Hace tres años, cerca de novecientos profesores universitarios y miembros del CSIC firmamos una carta[1] dirigida a la Sra. Ministra de Educación y Ciencia (entonces Mercedes Cabrera) criticando –sin éxito, pese al número de firmantes- el procedimiento de acreditación (los ‘criterios de evaluación’) de la ANECA (BOE 6-X-2007). Leo en esta web un comentario censurando una decisión de la ANECA que el remitente juzga injusta. Sin entrar en el fondo de su escrito, que quien lo envía detalla suficientemente, me gustaría explicar por qué, en mi opinión, el baremo de la ANECA no es adecuado para el fin que se supone que persigue: seleccionar al posible mejor catedrático (y no sólo subir el sueldo, algo que se podría hacer directamente).
Lejos de mí afirmar que el resultado de las acreditaciones es siempre injusto o que todos los acreditados no merecen serlo; en absoluto. Pero el baremo tiene un trasfondo burocrático que lo hace inadecuado y no ‘homologable internacionalmente’ (es difícil de entender para un profesor anglosajón, por ejemplo). Es cierto que, inevitablemente, todos los sistemas permiten desviaciones, pero también lo es que unos lo hacen más que otros y que algunos, incluso, las facilitan. Y, en mi opinión, el baremo de la ANECA (que es la que establece los criterios, no los ‘acreditadores’ que tienen que cumplir la ley y aplicarlos) se aleja del ideal de calidad más que otros sistemas de selección. Pues, al margen de la absoluta endogamia que está produciendo (aunque de ésta son especialmente responsables las propias universidades), ni el baremo de la ANECA es un buen método de promoción ni es inocuo por las actitudes que puede fomentar en algunos futuros candidatos.
En el ámbito internacional, un full professor/catedrático es alguien que, al menos, ha tenido experiencia en varios centros, ha realizado investigación original suficiente y dirigido la investigación de otros (por ej., ha sido research advisor/director de tesis doctorales). El baremo de la ANECA, sin embargo, sólo asigna 55 puntos a la investigación que, además, son automáticos si se tienen los sexenios suficientes con independencia de la investigación realizada. Así pues, todos los candidatos que dan el mínimo obtienen los 55 puntos, hayan hecho contribuciones extraordinarias o las justas para obtener los sexenios correspondientes: su investigación ni siquiera es evaluable (!). Por otra parte, quien se haya limitado a dar sus clases y no haya tenido ningún cargo académico tendrá pocos puntos más. Por ello, cabe especular cuántos puntos obtendría Einstein con el baremo de la ANECA, pues es sabido que no era un gran profesor y que tenía notable aversión a la burocracia. Con ese baremo, más de un premio Nobel tendría dificultades para ser acreditado como catedrático: se necesitan 80 o más puntos.
Pero veamos si los otros méritos garantizan algo, empezando por los docentes. Seamos sinceros: el baremo de la ANECA no ha hecho más que fomentar lo que cabe llamar ingeniería curricular creativa, no la verdadera calidad, que no es suficientemente valorada. La ANECA premia la realización de actividades que con frecuencia son inútiles o time consuming. Por ejemplo, todo tipo de cursillos supuestamente pedagógicos caben como ‘méritos’ docentes, pese a que la inmensa mayoría son de interés más que dudoso. En el sufrido capítulo de innovación educativa cabe prácticamente todo: presentaciones en colorines con power point, preparación de textos científicos ‘de calidad’ (léase introducción a LaTex) y –cómo no- los consabidos apuntes. Los primeros no son innovación educativa: está bien usar medios informáticos o ‘nuevas tecnologías’ (codeword que se utiliza pour épater le bourgeois) pero, salvo para fotos y figuras o diagramas complicados, no hay nada como la exposición ordenada, la tiza en la pizarra y la discusión con el alumno. Asistir a cursillos para mejorar las clases –pese a lo que afirman (algunos) pedagogos y psicólogos interesados en impartirlos- no es más que contribuir a la ‘estafa del enseñar a enseñar’, como acertadamente señalaba un artículo en El País (cuyos autores desgraciadamente no recuerdo), no a la mejora de la enseñanza universitaria. Éste es un sector –no nos engañemos- donde hay muchos intereses creados ajenos a los verdaderamente académicos y científicos que, tras contribuir a la degradación de la enseñanza secundaria actual, parecen haber decidido continuar con la universitaria. Los apuntes pueden ser, además, perjudiciales si no son muy buenos (lo que es excepcional), pues