Uno de estos días tendremos que ponernos a pensar en alguna parte de la universidad que no esté en vías de desmoronamiento, pues, si no, acabarán llamándonos fatalistas. Prometo que lo intentaré. Entre tanto, vamos hoy con una práctica, la tesis doctoral, que, me temo, está cayendo en picado, hasta convertirse en un trámite burocrático sin más relevancia que la puramente ritual. Y hasta del rito, en lo que pudiera valer, va quedando muy poquita cosa.
En la universidad preboloñesa y anterior a la ola de trivialización académica que nos invade, la tesis de doctorado constituía un hito de la mayor importancia. No sólo porque habilitaba para ascensos y nuevos pasos académicos, pues eso se mantiene, sino, y sobre todo, porque se daba por sentado que constituía un trabajo muy serio con el que se medía por primera vez y rigurosamente la valía del investigador.
Es cierto, sin duda, que en toda época hay de todo y que, al igual que hoy en día y mañana -de esto, del mañana, ya no estoy tan convencido, pero concedámoslo- podemos dar con trabajos doctorales de la mayor solvencia, también en el pasado más o menos reciente podemos toparnos con casos lamentables y variados amaños. Tengo en la punta del teclado algunas muestras, pero las voy a omitir, que ya bastante se complica uno. Digamos sólo que algún catedrático de lo mío, bien acostumbrado a mandar, no habría llegado a nada si lo hubieran “matado” de pequeño, en lugar de cocinarle una tesis juvenil y lamentable, por ser él quien era. Pero dejémoslo ahí.
Me refiero sólo a tendencias dominantes y ambientes generales. En otro tiempo, no tan lejano, una buena tesis era la mejor carta de presentación en la sociedad académica, otorgaba fama y prestigio y ese efecto positivo perduraba y predisponía a los colegas de la mejor manera. También hay que decir, en aras de la verdad, que las circunstancias en que se solía elaborar la tesis eran bien distintas y mucho más favorables. El doctorando solía disfrutar de un contrato, todo lo modesto que se quiera y, sobre el papel, necesitado de renovación periódica, lo que no quitaba para que pudiera contar con una relativa estabilidad y confiar en su futuro docente e investigador si iba siguiendo los pasos marcados.
Hablaré de mi propio caso. Después de licenciarme en Oviedo, tuve mi primer contrato y lo primero que se me dijo fue que durante los dos primeros años no tenía ni que impartir clases ni que preocuparme siquiera de fijar tema para el doctorado, sino que debía empaparme de los mejores manuales y tratados. Luego llegó la beca para marcharme a Alemania y fue allí donde elegí el tema y me dediqué a leer (y a fotocopiar) como un poseso sobre todo lo que tenía que ver con él. La redacción propiamente no la inicié hasta el regreso, con lo que queda dicho que habían pasado cuatro años. Sí, cuatro. La redacción me tomó dos o tres más, con lo que se puede hacer la cuenta del tiempo que había transcurrido hasta la defensa. Mi caso no es único ni mucho menos, ni resulté de los más tardones, pues conozco excelentísimos colegas, de mi disciplina y de otras, que gastaron de la mejor manera ocho, diez o doce años para ese menester. Eso sí, cuando fueron doctores contaban con algo más que un nuevo título, pues derrochaban dominio de la materia completa de su área. De propina, durante ese tiempo se habían aprendido todos los idiomas necesarios para manejar la mejor doctrina del mundo.
Hoy ese panorama es impensable. Por fas o por nefas, la tesis tiene que estar concluida en cuatro años. Generalmente porque se comienza con una beca de investigación que, en el mejor de los casos, dura ese tiempo y, si se quiere seguir comiendo -cosa de la que no suele haber ninguna garantía-, hace falta el título de doctor. ¿Obligada solución? Temas más sencillos, exigencia menor, pragmatismo forzado.
