Muchas gracias a Jacobo, Inés, Miguel y Luis (por orden ‘de aparición’ en la web) por sus amables comentarios sobre mi contribución a FANECA del 29 de Marzo ‘Por qué el baremo de la ANECA para las acreditaciones como catedrático no es adecuado’. Inés me emplaza a que trate la cuestión de la LRU y la endogamia, así que lo haré ahora, mencionando algún otro asunto en passant. Y, puesto que la web fanecana tiene un carácter franco y coloquial, lo haré en román paladino, como en mi anterior contribución.
Si no recuerdo mal, la LRU preveía, para prevenir la endogamia, que todo profesor debía permanecer dos años en otra universidad antes de poder ser contratado por la propia. Era una magnífica medida, pero se pervirtió rápidamente. Me consta de forma directa que ese requisito (que es norma y/o tradición en las universidades serias) fue soslayado por la práctica, por ejemplo, de nombrar ayudante de una facultad al discípulo de un colega de otra universidad con tal que ese colega hiciera lo mismo con el doctor propio. Ambos doctores cobraban lo mismo, no se mudaban de universidad, y continuaban ‘calentando la silla’. En muchas ocasiones, los propios compañeros y potenciales competidores del doctor que se había ido al extranjero a hacer una estancia postdoctoral argumentaban a su regreso que la experiencia y conocimientos adquiridos por éste no podían compensar la docencia de quienes se habían quedado trabajando [sic] (léase ‘dando clase’, un lamentable anticipo de lo que prima en exceso[1] el baremo de la ANECA). Yo creo que la LRU (muy semejante, por cierto, a la fallida LAU –ley de autonomía universitaria, no de arrendamientos urbanos- de la UCD) no fomentó directamente la endogamia; sí lo hizo el comportamiento de la comunidad académica y los dos representantes de las universidades en las comisiones 2+3. Idéntico sistema, por ejemplo, habría funcionado mucho mejor en una universidad anglosajona: no habría gustado, cierto, pero no habría producido la endogamia que originó en España (y que la LOU[2] y en especial la ANECA, ahora, han elevado a norma). Pese a todo, el antiguo sistema aún permitía que los tres de fuera pudieran, literalmente, sublevarse: en mi facultad hubo dos plazas distintas, ambas con sendos candidatos locales únicos, que fueron declaradas desiertas dos veces (por 3 votos contra los dos 2 ‘de casa’)… antes de cubrirse finalmente -¡a la tercera!- por los eternos candidatos, siempre únicos. La LRU podría haber sido mejor, cierto, pero no nos engañemos: fue la comunidad académica, por encima de todo, la responsable de la endogamia. Pues no hay ley de universidades que funcione si la comunidad que la aplica no es académicamente sana, y la nuestra tiene fiebre bastante alta. Recordemos –por ejemplo- las plazas con nombres matizados (es un eufemismo) por ‘perfiles’ iguales al título de la tesis doctoral del candidato oficial, etc. Por otra parte, la autonomía mal empleada de las universidades, la degradación de las facultades en favor de los departamentos etc., ha fomentado extraordinariamente el caciquismo local. Y, como es bien sabido, éste es tanto peor cuanto más próximo es, pues la única manera efectiva de combatirlo es tener la capacidad de denunciarlo ante foros cuanto más altos y amplios mejor, ya que en ellos el cacique se mueve con dificultad creciente. Por eso ahora hay, para sorpresa de ingenuos, más caciquismo que hace veinte años.