impiden que los alumnos estudien en los excelentes textos que existen para casi todas las asignaturas[2] de los primeros cursos: incluso un mal libro es mejor que unos buenos apuntes. ¿Cuántos apuntes mediocres (perdón, materiales docentes) se habrán escrito porque los fomenta el baremo de la ANECA? Y, por otra parte, ¿qué profesor distribuiría apuntes de una asignatura si se pudieran publicar como libro por una buena editorial? Así pues, y salvando lo que haya que salvar, es evidente que la ingeniería curricular docente que fomenta el baremo en cuestión no sólo no garantiza una mejor enseñanza, sino que puede contribuir a degradarla: el baremo de la ANECA, como anuncié, ni siquiera es neutro. ¿Qué garantiza entonces? Muy sencillo: la pérdida de tiempo y energías (del profesor y muchas veces de los sufridos alumnos) en actividades secundarias supuestamente innovadoras y el cursillismo artificial como método de promoción. Contribuye, en una palabra, a penalizar la calidad, que es lo contrario que se debería buscar para la Universidad.
Veamos ahora la participación en la administración académica, otra parte del baremo de la ANECA que fomenta otro aspecto de la ingeniería curricular creativa. ¿Deben valorarse positivamente las tareas de gestión para ser catedrático? Un/a decano/a, por ejemplo, tiene ya bastantes ventajas asociadas al cargo: recibe un sobresueldo, tanto de la universidad como en términos de complementos ‘autonómicos’ (las autonomías también valoran, cómo no, los cargos académicos pues, ¿quiénes diseñaron ‘sus’ complementos? Los IP de proyectos de investigación desde luego no). También tiene menos carga docente y, en todos los casos que conozco, teléfono móvil y VISA de representación a cargo de su universidad. Finalmente, ser decano/a puede contribuir, en su caso, a cultivar su ego: un decano/a participa en lugares prominentes en actos, órganos de gobierno académicos, etc. Así pues, siendo además algo voluntario, ¿por qué debería ser un mérito? Un cargo que ya está retribuido no necesita un pago adicional. De hecho, si hubiera que juzgar la gestión de los decanos/as, en bastantes casos habría que restar puntos, no sumarlos. Y es que, no nos engañemos, lo más importante en la promoción a catedrático deber ser la investigación. No estoy minusvalorando la docencia; por supuesto que no. Pero casi nada del baremo de la ANECA garantiza que el seleccionado sea mejor docente.
Hace un par de años mi universidad –la de Valencia- repartió a todo el profesorado, gratis, el libro ‘Lo que hacen los buenos profesores universitarios’, de un tal Ken Bain, director del Center for Teaching Excellence de la NY Univ. Dejando aparte la indirecta que el regalito suponía, que el título original es ‘What the best College teachers do’ y que Colleges y Universities no son quite the same, el libro es un ejemplo de los vientos dominantes. Contiene líneas esclarecedoras sobre la importancia de ‘pensar metacognitivamente’ y otras lindezas del mismo tenor, y está repleto de ‘estrategias’, ‘destrezas’, ‘habilidades sociales’ y otros tópicos al uso que recuerdan, por cierto, los surrealistas formularios del Ministerio para la reciente reforma de planes de estudios (¡qué sufrida es Bolonia y cómo tapa la incompetencia!). Baste, como ilustración al azar, una de las trece cuestiones que según Bain preocupan al ‘buen profesor’: “¿cómo crearé un entorno para el aprendizaje crítico natural [sic] en el que insertar las destrezas y la información que quiero enseñar mediante ejercicios (cuestiones y tareas) que los estudiantes encuentran fascinantes –tareas auténticas que produzcan curiosidad, desafiando a los estudiantes a repasar sus supuestos y a examinar sus modelos mentales de la realidad-? ¿Cómo podré proporcionar un entorno seguro en el que los estudiantes puedan probar, fallar, realimentarse y volver a probar?”. Está claro que, si se elimina la palabrería altisonante y huera que tanto parece gustar a algunos pedagogos, lo queda es tan banal como obvio (aunque, ya se sabe, quod natura non dat, Helmantica non praestat). En otro lugar Bain advierte que “tanto la investigación como los trabajos teóricos sobre el aprendizaje y la enseñanza pueden informar acerca de cómo diseñar una asignatura o cualquier otra experiencia educativa”, perla pedagógicamente profunda donde las haya. En fin, las 229 págs. (no less) de consejos de Bain son un ejemplo del tipo de fuentes que inspiran algunos aspectos de los baremos en vigor, inevitablemente condenados a autoperpetuarse.