Es curiosa la evolución de estos asuntos. Antes, en la tesis se gastaba un periodo largo, pero después las etapas se quemaban deprisa, pues no había saturación en las plantillas y eran tiempos de crecimiento de todo, época de vacas gordas, demasiado gordas, incluso, y algunas bastante pendonas. Hoy los doctorados terminan mucho antes, pero es cada vez más frecuente ver a perfectos cuarentones, doctores desde los veintipocos, esperando por su oportunidad de ganar algo más de cuatro duros y, sobre todo, de asegurarse un puesto estable. Seguramente en esto la virtud, si alguna hubiera, habría que buscarla en un término medio entre lo anterior y lo presente.
La presión sobre el profesorado (directores, tribunales...) para aligerar la carga de la tesis no viene solamente de esas urgencias de los jóvenes investigadores locales. Téngase en cuenta que si en España hoy -al menos en los campos que yo conozco- los programas de doctorado tuvieran que nutrirse sólo de los aspirantes locales, serían inviables casi todos por falta de clientela. Los alimentan los investigadores venidos de Latinoamérica. Visto en términos puramente administrativos, es una bendición ese refuerzo de allende los mares, pero ha introducido nuevas distorsiones. Espero que no se me entienda mal lo que voy a decir seguidamente.
En muchos países latinoamericanos en los que el doctorado no tenía tradición ninguna -ni falta que les hacía, podría añadirse- se ha desatado la fiebre doctoral en los últimos tiempos. ¿Por qué? Porque las autoridades ministeriales han decidido que se debe subir el nivel profesional del profesorado y, para ello, o bien exigen a las universidades un porcentaje de doctores en sus plantillas, o bien priman a aquellas que lo tienen. Eso provoca, por un lado, una desconcertante proliferación de programas doctorales allá, de calidad bien irregular, alta en algunas ocasiones y descarado negocio en otras. Mas ese no es el tema en este momento.
Lo que ocurre es que, entre los muchos doctorandos que aquí acuden hay de todo, por supuesto, y algunos absolutamente excepcionales. Mas arrastran casi todos varios lastres. Uno, que suelen estar acostumbrados a una enseñanza muy desvinculada de cualquier inquietud investigadora, tremendamente dogmática y memorística y muy a menudo impartida por profesores que se dedican a sus asuntos laborales y nada más. Muchos quedan sumidos en el desconcierto cuando en estos pagos se les muestran las solitarias y repletas bibliotecas y se les dice que allí han de dejarse las pestañas leyendo.
Su otro inconveniente es la falta de tiempo. O pueden pasarse aquí unos años o, por lo general, no van a terminar nunca su trabajo, pues la vida en sus países de origen suele ser una locura laboral, unida a la falta de medios para la investigación. ¿Resultado? También con ellos hay que aminorar la exigencia y permitirles componer tesis para salir del paso y que no retornen a su tierra sin nada en las manos. Súmese, si se quiere, la displicente actitud de tanto profesor de acá que dice aquello de que total qué importa, si se marchan y a nadie harán sombra aquí con su título (me apuesto una cena a que me cae algún gorrazo por escribir esto y porque algún cafre entiende que yo mismo pienso así).
Los anteriores son elementos del contexto que ayudan a explicar por qué las tesis van perdiendo calidad y rigor. Pero hay más, mucho más. Por ejemplo, que para culminar una tesis sólo hacen falta estas poquitas cosas: un licenciado que quiera hacerla y esté dispuesto a escribir un puñado de páginas, un director presto a dirigirla o a firmar que la dirigió y un tribunal que dé el veredicto. Y pagar matrículas y tasas, claro. O sea, que no se exige ninguna capacidad o talento para poner manos a la obra o conseguir el título, y, sobre todo, puede ser director cualquier doctor, hasta el más indocumentado.