El baremo de la ANECA es malo; cualquier baremo lo es, pues no puede prever toda la casuística. ¿Qué haría la ANECA con un premio Nobel que ha dado pocas clases, con aversión a la administración y que saca 70 puntos? Pues no podría acreditarlo como catedrático porque aún le faltan diez. Os parecerá increíble pero, cuando un amigo mío hizo a un vicerrector de Santiago una reflexión parecida, éste le respondió “aquí no necesitamos gente así”. Quizá el vicerrector compostelano pensaba que las universidades con premios Nobel son perversamente elitistas, confundiendo –el también gallego Cela dixit, no yo- el culo con las témporas. El problema, por otra parte, no va ir a menos, sino a más, pues ¿cómo van a denunciar los nuevos catedráticos los ‘méritos’ e.g. burocráticos si (algunos) se beneficiaron de ellos? Por eso aludía yo a la cita de Cajal (en Ciencia y universidad: una asignatura pendiente, en http://www.uv.es/azcarrag/articulos.htm). Cajal ironizaba sobre la autonomía universitaria como solución mágica...¡hace 110 años! Yo estoy a favor de la autonomía de las universidades, cómo no, pero tal como la conciben Harvard o Cambridge, no como la usan casi siempre las universidades españolas. Y si, encima, esa autonomía se utiliza para fomentar los nacionalismos, mucho menos todavía.
No hay sistema ideal para la promoción a catedrático; sólo menos malo. Y ninguna universidad seria utiliza baremos de ningún tipo: mis colegas anglosajones se asombran ante el sistema y ante la ingeniería curricular creativa que ha fomentado el baremo de la ANECA. Las acreditaciones, por cierto, son de la antigua ministra Mercedes Cabrera, de quien, como miembro de una muy ilustre familia de científicos (como el lanzaroteño Blas Cabrera), habría cabido esperar mucho mejor criterio. De los sistemas ensayados, las habilitaciones fueron lo menos malo. La exposición oral era pública: otra ventaja, la de luz y taquígrafos. Y siete miembros por sorteo hacen difícil el control del tribunal.
¿Cómo, pues, acceder a una cátedra? Resumiendo y siendo preciso al mismo tiempo, creo que lo mejor sería:
a) habilitaciones, con pruebas públicas y con siete miembros por sorteo
con cuatro sexenios o más (esto es esencial; si en algún área esto fuera difícil, bastaría tomar el valor medio de sexenios del área más uno). Y sin cupos políticamente correctos: la presencia artificial de mujeres en los tribunales es degradante, pues presupone que éstas –y los hombres- favorecen a los candidatos de su propio sexo. Ninguna catedrática que conozca quiere ser miembro por razón de ‘cupo’.
b) adscripción posterior a las universidades, con penalización (= desaparición de la plaza y de su dotación) si la universidad se niega una segunda vez a acoger a un solicitante ya habilitado.
Esto debería ser combinado paralelamente con la
c) evaluación externa de las propias universidades (externa = comités 100% externos, formados por miembros con al menos 5 sexenios o los máximos que permita el área menos uno o, mejor aún, por comités internacionales). Esto es esencial para que las universidades (y sus magníficos) no puedan ocultar sus vergüenzas y sigan impunemente malas políticas. Pues, pese al tamaño de las universidades y sus presupuestos, los rectores son los ‘directivos’ más ‘irresponsables’ de España: sólo dan cuenta de su gestión a sus claustros y, por mala que sea, nunca son responsables de casi nada. A mí me gustaría ver a todas las universidades españolas ordenadas de mejor a peor. Ya sé que no hay ordenación perfectamente justa y que muchos factores intervienen en ello; pero, pese a todo, la sociedad en general y los estudiantes en particular se merecen disponer de esa clasificación, que se hace en muchos países. Todas las universidades afirman pomposamente en sus estatutos que son un servicio público. Pues bien, esa ordenación forma parte del servicio público que deberían dar pues, ¿qué menos que orientar grosso modo a los estudiantes sobre la calidad de la institución donde van a transcurrir varios -e importantísimos- años de sus vidas? (ver ‘La evaluación de las universidades’ en mi web de arriba). A mí me parece una obligación inexcusable.
Añadiría incluso una condición más, que
d) ninguna universidad pueda contratar a ningún doctor de esa misma universidad si previamente no ha estado al menos dos años en otra institución académica e/o investigadora.
La combinación a) + b) + c) + d) haría milagros (a medio plazo).