Pero para quien piense que critico sin ofrecer alternativas, no rehuiré decir qué sistema me parece mejor para pasar a catedrático. En contra de lo que quizá haya pensado algún paciente lector, no añoro los cinco ejercicios de las viejas –viejísimas- oposiciones: implicaban una gran pérdida de tiempo en un momento especialmente fértil de la vida científica del candidato (aunque también tenían alguna virtud: eran mucho más abiertas y muchísimo menos endogámicas, pues los tribunales tenían cuatro miembros por sorteo y sólo uno, entonces, nombrado por la universidad a la que pertenecía la plaza). En mi opinión, el sistema mejor para la universidad española es el de habilitaciones con comisiones de siete miembros por sorteo. Este procedimiento –el anterior al hoy vigente- fracasó, pero no por el sistema en sí: lo hicieron fracasar las propias universidades. Primero porque, cuando se anunció el cambio y éstas vieron que ya no podrían controlar los tribunales, las universidades sacaron a oposición todas sus plazas, de golpe y a la desesperada, antes de que entraran en vigor las habilitaciones, con objeto de mantener la endogamia (que, si a veces puede ser conveniente, nunca lo es cuando es absoluta como es el caso). Esto condujo luego a una total y prolongada ausencia de plazas. Después, cuando finalmente se convocaron de nuevo, el número de concursantes fue tan grande que las pruebas se hicieron eternas y el propio sistema se colapsó. Lo deseable hubiera sido 1) habilitaciones y 2) goteo moderado, pero constante, de cátedras. Así se habría podido atender las necesidades universitarias, habría habido oportunidades para todos, y el sistema habría funcionado con menos distorsiones.
Pero no ha sido así. Además, no hay nada que guste más a una/un ministra/o en España que rectificar a quien le precedió. Si se contabilizara en un debe el coste de los cambios caprichosos, del tiempo perdido en comisiones, reuniones ministeriales y locales, de la puesta en marcha de nuevos sistemas cada media docena de años, de las investigaciones no realizadas, de las clases peor preparadas, de los cambios de planes de estudios mal planificados (el postgrado antes que el grado, por ejemplo), del tiempo miserablemente perdido en hacer y deshacer etc., nos escandalizaríamos de la cifra final: el despilfarro de recursos públicos resultaría espeluznante. Sorprende, además, cómo las mismas personas van alternando el traje de bomberos e incendiarios. Pero, como es sabido, el dinero público no es de nadie. Se argumentará, quizá, que las universidades han progresado mucho. Así es; pero ese avance se debe, casi exclusivamente, a dos factores: a los generosos recursos que la sociedad ha transferido a sus universidades a través de los impuestos, y al esfuerzo de gran parte de su personal docente e investigador (los motores de su mejora desde la transición). Y, además, ese progreso ha sido, casi siempre y en su mayor parte, al margen de o incluso a pesar de los distintos órganos de gobierno de las propias universidades.