¿Y qué razones puede tener un doctor indocumentado para aparecer como director? Ahí iremos luego, pero primero hablemos del tribunal, que es propuesto por el director -burocracias y disimulos aparte-, seleccionando sus miembros en función del óptimo resultado pretendido. Cuando un director de tesis tiene unas pocas relaciones en su disciplina y está interesado en el cum laude, es absolutamente inusual que la máxima calificación no se obtenga. ¿Aunque la tesis no valga nada o sea un despropósito? Sí. Hoy por ti, mañana por mí, para qué enemistarse, arrieros somos, etc., etc. Es lo que hay, aunque nos duela reconocerlo.
Con todo, mientras contaban algo la fama y el buen nombre en el gremio, tanto de directores como de doctorandos, la gente se lo pensaba un poco y, además, la calificación positiva del trabajo no quitaba para que en el sentir general se pusiera un negativo. Pero eso importaba cuando todos nos conocíamos y cuando había cosas importantes que dirimir en la “casa común” de la disciplina. Eso también se ha modificado. Por una parte, por causa del furibundo localismo. Por otra, porque ya no hay que verse las caras para casi nada, pues todo sucede en la oscuridad de las aplicaciones informáticas, las comisiones evaluadoras anónimas y los baremos a tanto el kilo. Por ser doctor, tantos puntos; por haber sido investigador principal en un proyecto, tanto; por haber dirigido una tesis doctoral, tanto; por haber publicado unos artículos, tanto por cada uno; etc. ¿Y si la tesis es horrible, los artículos malísimos y el proyecto un timo? Da igual, va a tanto alzado y sin que quien evalúa lea ni una línea ni, posiblemente, conozca nada de aquel a quien puntúa. Dicen que así se gana objetividad. Será.
Podríamos seguir con la enumeración de factores que coadyuvan a toda esta decadencia. Uno más, no desdeñable, es el desembarco en las universidades de títulos y estudios sin la más mínima tradición investigadora, y del correspondiente profesorado, que suple con picaresca lo que le falta de hábito de estudio sosegado. Lo uno y lo otro ha dado lugar a un agravio comparativo difícil de digerir para muchos, y con razón. Puede haber un doctorando que en Biología, Filología, Derecho u otras facultades se parte el alma con un tema complicado y lleno de experimentos o bibliografía, al tiempo que ve cómo en el edificio de al lado salen tesis como churros sobre la ocupación hotelera en un hotel rural de Espinosa de los Monteros durante la primavera del año 2008 o sobre el número de moscas que el 30 de agosto del 2009 se posaron en una determinada caca de vaca colocada en un prado del campus. Tal cual. Todos doctores por igual, pardos todos los gatos.
Así es como estamos ahora mismo. Pero vamos a empeorar a velocidad de vértigo. ¿Por qué? Porque, en ese marco, es muy importante para los candidatos a acreditaciones el haber dirigido tesis doctorales, entre otras cosas. Algo se ha de poner en esa parte de la aplicación, pues en caso contrario puede la Comisión venirse (nunca mejor dicho) con esa cantinela tan común: no se acredita porque no ha dirigido tesis doctorales (o no ha dirigido proyectos de investigación o no ha presentado comunicaciones en congresos al baño María). ¿Y si dirigió diez pero eran espantosas, puro recorta y pega o plagio brutal? Ah, eso no importa, la Comisión valora lo que hay en la aplicación y eso va a misa: tal cosa, tanto. Y punto pelota. ¿Resultado? Pues que andan los jóvenes doctores como locos buscando algún doctorando que se deje y que esté dispuesto a presentar cualquier engendro como tesis. Tendremos avalancha y la cantidad ahogará la calidad, ya exigua. Si hasta ahora los miembros de los tribunales se decían aquello de cómo vamos a chafar a este pobre doctorando, ahora pensarán que cómo van a perjudicar al director, tan necesitado de tesis que llevarse a la aplicación.
