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domingo, 20 de junio de 2010

Lo más fácil, recortar las retribuciones de los funcionarios. Por Manuel J. Sarmiento Acosta*

No cabe duda de que los funcionarios públicos tienen hoy muy mala prensa. Basta con echar un vistazo a la prensa o a Internet para cerciorarse de ello. Las opiniones y exabruptos que allí se leen revelan crítica inmisericorde; más aún, abierta antipatía, cuando no ponzoñoso resentimiento que llega, incluso, al más primitivo y agraz de los desprecios. Se ve al funcionario como alguien vago, que tiende a saltarse su horario y sus deberes, maleducado y arrogante, que, para colmo, tiene el privilegio de la estabilidad en el empleo. Es obvio que esto no es así, y que la mayoría de los funcionarios y funcionarias son gente sensata, que han superado un riguroso proceso selectivo, y que hacen su trabajo como cualquiera. Pero en época de crisis se necesitan chivos expiatorios, muñecos con los que practicar el pin, pan pun y, por tanto, poder desahogarse para poder soportar mejor la que está cayendo. Es una reacción primitiva, pero cierta y muy eficaz, como saben muy bien perspicaces políticos, que aprovechan la menor ocasión para echar más leña al fuego, y ningunear al funcionario que, por otra parte, tanto necesitan, pues me gustaría saber cómo llevaría sin funcionarios la gestión diaria de una compleja Administración un político medio.
Con independencia de que el comportamiento de los funcionarios pueda ser criticable en algunos casos (todos nos hemos enfrentado en alguna ocasión con un policía prepotente, con un auxiliar administrativo tan riguroso como ineficaz, con un profesor o catedrático desdeñoso, o con un médico o un enfermero que se toma más confianzas que las aceptables en el trato social común, etc), es un hecho que el colectivo de los funcionarios, o, más ampliamente, de los empleados públicos, desempeña una labor esencial para el normal discurrir de un Estado social y democrático de Derecho. La gente debería recordar que la enseñanza, la sanidad, la justicia, el orden público o la seguridad, por poner ejemplos de servicios esenciales para el mantenimiento de unas condiciones mínimas para los ciudadanos, son servicios y trabajos que desarrollan con bastante corrección funcionarios, y que estas personas tienen derecho a percibir una retribución digna acorde con el esfuerzo que han realizado para poder ser nombrados funcionarios, y con el trabajo ordinario que hacen todos los días. ¿Es que, acaso, se pretende que hagan el trabajo gratis o por un sueldo simbólico?. ¿Es que se aspira a que los que más se han esforzado por encontrar un trabajo estable – piénsese en el esfuerzo que se necesita para aprobar, por ejemplo, una oposición para ser Abogado del Estado, o Fiscal o Juez, etc – sean tratados peor que los que no han demostrado tanto esfuerzo?. Hay que ser ecuánimes, y no dejarse llevar por la demagogia y los prejuicios ideológicos azuzados por políticos que sólo pretenden barrer para casa. No es admisible que personas que tienen una preparación de calidad vean reducidas sus retribuciones de forma injusta y sin consenso previo, y que esto se aplauda como si fueran los culpables de la debacle económica que otros han producido. Hay que decirlo sin circunloquios: reducir las retribuciones a los funcionarios es la respuesta más fácil, puesto que cuesta poco y, encima, los poco informados la aplauden como si fuera un logro para asegurar una mayor equidad, cuando lo que realmente sucede es que se ha optado por una solución demagógica e inicua, ya que por regla general el funcionario no percibe un gran sueldo (hay legión que son sólo mileuristas), y tiene que soportar otros problemas, como el acoso, la politización desmesurada en determinadas esferas de la Administración, la arbitrariedad con la que se otorgan determinadas retribuciones complementarias, etc, etc, que sencillamente se desconocen.

Por lo que se refiere al tan cacareado tema de la estabilidad en el empleo, que se mira como un privilegio, hay que afirmar que sencillamente no es así. La estabilidad en el empleo está preordenada a asegurar que el servicio se preste con profesionalidad, neutralidad y regularidad. ¿Se imaginan que cada vez que se ganen las elecciones los políticos de turno pudieran nombrar nuevos abogados del Estado, médicos, maestros, jueces, etc, etc? ¿Se ha pensado en la dimensión de injusticia, irracionalidad y locura colectiva que esto supondría, tal y como se las gastan los partidos políticos en estas cuestiones? Fue un destello de lucidez de Napoleón lo que permitió consolidar este sabio principio, inherente a la relación estatutaria que existe entre el Estado y el funcionario, cuando afirmaba ante el Consejo de Estado: “Yo deseo constituir en Francia un orden civil. Hasta el momento no existen en el mundo más que dos poderes: el militar y el eclesiástico. El incentivo de un gran poder y de una gran consideración eliminará esta antipatía filosófica que en ciertos países aleja a los más acomodados de los puestos públicos y entrega el Gobierno a los imbéciles y a los intrigantes. Yo quiero sobre todo una Corporación, porque una Corporación no muere nunca. Una Corporación que no tenga otra ambición que ser útil y otro interés que el interés público. Es necesario que este cuerpo tenga privilegios y que no sea demasiado dependiente de los Ministros ni del Emperador”. Esta forma de hablar, sin duda poco precisa (porque es claro que los funcionarios no son ni acomodados ni privilegiados), es reveladora de la necesidad de regular esta relación de forma que no se dependa demasiado “de los Ministros ni del Emperador”, que, en nuestro caso, sería que no se dependa demasiado del Gobierno de la Nación, de los Ejecutivos de las Comunidades Autónomas o de los cargos políticos de las Corporaciones locales. Es ésta la razón de ser de la estabilidad en el empleo, y no otra.