Pero el futuro no es prometedor. A ello contribuyen dos factores, uno interno y otro externo. El interno es que es difícil que el cambio necesario sea propiciado desde dentro: en particular y como ya dije, el baremo de la ANECA establece criterios que inevitablemente se autoperpetuarán en (algunos de) los nuevos acreditados, pues difícilmente serán éstos quienes propicien el cambio de baremo. Tampoco lo harán -donde los haya- los caciques locales, pues el actual sistema les permite colocar a los suyos en su entorno sin competencia exterior. El segundo factor es externo y no menos importante para un posible cambio: la sociedad española no ha sido nunca informada –yo diría que ha sido sistemáticamente engañada- sobre sus universidades: se le ha hecho creer que multiplicar su número es fantástico per se, que el que todo el profesorado sea ‘de casa’ es maravilloso, que es preferible que una asignatura se explique en lengua vernácula (hasta en bable y llingua llïonesa, que todo se andará) a que sea un buen científico o humanista quien la imparta, etc. Ni siquiera se ha propiciado un auténtico debate público sobre estas cuestiones. En UK, el baremo de la ANECA sería un escándalo nacional: no en vano allí están orgullosos de sus Cambridge, Oxford o del Imperial College.
Aquí mejoraremos, sí, pese a todo y a golpe de talonario (cuando pase la crisis), aunque será gracias a la sociedad –que paga impuestos- y al esfuerzo individual del PDI, como siempre o, si hay suerte, porque la concesión de un Nobel (ver mi contribución anterior a FANECA) obligue a muchos rectores (¿magníficos?) a redefinir sus políticas. La junta de gobierno de la universidad de Sevilla, por ejemplo, en lugar de dedicarse a legislar sobre las chuletas (sí, ya sé que no es como lo contó la prensa, pero la realidad basta para sentir vergüenza ajena), ejemplo paradigmático de memez políticamente correcta, tendría otras referencias que considerar. Lo peor del chuletagate sevillano es que toda una junta de gobierno estudió y aprobó la directiva en cuestión. Claro que luego se descolgó con el consabido “no se nos ha entendido bien” para dejarla en suspenso, cerrando así la faena: no satisfechos con aprobar una estupidez, llamaron estúpida a la sociedad, como si el chuletagate fuera algo tan arcano que requiriera una inteligencia especial para entenderlo, la de quienes concibieron la directiva. Pero no: todo el mundo captó al vuelo el nivel académico de quienes la aprobaron y sus preocupaciones. Es por estas cosas por lo que no cabe mucho optimismo (y, desde luego, menos en la universidad de Sevilla visto lo visto). Hoy existe el riesgo de que alguna autoridad académica, emulando al vicerrector que mencioné antes, afirme que hacer investigación del calibre de un Nobel no es el objetivo (‘prioritario’, of course) de una universidad. Me la imagino afirmando con grave semblante, inspirado/a quizá por el librito que repartió la universidad de Valencia a todos sus PDI (ver mi anterior contribución fanecana) o tras beber en otras fuentes hoy al uso, “que lo mejor es que los alumnos sean atendidos por profesores que ‘piensen metacognitivamente’, ya que el conocimiento original y profundo que dan la investigación y el estudio serio constituye, como es bien sabido, un instrumento de poder clasista ajeno al bienestar social verdadero, que surge (espontáneamente) de la adquisición de ‘destrezas’, ‘estrategias’ y ‘habilidades sociales’ ”. Así, no less, quizá acompañando la frase de un displicente desdén hacia quien no comparte la verdad revelada (porque la efectividad de esas ‘pedagogías’ y lugares comunes es cuestión de fe y no otra cosa). La frase, por supuesto, es imaginaria, pero no imposible: si alguien cree lo contrario, que lea los surrealistas formularios del Ministerio para los últimos planes de estudio (a los que ya me referí en mi anterior contribución fanecana), escritos al amparo de la muy sufrida Bolonia; yo mismo he sido testigo de afirmaciones no muy diferentes. Stultorum infinitus est numerus, como ya decía el Eclesiastés.