Hasta ahí el diagnóstico de la situación. ¿Tratamiento? ¿Soluciones? No hay. Lástima. Y, si las hubiera, no podrían depender de nosotros, del personal académico ejerciente, viciado hasta la médula, ahogados en corruptelas unos y desmoralizados otros, pensando los mejores en quitarse de en medio a la primera ocasión y encantados los pésimos con este sistema que de cualquier ratón hace un maestro y de cualquier sabandija una figura de su facultad, pues ratones y sabandijas son los que mejor montan esos currículos que ahora se llevan, llenos de aire y de desvergüenza.
Piense usted en alguno de los grandes maestros de la disciplina que sea y pregúntese si con el currículum que tenía y lo que había hecho y escrito a sus cuarenta o cincuenta años podría hoy acreditarse como catedrático. La respuesta es no, y ningún sujeto informado me la discutirá. ¿Y por qué no? Porque no habría asistido a cursos de innovación docente, no habría dirigido aún tesis doctorales, no habría tenido proyectos de investigación, no habría ocupado cargos de la burocracia universitaria y no habría publicado en revistas indexadas. ¿Y por qué no hicieron esas cosas, los muy taimados? Porque estaban trabajando, rediez, porque se dedicaban al estudio y la investigación y por eso fueron lo que fueron; por eso hoy no tendrían dónde caerse muertos.
No hay solución, pues, de haberla, tendría que venir de arriba, de muy arriba. Habría que comenzar por permitir que al doctorado accediera solamente quien demuestre grandes aptitudes, por impedir que cualquier mindundi pudiera figurar como director y, sobre todo, por cambiar el sistema de evaluación y de tribunales, estableciendo filtros y controles reales. Una tesis doctoral marca una especialización científica y un nivel que merece una toma en consideración muy seria y que la valoren sólo los que mejor pueden hacerlo. Tampoco habría de poder cualquier doctorcillo hacer de juez y ganarse gratis unos méritos. Ah, porque también puntúa el haber formado parte de tribunales. El círculo se cierra y no se libra ni el Tato. Tonto el último.
En la universidad preboloñesa y anterior a la ola de trivialización académica que nos invade, la tesis de doctorado constituía un hito de la mayor importancia. No sólo porque habilitaba para ascensos y nuevos pasos académicos, pues eso se mantiene, sino, y sobre todo, porque se daba por sentado que constituía un trabajo muy serio con el que se medía por primera vez y rigurosamente la valía del investigador.
Es cierto, sin duda, que en toda época hay de todo y que, al igual que hoy en día y mañana -de esto, del mañana, ya no estoy tan convencido, pero concedámoslo- podemos dar con trabajos doctorales de la mayor solvencia, también en el pasado más o menos reciente podemos toparnos con casos lamentables y variados amaños. Tengo en la punta del teclado algunas muestras, pero las voy a omitir, que ya bastante se complica uno. Digamos sólo que algún catedrático de lo mío, bien acostumbrado a mandar, no habría llegado a nada si lo hubieran “matado” de pequeño, en lugar de cocinarle una tesis juvenil y lamentable, por ser él quien era. Pero dejémoslo ahí.
Me refiero sólo a tendencias dominantes y ambientes generales. En otro tiempo, no tan lejano, una buena tesis era la mejor carta de presentación en la sociedad académica, otorgaba fama y prestigio y ese efecto positivo perduraba y predisponía a los colegas de la mejor manera. También hay que decir, en aras de la verdad, que las circunstancias en que se solía elaborar la tesis eran bien distintas y mucho más favorables. El doctorando solía disfrutar de un contrato, todo lo modesto que se quiera y, sobre el papel, necesitado de renovación periódica, lo que no quitaba para que pudiera contar con una relativa estabilidad y confiar en su futuro docente e investigador si iba siguiendo los pasos marcados.