Por eso la satanización del funcionario es un craso error, sobre todo en un sistema político, como el actual, mediatizado por la partitocracia en el cual es el partido político (y más en concreto, sus jefes) el que tiene, por virtud de un sistema electoral claramente mejorable, la primera y última palabra. Prescindir de la estabilidad en el empleo del funcionario es volver de nuevo al siglo XIX, cuando el cesante, magníficamente retratado por Pérez Galdós en su novela Miau, era un arquetipo social, paradigma de un sistema injusto e ineficaz, que revelaba el desmoronamiento institucional de un Estado, que hacía aguas por todas partes. ¿Se quiere volver de nuevo a la arbitrariedad más descarnada?; ¿se quiere generar más conflicto social?. ¿Se intenta poner en manos de ignaros de confianza el complejo aparato de la Administración Pública? Es evidente que toda persona con un mínimo de sensatez contestará con un rotundo no a estas preguntas, pues el coste social que ello supondría sería sencillamente inasumible, y nos alejaría de los modelos europeos más eficaces que nos sirven como punto de referencia.

Conviene, pues, distinguir el grano de la paja y no jugar con las cosas de comer. El empleo público, sí, tiene muchos defectos, pero la gran mayoría de ellos han sido producidos por una pésima gestión de la función pública. Se han cometido muchos errores y hasta tropelías en la selección y reclutamiento de empleados públicos, primando el enchufismo y el nepotismo más burdo, incrementando las plantillas de forma artificial, designando a asesores y personal de confianza sin la menor mesura, y, curiosamente, relegando al verdadero funcionario –es decir, al serio que ha aprobado sus oposiciones como es de ley–, al último lugar. Pero de esto la culpa no la tiene el funcionario normal y corriente sino el gestor político –y aquí ningún partido puede tirar la primera piedra-, que ha manipulado algo que tiene que estar inspirado por la profesionalidad, la seriedad y la imparcialidad como si fuera su cortijo, con una claro perjuicio para los intereses públicos, y, por ende, maltratando impunemente al ciudadano. El baile de disfraces debe acabar de una vez en una crisis económica como la que sufrimos, y cada cual debe mostrar su verdadera cara, sea guapa, fea, ordinaria o deforme, y asumir con valentía sus responsabilidades.

La estrategia de satanizar al funcionario para luego bajarle sus retribuciones, y acto seguido invocar el exceso de funcionarios, los privilegios, el incumplimiento de deberes, etc, etc, es tan innoble como eficaz cara a la opinión pública. Si se quiere cometer un agravio y bajar las retribuciones de los funcionaros invocando una crisis que ellos no han creado, hágase. Al fin y al cabo es lo más fácil. Pero hágase con la verdad por delante, no fabricando mentiras o esgrimiendo medias verdades para confundir al profano, y sacar tajada de la situación. Bajen las retribuciones si quieren, cometan la injusticia si la consideran oportuna, aceptando, por tanto, el inmoral principio de que el fin justifica los medios, pero, por favor, no crean que todos nos chupamos el dedo. A la injusticia no añadan el insulto.
* Manuel J. Sarmiento Acosta es Profesor Titular de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

3 comentarios:

  1. Hay un libro, editado por el Canal de Isabel II, en el que puede leerse que, en España, fue D. Juan Bravo Murillo quien logró acabar con el vicio de la cesantía, que prácticamente vaciaba los ministerios en cada uno de los, por entonces, frecuentes cambios de gobierno. Y lo hizo mediante la figura del funcionario, precisamente, quien tiene garantizado su puesto de trabajo para evitar, entre otras cosas, que la insensatez de algunos políticos pueda traer peores males -que los que ya trae- para el funcionamiento de servicios públicos esenciales como son los que señala el autor. Creo también que poco a poco la opinión pública empieza a distinguir entre los asesores, cargos de confianza, etc. designados por los políticos, y que por tanto, no son funcionarios, y los que, por haber superado el correspondiente proceso selectivo sí que tienen tal condición y sí que permiten y garantizan el funcionamiento de la Administración, a veces, a pesar de algunos de quienes son precisamente elegidos para ello. Por lo demás, enhorabuena al autor por el esfuerzo realizado.

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  2. Es una lástima que artículos esclarecedores de este calado no tengan cabida en los grandes medios de comunicación. Los funcionarios son presa fácil de los chistes de Forges y de las tonterías que a cualquier humorista del tres al cuarto se le ocurran. Pero, es cierto, se ignora que el funcionariado es la llama permanente del Estado, que sigue encendida en cualquier circunstancia, y sobre la que descansa la permanencia. Con ser importante esta publicación, usted sabe que circula en ámbitos muy concretos, y este artículo debiera tener una difusión al alcance de todos. Por eso le sugiero que trate de publicarlo en un periódico de tirada nacional. Saludos.

    Emilio González Déniz

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  3. Sólo un apunte al Sr. Celemín. El Estatuto de Bravo Murillo no consagró la inamovilidad de los funcionarios públicos. Un saludo afectuoso

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