforma no busca la excelencia.
Para lograr la excelencia en los estudiantes, además de profesores excelentes, se debe contar con estudios con contenidos excelentes y un sistema de becas a los universitarios que les permita elegir con libertad el grado que quieran cursar y la universidad donde lo quieran realizar.
Con respecto a la oferta de grados y plazas, ya manifestó el autor que son decisiones que deben adoptar los poderes públicos, como, también, lo es el contenido de lo que se aprende. No debe confundirse la libertad de enseñanza, que es cómo se enseña que qué debe enseñarse, pues esto compete a la sociedad que es a quien debe servir la universidad y a la que van destinados sus egresados.
El profesor Linde formula una propuesta respecto a los programas -y bajo la idea de libertad- que debe atender a varios objetivos. Por una parte, configurar el núcleo duro de los que se considera deben ser los conocimientos imprescindibles para el ejercicio dE las profesiones. Por otra parte, ofertar asignaturas que no siendo fundamentales respondan a una especialización o profundización estimables. Además, debe permitirse que los profesores transmitan sus investigaciones más avanzadas configuradas como asignaturas, aunque no sean imprescindibles para la formación básica. Finalmente, como resultado de estas tres clases de asignaturas, que se puedan ofertar a los alumnos, éstos podrían configurar su currículo con mayor libertad que cuando se les ofrece un programa totalmente cerrado (p.140)
Un sistema de becas a los universitarios que les permita situarse en posición de igualdad y con capacidad para elegir con libertad contribuiría a la excelencia de los estudiantes que podrían cursar el grado en aquella universidad que mejor lo imparte, que mejor forme a sus alumnos. Sólo la capacidad intelectual y de esfuerzo es la única causa admisible de desigualdad en el trato que se dé a los universitarios.
El tercer elemento necesario para conseguir la excelencia en las universidades es una financiación suficiente. El profesor Linde Paniagua se pregunta si las universidades españolas en la actualidad están en condiciones de recibir grandes incrementos del volumen en recursos de investigación y su respuesta es clara y rotunda: “en modo alguno sin acometer previamente grandes reformas” (p.143)
Denuncia la falta de cumplimiento de todos los Gobiernos de la Democracia de su compromiso de incrementar el presupuesto destinado a las universidades, pero más grave es –dice- haber perdido la oportunidad en época de bonanza de conducirse por el camino más seguro para garantizar el desarrollo de un país: la inversión en investigación más desarrollo más innovación.
Se alinea con aquellos expertos que consideran que es necesario dotar de abundantes recursos a los centros de investigación, pues es el único modo de garantizar que la excelencia brote de entre algunos de los investigadores o de los centros de investigación, es decir, se muestra partidario de la “financiación indiscriminada”, ya que los resultados así lo avalan.
Califica a las universidades –no sin razón- de “menesterosas” y “despilfarradoras”, contagiadas por la fiebre del ladrillo y propone que si los rectores quieren más financiación debe explicar para qué y someter su propuesta a debate. A su juicio, sólo procedería aumentar la financiación si tiene por finalidad, entre otras: la contratación de profesorado de primera línea internacional; el envío de profesores de sus universidades a otras universidades con proyectos concretos de investigación; la creación de laboratorios del máximo nivel; dotar a las facultades y escuelas de magníficas bibliotecas; traducir masivamente las mejores revistas universitarias españolas al inglés; impulsar proyectos de investigación acreditados; dotar a los alumnos de los más avanzados medios electrónicos; retribuir adecuadamente a los profesores de acuerdo con sus rendimientos y un largo etcétera de proyectos orientados a la excelencia (pp.147 y 148).
Y, finalmente, el sistema de gobierno también es objeto de análisis crítico por parte del autor. ¿Hasta dónde debe llegar la democracia en la diversidad? Es la pregunta que le sirve para adentrarse en este tema. Afirma que el completo sistema organizativo de las universidades es disparatado y que se ha ido demasiado lejos, pues se han creado universidades “populistas”.