No parece preocupar gran cosa que no haya ninguna universidad española entre las 200 mejores del mundo (o más, según clasificaciones). Cualquier comentario al respecto suele dejar indiferente a la sociedad; sólo irrita (y no poco) a los rectores magníficos. Quizá haya que esperar para que haya un cambio de mentalidad a que un miembro de alguna universidad española reciba un premio Nobel. Es difícil, pero ya no imposible en un futuro no demasiado lejano. Si eso llegara a suceder, nadie se atreverá a sostener sin sonrojo que ser decano, haber puesto unos apuntes en la red, o haber seguido o impartido cursillos ‘para aprender a enseñar’ etc., constituye un mérito para ser catedrático de universidad. Y, al menos, algunas de nuestras universidades tratarán en serio de localizar y ‘cazar el talento’ buscando -¡vade retro, Satanás!- hasta en otra comunidad autónoma o en el extranjero. Porque, como ya dijo Ramón y Cajal, “el problema principal de nuestra Universidad no es la independencia, sino la transformación radical y definitiva de la aptitud y del ideario de la comunidad docente. Y hay pocos hombres que puedan ser cirujanos de sí mismos. El bisturí salvador debe ser manejado por otros”. Y es que en cuestiones universitarias, como en tantas otras, no cabe inventar nada: basta adaptar lo que en otros países ha hecho grandes a muchas de sus universidades. Se trata, en definitiva, de no ser (tan) diferentes.
Nota: La frase de Cajal tiene 110 años: así pues, nihil novum sub sole. La cita completa y su contexto se puede encontrar en mi artículo Ciencia y universidad: una asignatura pendiente (El País, 15-VII-99), incluido en
http://www.uv.es/azcarrag/articulos.htm .
El artículo tiene más de 10 años, pero lo que dije entonces lo seguiría escribiendo ahora.
21-Marzo-10
José Adolfo de Azcárraga
http://www.uv.es/~azcarrag
Lejos de mí afirmar que el resultado de las acreditaciones es siempre injusto o que todos los acreditados no merecen serlo; en absoluto. Pero el baremo tiene un trasfondo burocrático que lo hace inadecuado y no ‘homologable internacionalmente’ (es difícil de entender para un profesor anglosajón, por ejemplo). Es cierto que, inevitablemente, todos los sistemas permiten desviaciones, pero también lo es que unos lo hacen más que otros y que algunos, incluso, las facilitan. Y, en mi opinión, el baremo de la ANECA (que es la que establece los criterios, no los ‘acreditadores’ que tienen que cumplir la ley y aplicarlos) se aleja del ideal de calidad más que otros sistemas de selección. Pues, al margen de la absoluta endogamia que está produciendo (aunque de ésta son especialmente responsables las propias universidades), ni el baremo de la ANECA es un buen método de promoción ni es inocuo por las actitudes que puede fomentar en algunos futuros candidatos.
En el ámbito internacional, un full professor/catedrático es alguien que, al menos, ha tenido experiencia en varios centros, ha realizado investigación original suficiente y dirigido la investigación de otros (por ej., ha sido research advisor/director de tesis doctorales). El baremo de la ANECA, sin embargo, sólo asigna 55 puntos a la investigación que, además, son automáticos si se tienen los sexenios suficientes con independencia de la investigación realizada. Así pues, todos los candidatos que dan el mínimo obtienen los 55 puntos, hayan hecho contribuciones extraordinarias o las justas para obtener los sexenios correspondientes: su investigación ni siquiera es evaluable (!). Por otra parte, quien se haya limitado a dar sus clases y no haya tenido ningún cargo académico tendrá pocos puntos más. Por ello, cabe especular cuántos puntos obtendría Einstein con el baremo de la ANECA, pues es sabido que no era un gran profesor y que tenía notable aversión a la burocracia. Con ese baremo, más de un premio Nobel tendría dificultades para ser acreditado como catedrático: se necesitan 80 o más puntos.