Hablaré de mi propio caso. Después de licenciarme en Oviedo, tuve mi primer contrato y lo primero que se me dijo fue que durante los dos primeros años no tenía ni que impartir clases ni que preocuparme siquiera de fijar tema para el doctorado, sino que debía empaparme de los mejores manuales y tratados. Luego llegó la beca para marcharme a Alemania y fue allí donde elegí el tema y me dediqué a leer (y a fotocopiar) como un poseso sobre todo lo que tenía que ver con él. La redacción propiamente no la inicié hasta el regreso, con lo que queda dicho que habían pasado cuatro años. Sí, cuatro. La redacción me tomó dos o tres más, con lo que se puede hacer la cuenta del tiempo que había transcurrido hasta la defensa. Mi caso no es único ni mucho menos, ni resulté de los más tardones, pues conozco excelentísimos colegas, de mi disciplina y de otras, que gastaron de la mejor manera ocho, diez o doce años para ese menester. Eso sí, cuando fueron doctores contaban con algo más que un nuevo título, pues derrochaban dominio de la materia completa de su área. De propina, durante ese tiempo se habían aprendido todos los idiomas necesarios para manejar la mejor doctrina del mundo.
Hoy ese panorama es impensable. Por fas o por nefas, la tesis tiene que estar concluida en cuatro años. Generalmente porque se comienza con una beca de investigación que, en el mejor de los casos, dura ese tiempo y, si se quiere seguir comiendo -cosa de la que no suele haber ninguna garantía-, hace falta el título de doctor. ¿Obligada solución? Temas más sencillos, exigencia menor, pragmatismo forzado.
Es curiosa la evolución de estos asuntos. Antes, en la tesis se gastaba un periodo largo, pero después las etapas se quemaban deprisa, pues no había saturación en las plantillas y eran tiempos de crecimiento de todo, época de vacas gordas, demasiado gordas, incluso, y algunas bastante pendonas. Hoy los doctorados terminan mucho antes, pero es cada vez más frecuente ver a perfectos cuarentones, doctores desde los veintipocos, esperando por su oportunidad de ganar algo más de cuatro duros y, sobre todo, de asegurarse un puesto estable. Seguramente en esto la virtud, si alguna hubiera, habría que buscarla en un término medio entre lo anterior y lo presente.
La presión sobre el profesorado (directores, tribunales...) para aligerar la carga de la tesis no viene solamente de esas urgencias de los jóvenes investigadores locales. Téngase en cuenta que si en España hoy -al menos en los campos que yo conozco- los programas de doctorado tuvieran que nutrirse sólo de los aspirantes locales, serían inviables casi todos por falta de clientela. Los alimentan los investigadores venidos de Latinoamérica. Visto en términos puramente administrativos, es una bendición ese refuerzo de allende los mares, pero ha introducido nuevas distorsiones. Espero que no se me entienda mal lo que voy a decir seguidamente.
En muchos países latinoamericanos en los que el doctorado no tenía tradición ninguna -ni falta que les hacía, podría añadirse- se ha desatado la fiebre doctoral en los últimos tiempos. ¿Por qué? Porque las autoridades ministeriales han decidido que se debe subir el nivel profesional del profesorado y, para ello, o bien exigen a las universidades un porcentaje de doctores en sus plantillas, o bien priman a aquellas que lo tienen. Eso provoca, por un lado, una desconcertante proliferación de programas doctorales allá, de calidad bien irregular, alta en algunas ocasiones y descarado negocio en otras. Mas ese no es el tema en este momento.
Lo que ocurre es que, entre los muchos doctorandos que aquí acuden hay de todo, por supuesto, y algunos absolutamente excepcionales. Mas arrastran casi todos varios lastres. Uno, que suelen estar acostumbrados a una enseñanza muy desvinculada de cualquier inquietud investigadora, tremendamente dogmática y memorística y muy a menudo impartida por profesores que se dedican a sus asuntos laborales y nada más. Muchos quedan sumidos en el desconcierto cuando en estos pagos se les muestran las solitarias y repletas bibliotecas y se les dice que allí han de dejarse las pestañas leyendo.