Y un comentario final. La escasa financiación suele citarse como fácil excusa de todo mal universitario, y es cierto que algunos rectores tienen que hacer auténticos equilibrios para pagar las nóminas. Pero no nos engañemos: la financiación es importante, pero el problema de la universidad española no es el económico. Es cierto que faltan recursos, pero no lo es menos que no se administran demasiado bien y que, incluso si se doblaran, los problemas estructurales de la universidad española y su deficiente funcionamiento subsistirían. Es lógico que así sea: muchos de esos problemas ni siquiera son percibidos como tales. Y difícilmente puede solucionarse un problema que, oficialmente, no existe.
Insisto: vale la pena leer la cita completa de Cajal a la que me refería en mi anterior contribución a FANECA (está en Ciencia y universidad: una asignatura pendiente, ver http://www.uv.es/azcarrag/articulos.htm ). Tiene 110 años, pero parece escrita hoy. Muchas gracias a los cuatro por vuestros comentarios y a los lectores de FANECA por llegar hasta aquí. Y dejo ya este asunto para volver a ‘mis labores’.
[1] Que nadie me interprete mal y concluya que no doy importancia a la experiencia docente; todo lo contrario. Pero no da mejores clases quien lleva dándolas diez años que quien sólo lleva tres (y no digamos si, como es frecuente, no cambia de asignatura). Por otra parte, quien ha dado menos clases por haber realizado estancias en centros de investigación es seguro que las dará más al día y mucho más interesantes. Y esto, claro está, al margen de que la universidad es algo más que una fábrica de títulos.
[2] La LOU (ley orgánica de universidades) que hoy nos gobierna es del 13-IV-07. Esta ley estableció el actual sistema de acreditación para el acceso a las plazas de titular y catedrático, que hoy se rige por el baremo de la ANECA que critico. Y aclaro: mi crítica es al baremo, no a la ANECA como tal. La ANECA se creó el 19 de julio de 2002 en cumplimiento de lo previsto por la antigua LOU del 21-XII-2001, hoy reemplazada por la LOU de 2007. La existencia de una agencia nacional de evaluación de la calidad y acreditación es una buena cosa. Pero eso no garantiza un buen funcionamiento, hoy manifiestamente mejorable.
Si no recuerdo mal, la LRU preveía, para prevenir la endogamia, que todo profesor debía permanecer dos años en otra universidad antes de poder ser contratado por la propia. Era una magnífica medida, pero se pervirtió rápidamente. Me consta de forma directa que ese requisito (que es norma y/o tradición en las universidades serias) fue soslayado por la práctica, por ejemplo, de nombrar ayudante de una facultad al discípulo de un colega de otra universidad con tal que ese colega hiciera lo mismo con el doctor propio. Ambos doctores cobraban lo mismo, no se mudaban de universidad, y continuaban ‘calentando la silla’. En muchas ocasiones, los propios compañeros y potenciales competidores del doctor que se había ido al extranjero a hacer una estancia postdoctoral argumentaban a su regreso que la experiencia y conocimientos adquiridos por éste no podían compensar la docencia de quienes se habían quedado trabajando [sic] (léase ‘dando clase’, un lamentable anticipo de lo que prima en exceso[1] el baremo de la ANECA). Yo creo que la LRU (muy semejante, por cierto, a la fallida LAU –ley de autonomía universitaria, no de arrendamientos urbanos- de la UCD) no fomentó directamente la endogamia; sí lo hizo el comportamiento de la comunidad académica y los dos representantes de las universidades en las comisiones 2+3. Idéntico sistema, por ejemplo, habría funcionado mucho mejor en una universidad anglosajona: no habría gustado, cierto, pero no habría producido la endogamia que originó en España (y que la LOU[2] y en especial la ANECA, ahora, han elevado a norma). Pese a todo, el antiguo sistema aún permitía que los tres de fuera pudieran, literalmente, sublevarse: en mi facultad hubo dos plazas distintas, ambas con sendos candidatos locales únicos, que fueron declaradas desiertas dos veces (por 3 votos contra los dos 2 ‘de casa’)… antes de cubrirse finalmente -¡a la tercera!