Pero veamos si los otros méritos garantizan algo, empezando por los docentes. Seamos sinceros: el baremo de la ANECA no ha hecho más que fomentar lo que cabe llamar ingeniería curricular creativa, no la verdadera calidad, que no es suficientemente valorada. La ANECA premia la realización de actividades que con frecuencia son inútiles o time consuming. Por ejemplo, todo tipo de cursillos supuestamente pedagógicos caben como ‘méritos’ docentes, pese a que la inmensa mayoría son de interés más que dudoso. En el sufrido capítulo de innovación educativa cabe prácticamente todo: presentaciones en colorines con power point, preparación de textos científicos ‘de calidad’ (léase introducción a LaTex) y –cómo no- los consabidos apuntes. Los primeros no son innovación educativa: está bien usar medios informáticos o ‘nuevas tecnologías’ (codeword que se utiliza pour épater le bourgeois) pero, salvo para fotos y figuras o diagramas complicados, no hay nada como la exposición ordenada, la tiza en la pizarra y la discusión con el alumno. Asistir a cursillos para mejorar las clases –pese a lo que afirman (algunos) pedagogos y psicólogos interesados en impartirlos- no es más que contribuir a la ‘estafa del enseñar a enseñar’, como acertadamente señalaba un artículo en El País (cuyos autores desgraciadamente no recuerdo), no a la mejora de la enseñanza universitaria. Éste es un sector –no nos engañemos- donde hay muchos intereses creados ajenos a los verdaderamente académicos y científicos que, tras contribuir a la degradación de la enseñanza secundaria actual, parecen haber decidido continuar con la universitaria. Los apuntes pueden ser, además, perjudiciales si no son muy buenos (lo que es excepcional), pues impiden que los alumnos estudien en los excelentes textos que existen para casi todas las asignaturas[2] de los primeros cursos: incluso un mal libro es mejor que unos buenos apuntes. ¿Cuántos apuntes mediocres (perdón, materiales docentes) se habrán escrito porque los fomenta el baremo de la ANECA? Y, por otra parte, ¿qué profesor distribuiría apuntes de una asignatura si se pudieran publicar como libro por una buena editorial? Así pues, y salvando lo que haya que salvar, es evidente que la ingeniería curricular docente que fomenta el baremo en cuestión no sólo no garantiza una mejor enseñanza, sino que puede contribuir a degradarla: el baremo de la ANECA, como anuncié, ni siquiera es neutro. ¿Qué garantiza entonces? Muy sencillo: la pérdida de tiempo y energías (del profesor y muchas veces de los sufridos alumnos) en actividades secundarias supuestamente innovadoras y el cursillismo artificial como método de promoción. Contribuye, en una palabra, a penalizar la calidad, que es lo contrario que se debería buscar para la Universidad.
Veamos ahora la participación en la administración académica, otra parte del baremo de la ANECA que fomenta otro aspecto de la ingeniería curricular creativa. ¿Deben valorarse positivamente las tareas de gestión para ser catedrático? Un/a decano/a, por ejemplo, tiene ya bastantes ventajas asociadas al cargo: recibe un sobresueldo, tanto de la universidad como en términos de complementos ‘autonómicos’ (las autonomías también valoran, cómo no, los cargos académicos pues, ¿quiénes diseñaron ‘sus’ complementos? Los IP de proyectos de investigación desde luego no). También tiene menos carga docente y, en todos los casos que conozco, teléfono móvil y VISA de representación a cargo de su universidad. Finalmente, ser decano/a puede contribuir, en su caso, a cultivar su ego: un decano/a participa en lugares prominentes en actos, órganos de gobierno académicos, etc. Así pues, siendo además algo voluntario, ¿por qué debería ser un mérito? Un cargo que ya está retribuido no necesita un pago adicional. De hecho, si hubiera que juzgar la gestión de los decanos/as, en bastantes casos habría que restar puntos, no sumarlos. Y es que, no nos engañemos, lo más importante en la promoción a catedrático deber ser la investigación. No estoy minusvalorando la docencia; por supuesto que no. Pero casi nada del baremo de la ANECA garantiza que el seleccionado sea mejor docente.