Propone (“la solución es bien sencilla”, escribe y, en mi opinión, nada más alejado de la realidad) convertir a las universidades en verdaderas asociaciones de profesores y alumnos; organizaciones que para ser competitivas deben ser gerenciales. Cada universidad haría su oferta formulada por sus profesores que los alumnos, en ejercicio de su libertad para elegir grado y centro, aceptaría o no, es decir, un modelo de efectiva competencia entre las universidades. ¿Quién elegiría a los gerentes? Solo los profesores, sin ninguna otra intervención. ¿Quiénes podrían ser elegidos? Los profesores en quienes concurran una serie de méritos docentes e investigadores (pp.154 y 155.
Tengo para mí, en este apartado, dos reparos que formular. En primer término, olvida a la sociedad que es quien debe servir la universidad y, en consecuencia, algún papel tendrá que desempeñar en la determinación del sistema de gobierno (en eso el autor esta de acuerdo y le asigna, a través de los poderes públicos competentes, el papel de supervisar los estatutos de las universidades para verificar que se cumplan las leyes) y en la concreta determinación de quienes serían los gestores de las universidades en cuanto el dinero de que disponen son fondos allegados por la sociedad entera. Y, en segundo lugar, los profesores con más méritos docentes e investigadores ni mucho menos serían, prima facie, los mejores gestores. Me temo que en este capítulo el profesor Linde Paniagua propone un modelo que es para los ángeles, pero no para los hombres.
“¿Hay luz al final del túnel?”, se pregunta el autor después del panorama descrito. Sí, a modo orteguiano, que tanto gusta al profesor Linde, podríamos afirmar: “España es el problema, Europa la solución”. Conviniendo en que las universidades deben seguir siendo una comunidad de profesores y alumnos en que los primeros enseñan a los segundos el nivel más alto de conocimiento de una época en una determinada materia y, además, en que los conocimientos que se adquieren en las universidades deberían permitir el ejercicio de las profesiones, directamente o mediante complementos educativos posteriores, la profunda reforma que necesitan las universidades podría ver la luz.
La solución está en Europa. El Proceso de Bolonia tiene principios y objetivos estimables. La misma idea de relanzar los estudios superiores; algunos aspectos formales como los tipos de ciclos y sus denominaciones; la instauración del suplemento del título; la medición igual del tiempo de estudio; y la movilidad de alumnos y profesores son algunas de las piezas que deben tenerse presentes para acometer una reforma profunda de las enseñas universitarias.
Por ello, propone que los Estados miembros transfieran la inmensa mayoría de las competencias sobre la materia a la Unión Europea para llevar a cabo una efectiva armonización de los estudios universitarios y que los Estados firmantes de la declaración de Bolonia sigan el ejemplo de lo que fueron las Comunidades Europeas sectoriales y creen una especie de Comunidad Europea del Conocimiento abierta a todos los Estados europeos. Una segunda solución consistiría en transferir competencias exclusivas en materia educativa de los Estados miembros y crear algo a imagen y semejanza del Espacio Económico Europeo, al que se podrían adherir los demás Estados del Proceso de Bolonia que no sean miembros de la Unión Europea. Una tercera solución sería la utilización de la técnica asociativa de las cooperaciones reforzadas. Y, por último, podría seguir expandiéndose el concepto de mercado interior, de manera que lo que ha hecho con las llamadas “carreras europeas” se fuera aplicando, paulatinamente, a todos los grados y, en general, a los estudios superiores.
IV
No resta ya sino recomendar la lectura de este “librito” tan sugerente y lleno de ideas y propuestas que tienen una meta que todos los universitarios ansiamos: la excelencia de la Universidad y ello porque servirá para que nuestra sociedad sea más desarrollada y, por ende, más libre y más justa.
* Entique Linde Paniagua, Ideas para la reconstrucción de la universidad española tras el proceso de Bolonia, COLEX,Madrid, 2010, 163 páginas.
** Antonio Calonge Velázquez es profesor titular de Derecho Administrativo de la Universidad de Valladolid.
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