- por los eternos candidatos, siempre únicos. La LRU podría haber sido mejor, cierto, pero no nos engañemos: fue la comunidad académica, por encima de todo, la responsable de la endogamia. Pues no hay ley de universidades que funcione si la comunidad que la aplica no es académicamente sana, y la nuestra tiene fiebre bastante alta. Recordemos –por ejemplo- las plazas con nombres matizados (es un eufemismo) por ‘perfiles’ iguales al título de la tesis doctoral del candidato oficial, etc. Por otra parte, la autonomía mal empleada de las universidades, la degradación de las facultades en favor de los departamentos etc., ha fomentado extraordinariamente el caciquismo local. Y, como es bien sabido, éste es tanto peor cuanto más próximo es, pues la única manera efectiva de combatirlo es tener la capacidad de denunciarlo ante foros cuanto más altos y amplios mejor, ya que en ellos el cacique se mueve con dificultad creciente. Por eso ahora hay, para sorpresa de ingenuos, más caciquismo que hace veinte años.
El baremo de la ANECA es malo; cualquier baremo lo es, pues no puede prever toda la casuística. ¿Qué haría la ANECA con un premio Nobel que ha dado pocas clases, con aversión a la administración y que saca 70 puntos? Pues no podría acreditarlo como catedrático porque aún le faltan diez. Os parecerá increíble pero, cuando un amigo mío hizo a un vicerrector de Santiago una reflexión parecida, éste le respondió “aquí no necesitamos gente así”. Quizá el vicerrector compostelano pensaba que las universidades con premios Nobel son perversamente elitistas, confundiendo –el también gallego Cela dixit, no yo- el culo con las témporas. El problema, por otra parte, no va ir a menos, sino a más, pues ¿cómo van a denunciar los nuevos catedráticos los ‘méritos’ e.g. burocráticos si (algunos) se beneficiaron de ellos? Por eso aludía yo a la cita de Cajal (en Ciencia y universidad: una asignatura pendiente, en http://www.uv.es/azcarrag/articulos.htm). Cajal ironizaba sobre la autonomía universitaria como solución mágica...¡hace 110 años! Yo estoy a favor de la autonomía de las universidades, cómo no, pero tal como la conciben Harvard o Cambridge, no como la usan casi siempre las universidades españolas. Y si, encima, esa autonomía se utiliza para fomentar los nacionalismos, mucho menos todavía.
No hay sistema ideal para la promoción a catedrático; sólo menos malo. Y ninguna universidad seria utiliza baremos de ningún tipo: mis colegas anglosajones se asombran ante el sistema y ante la ingeniería curricular creativa que ha fomentado el baremo de la ANECA. Las acreditaciones, por cierto, son de la antigua ministra Mercedes Cabrera, de quien, como miembro de una muy ilustre familia de científicos (como el lanzaroteño Blas Cabrera), habría cabido esperar mucho mejor criterio. De los sistemas ensayados, las habilitaciones fueron lo menos malo. La exposición oral era pública: otra ventaja, la de luz y taquígrafos. Y siete miembros por sorteo hacen difícil el control del tribunal.
¿Cómo, pues, acceder a una cátedra? Resumiendo y siendo preciso al mismo tiempo, creo que lo mejor sería:
a) habilitaciones, con pruebas públicas y con siete miembros por sorteo
con cuatro sexenios o más (esto es esencial; si en algún área esto fuera difícil, bastaría tomar el valor medio de sexenios del área más uno). Y sin cupos políticamente correctos: la presencia artificial de mujeres en los tribunales es degradante, pues presupone que éstas –y los hombres- favorecen a los candidatos de su propio sexo. Ninguna catedrática que conozca quiere ser miembro por razón de ‘cupo’.
b) adscripción posterior a las universidades, con penalización (= desaparición de la plaza y de su dotación) si la universidad se niega una segunda vez a acoger a un solicitante ya habilitado.