Su otro inconveniente es la falta de tiempo. O pueden pasarse aquí unos años o, por lo general, no van a terminar nunca su trabajo, pues la vida en sus países de origen suele ser una locura laboral, unida a la falta de medios para la investigación. ¿Resultado? También con ellos hay que aminorar la exigencia y permitirles componer tesis para salir del paso y que no retornen a su tierra sin nada en las manos. Súmese, si se quiere, la displicente actitud de tanto profesor de acá que dice aquello de que total qué importa, si se marchan y a nadie harán sombra aquí con su título (me apuesto una cena a que me cae algún gorrazo por escribir esto y porque algún cafre entiende que yo mismo pienso así).
Los anteriores son elementos del contexto que ayudan a explicar por qué las tesis van perdiendo calidad y rigor. Pero hay más, mucho más. Por ejemplo, que para culminar una tesis sólo hacen falta estas poquitas cosas: un licenciado que quiera hacerla y esté dispuesto a escribir un puñado de páginas, un director presto a dirigirla o a firmar que la dirigió y un tribunal que dé el veredicto. Y pagar matrículas y tasas, claro. O sea, que no se exige ninguna capacidad o talento para poner manos a la obra o conseguir el título, y, sobre todo, puede ser director cualquier doctor, hasta el más indocumentado.
¿Y qué razones puede tener un doctor indocumentado para aparecer como director? Ahí iremos luego, pero primero hablemos del tribunal, que es propuesto por el director -burocracias y disimulos aparte-, seleccionando sus miembros en función del óptimo resultado pretendido. Cuando un director de tesis tiene unas pocas relaciones en su disciplina y está interesado en el cum laude, es absolutamente inusual que la máxima calificación no se obtenga. ¿Aunque la tesis no valga nada o sea un despropósito? Sí. Hoy por ti, mañana por mí, para qué enemistarse, arrieros somos, etc., etc. Es lo que hay, aunque nos duela reconocerlo.
Con todo, mientras contaban algo la fama y el buen nombre en el gremio, tanto de directores como de doctorandos, la gente se lo pensaba un poco y, además, la calificación positiva del trabajo no quitaba para que en el sentir general se pusiera un negativo. Pero eso importaba cuando todos nos conocíamos y cuando había cosas importantes que dirimir en la “casa común” de la disciplina. Eso también se ha modificado. Por una parte, por causa del furibundo localismo. Por otra, porque ya no hay que verse las caras para casi nada, pues todo sucede en la oscuridad de las aplicaciones informáticas, las comisiones evaluadoras anónimas y los baremos a tanto el kilo. Por ser doctor, tantos puntos; por haber sido investigador principal en un proyecto, tanto; por haber dirigido una tesis doctoral, tanto; por haber publicado unos artículos, tanto por cada uno; etc. ¿Y si la tesis es horrible, los artículos malísimos y el proyecto un timo? Da igual, va a tanto alzado y sin que quien evalúa lea ni una línea ni, posiblemente, conozca nada de aquel a quien puntúa. Dicen que así se gana objetividad. Será.
Podríamos seguir con la enumeración de factores que coadyuvan a toda esta decadencia. Uno más, no desdeñable, es el desembarco en las universidades de títulos y estudios sin la más mínima tradición investigadora, y del correspondiente profesorado, que suple con picaresca lo que le falta de hábito de estudio sosegado. Lo uno y lo otro ha dado lugar a un agravio comparativo difícil de digerir para muchos, y con razón. Puede haber un doctorando que en Biología, Filología, Derecho u otras facultades se parte el alma con un tema complicado y lleno de experimentos o bibliografía, al tiempo que ve cómo en el edificio de al lado salen tesis como churros sobre la ocupación hotelera en un hotel rural de Espinosa de los Monteros durante la primavera del año 2008 o sobre el número de moscas que el 30 de agosto del 2009 se posaron en una determinada caca de vaca colocada en un prado del campus. Tal cual. Todos doctores por igual, pardos todos los gatos.