Esto debería ser combinado paralelamente con la
c) evaluación externa de las propias universidades (externa = comités 100% externos, formados por miembros con al menos 5 sexenios o los máximos que permita el área menos uno o, mejor aún, por comités internacionales). Esto es esencial para que las universidades (y sus magníficos) no puedan ocultar sus vergüenzas y sigan impunemente malas políticas. Pues, pese al tamaño de las universidades y sus presupuestos, los rectores son los ‘directivos’ más ‘irresponsables’ de España: sólo dan cuenta de su gestión a sus claustros y, por mala que sea, nunca son responsables de casi nada. A mí me gustaría ver a todas las universidades españolas ordenadas de mejor a peor. Ya sé que no hay ordenación perfectamente justa y que muchos factores intervienen en ello; pero, pese a todo, la sociedad en general y los estudiantes en particular se merecen disponer de esa clasificación, que se hace en muchos países. Todas las universidades afirman pomposamente en sus estatutos que son un servicio público. Pues bien, esa ordenación forma parte del servicio público que deberían dar pues, ¿qué menos que orientar grosso modo a los estudiantes sobre la calidad de la institución donde van a transcurrir varios -e importantísimos- años de sus vidas? (ver ‘La evaluación de las universidades’ en mi web de arriba). A mí me parece una obligación inexcusable.
Añadiría incluso una condición más, que
d) ninguna universidad pueda contratar a ningún doctor de esa misma universidad si previamente no ha estado al menos dos años en otra institución académica e/o investigadora.
La combinación a) + b) + c) + d) haría milagros (a medio plazo).
Pero el futuro no es prometedor. A ello contribuyen dos factores, uno interno y otro externo. El interno es que es difícil que el cambio necesario sea propiciado desde dentro: en particular y como ya dije, el baremo de la ANECA establece criterios que inevitablemente se autoperpetuarán en (algunos de) los nuevos acreditados, pues difícilmente serán éstos quienes propicien el cambio de baremo. Tampoco lo harán -donde los haya- los caciques locales, pues el actual sistema les permite colocar a los suyos en su entorno sin competencia exterior. El segundo factor es externo y no menos importante para un posible cambio: la sociedad española no ha sido nunca informada –yo diría que ha sido sistemáticamente engañada- sobre sus universidades: se le ha hecho creer que multiplicar su número es fantástico per se, que el que todo el profesorado sea ‘de casa’ es maravilloso, que es preferible que una asignatura se explique en lengua vernácula (hasta en bable y llingua llïonesa, que todo se andará) a que sea un buen científico o humanista quien la imparta, etc. Ni siquiera se ha propiciado un auténtico debate público sobre estas cuestiones. En UK, el baremo de la ANECA sería un escándalo nacional: no en vano allí están orgullosos de sus Cambridge, Oxford o del Imperial College.