Así es como estamos ahora mismo. Pero vamos a empeorar a velocidad de vértigo. ¿Por qué? Porque, en ese marco, es muy importante para los candidatos a acreditaciones el haber dirigido tesis doctorales, entre otras cosas. Algo se ha de poner en esa parte de la aplicación, pues en caso contrario puede la Comisión venirse (nunca mejor dicho) con esa cantinela tan común: no se acredita porque no ha dirigido tesis doctorales (o no ha dirigido proyectos de investigación o no ha presentado comunicaciones en congresos al baño María). ¿Y si dirigió diez pero eran espantosas, puro recorta y pega o plagio brutal? Ah, eso no importa, la Comisión valora lo que hay en la aplicación y eso va a misa: tal cosa, tanto. Y punto pelota. ¿Resultado? Pues que andan los jóvenes doctores como locos buscando algún doctorando que se deje y que esté dispuesto a presentar cualquier engendro como tesis. Tendremos avalancha y la cantidad ahogará la calidad, ya exigua. Si hasta ahora los miembros de los tribunales se decían aquello de cómo vamos a chafar a este pobre doctorando, ahora pensarán que cómo van a perjudicar al director, tan necesitado de tesis que llevarse a la aplicación.
Hasta ahí el diagnóstico de la situación. ¿Tratamiento? ¿Soluciones? No hay. Lástima. Y, si las hubiera, no podrían depender de nosotros, del personal académico ejerciente, viciado hasta la médula, ahogados en corruptelas unos y desmoralizados otros, pensando los mejores en quitarse de en medio a la primera ocasión y encantados los pésimos con este sistema que de cualquier ratón hace un maestro y de cualquier sabandija una figura de su facultad, pues ratones y sabandijas son los que mejor montan esos currículos que ahora se llevan, llenos de aire y de desvergüenza.
Piense usted en alguno de los grandes maestros de la disciplina que sea y pregúntese si con el currículum que tenía y lo que había hecho y escrito a sus cuarenta o cincuenta años podría hoy acreditarse como catedrático. La respuesta es no, y ningún sujeto informado me la discutirá. ¿Y por qué no? Porque no habría asistido a cursos de innovación docente, no habría dirigido aún tesis doctorales, no habría tenido proyectos de investigación, no habría ocupado cargos de la burocracia universitaria y no habría publicado en revistas indexadas. ¿Y por qué no hicieron esas cosas, los muy taimados? Porque estaban trabajando, rediez, porque se dedicaban al estudio y la investigación y por eso fueron lo que fueron; por eso hoy no tendrían dónde caerse muertos.
No hay solución, pues, de haberla, tendría que venir de arriba, de muy arriba. Habría que comenzar por permitir que al doctorado accediera solamente quien demuestre grandes aptitudes, por impedir que cualquier mindundi pudiera figurar como director y, sobre todo, por cambiar el sistema de evaluación y de tribunales, estableciendo filtros y controles reales. Una tesis doctoral marca una especialización científica y un nivel que merece una toma en consideración muy seria y que la valoren sólo los que mejor pueden hacerlo. Tampoco habría de poder cualquier doctorcillo hacer de juez y ganarse gratis unos méritos. Ah, porque también puntúa el haber formado parte de tribunales. El círculo se cierra y no se libra ni el Tato. Tonto el último.
La cantidad prima sobre la calidad. El amiguismo sobre los méritos. Y la tan cacareada "democratización" de la universidad no es otra cosa sino igualar a todos por debajo: todos licenciados, todos doctores... para acabar todos al paro o, en el mejor de los casos, cobrar 800 euros trabajando de profesor asociado.
ResponderEliminarbuenísimo articulo.
ResponderEliminarlamentablemente la única solución es la ética y el orgullo profesional de cada uno. Pero sí da rabia, sí, tener a tus doctorandos 7 años con un tema y hacerles repetir 3 veces un capítulo cuando luego ves que pasa con el cum laude cada bodrio....