Aquí mejoraremos, sí, pese a todo y a golpe de talonario (cuando pase la crisis), aunque será gracias a la sociedad –que paga impuestos- y al esfuerzo individual del PDI, como siempre o, si hay suerte, porque la concesión de un Nobel (ver mi contribución anterior a FANECA) obligue a muchos rectores (¿magníficos?) a redefinir sus políticas. La junta de gobierno de la universidad de Sevilla, por ejemplo, en lugar de dedicarse a legislar sobre las chuletas (sí, ya sé que no es como lo contó la prensa, pero la realidad basta para sentir vergüenza ajena), ejemplo paradigmático de memez políticamente correcta, tendría otras referencias que considerar. Lo peor del chuletagate sevillano es que toda una junta de gobierno estudió y aprobó la directiva en cuestión. Claro que luego se descolgó con el consabido “no se nos ha entendido bien” para dejarla en suspenso, cerrando así la faena: no satisfechos con aprobar una estupidez, llamaron estúpida a la sociedad, como si el chuletagate fuera algo tan arcano que requiriera una inteligencia especial para entenderlo, la de quienes concibieron la directiva. Pero no: todo el mundo captó al vuelo el nivel académico de quienes la aprobaron y sus preocupaciones. Es por estas cosas por lo que no cabe mucho optimismo (y, desde luego, menos en la universidad de Sevilla visto lo visto). Hoy existe el riesgo de que alguna autoridad académica, emulando al vicerrector que mencioné antes, afirme que hacer investigación del calibre de un Nobel no es el objetivo (‘prioritario’, of course) de una universidad. Me la imagino afirmando con grave semblante, inspirado/a quizá por el librito que repartió la universidad de Valencia a todos sus PDI (ver mi anterior contribución fanecana) o tras beber en otras fuentes hoy al uso, “que lo mejor es que los alumnos sean atendidos por profesores que ‘piensen metacognitivamente’, ya que el conocimiento original y profundo que dan la investigación y el estudio serio constituye, como es bien sabido, un instrumento de poder clasista ajeno al bienestar social verdadero, que surge (espontáneamente) de la adquisición de ‘destrezas’, ‘estrategias’ y ‘habilidades sociales’ ”. Así, no less, quizá acompañando la frase de un displicente desdén hacia quien no comparte la verdad revelada (porque la efectividad de esas ‘pedagogías’ y lugares comunes es cuestión de fe y no otra cosa). La frase, por supuesto, es imaginaria, pero no imposible: si alguien cree lo contrario, que lea los surrealistas formularios del Ministerio para los últimos planes de estudio (a los que ya me referí en mi anterior contribución fanecana), escritos al amparo de la muy sufrida Bolonia; yo mismo he sido testigo de afirmaciones no muy diferentes. Stultorum infinitus est numerus, como ya decía el Eclesiastés.
Y un comentario final. La escasa financiación suele citarse como fácil excusa de todo mal universitario, y es cierto que algunos rectores tienen que hacer auténticos equilibrios para pagar las nóminas. Pero no nos engañemos: la financiación es importante, pero el problema de la universidad española no es el económico. Es cierto que faltan recursos, pero no lo es menos que no se administran demasiado bien y que, incluso si se doblaran, los problemas estructurales de la universidad española y su deficiente funcionamiento subsistirían. Es lógico que así sea: muchos de esos problemas ni siquiera son percibidos como tales. Y difícilmente puede solucionarse un problema que, oficialmente, no existe.
Insisto: vale la pena leer la cita completa de Cajal a la que me refería en mi anterior contribución a FANECA (está en Ciencia y universidad: una asignatura pendiente, ver http://www.uv.es/azcarrag/articulos.htm ). Tiene 110 años, pero parece escrita hoy. Muchas gracias a los cuatro por vuestros comentarios y a los lectores de FANECA por llegar hasta aquí. Y dejo ya este asunto para volver a ‘mis labores’.
[1] Que nadie me interprete mal y concluya que no doy importancia a la experiencia docente; todo lo contrario. Pero no da mejores clases quien lleva dándolas diez años que quien sólo lleva tres (y no digamos si, como es frecuente, no cambia de asignatura). Por otra parte, quien ha dado menos clases por haber realizado estancias en centros de investigación es seguro que las dará más al día y mucho más interesantes. Y esto, claro está, al margen de que la universidad es algo más que una fábrica de títulos.
[2] La LOU (ley orgánica de universidades) que hoy nos gobierna es del 13-IV-07. Esta ley estableció el actual sistema de acreditación para el acceso a las plazas de titular y catedrático, que hoy se rige por el baremo de la ANECA que critico. Y aclaro: mi crítica es al baremo, no a la ANECA como tal. La ANECA se creó el 19 de julio de 2002 en cumplimiento de lo previsto por la antigua LOU del 21-XII-2001, hoy reemplazada por la LOU de 2007. La existencia de una agencia nacional de evaluación de la calidad y acreditación es una buena cosa. Pero eso no garantiza un buen funcionamiento, hoy manifiestamente mejorable.
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