Hace un par de años mi universidad –la de Valencia- repartió a todo el profesorado, gratis, el libro ‘Lo que hacen los buenos profesores universitarios’, de un tal Ken Bain, director del Center for Teaching Excellence de la NY Univ. Dejando aparte la indirecta que el regalito suponía, que el título original es ‘What the best College teachers do’ y que Colleges y Universities no son quite the same, el libro es un ejemplo de los vientos dominantes. Contiene líneas esclarecedoras sobre la importancia de ‘pensar metacognitivamente’ y otras lindezas del mismo tenor, y está repleto de ‘estrategias’, ‘destrezas’, ‘habilidades sociales’ y otros tópicos al uso que recuerdan, por cierto, los surrealistas formularios del Ministerio para la reciente reforma de planes de estudios (¡qué sufrida es Bolonia y cómo tapa la incompetencia!). Baste, como ilustración al azar, una de las trece cuestiones que según Bain preocupan al ‘buen profesor’: “¿cómo crearé un entorno para el aprendizaje crítico natural [sic] en el que insertar las destrezas y la información que quiero enseñar mediante ejercicios (cuestiones y tareas) que los estudiantes encuentran fascinantes –tareas auténticas que produzcan curiosidad, desafiando a los estudiantes a repasar sus supuestos y a examinar sus modelos mentales de la realidad-? ¿Cómo podré proporcionar un entorno seguro en el que los estudiantes puedan probar, fallar, realimentarse y volver a probar?”. Está claro que, si se elimina la palabrería altisonante y huera que tanto parece gustar a algunos pedagogos, lo queda es tan banal como obvio (aunque, ya se sabe, quod natura non dat, Helmantica non praestat). En otro lugar Bain advierte que “tanto la investigación como los trabajos teóricos sobre el aprendizaje y la enseñanza pueden informar acerca de cómo diseñar una asignatura o cualquier otra experiencia educativa”, perla pedagógicamente profunda donde las haya. En fin, las 229 págs. (no less) de consejos de Bain son un ejemplo del tipo de fuentes que inspiran algunos aspectos de los baremos en vigor, inevitablemente condenados a autoperpetuarse.
Pero para quien piense que critico sin ofrecer alternativas, no rehuiré decir qué sistema me parece mejor para pasar a catedrático. En contra de lo que quizá haya pensado algún paciente lector, no añoro los cinco ejercicios de las viejas –viejísimas- oposiciones: implicaban una gran pérdida de tiempo en un momento especialmente fértil de la vida científica del candidato (aunque también tenían alguna virtud: eran mucho más abiertas y muchísimo menos endogámicas, pues los tribunales tenían cuatro miembros por sorteo y sólo uno, entonces, nombrado por la universidad a la que pertenecía la plaza). En mi opinión, el sistema mejor para la universidad española es el de habilitaciones con comisiones de siete miembros por sorteo. Este procedimiento –el anterior al hoy vigente- fracasó, pero no por el sistema en sí: lo hicieron fracasar las propias universidades. Primero porque, cuando se anunció el cambio y éstas vieron que ya no podrían controlar los tribunales, las universidades sacaron a oposición todas sus plazas, de golpe y a la desesperada, antes de que entraran en vigor las habilitaciones, con objeto de mantener la endogamia (que, si a veces puede ser conveniente, nunca lo es cuando es absoluta como es el caso). Esto condujo luego a una total y prolongada ausencia de plazas. Después, cuando finalmente se convocaron de nuevo, el número de concursantes fue tan grande que las pruebas se hicieron eternas y el propio sistema se colapsó. Lo deseable hubiera sido 1) habilitaciones y 2) goteo moderado, pero constante, de cátedras. Así se habría podido atender las necesidades universitarias, habría habido oportunidades para todos, y el sistema habría funcionado con menos distorsiones.
Pero no ha sido así. Además, no hay nada que guste más a una/un ministra/o en España que rectificar a quien le precedió. Si se contabilizara en un debe el coste de los cambios caprichosos, del tiempo perdido en comisiones, reuniones ministeriales y locales, de la puesta en marcha de nuevos sistemas cada media docena de años, de las investigaciones no realizadas, de las clases peor preparadas, de los cambios de planes de estudios mal planificados (el postgrado antes que el grado, por ejemplo), del tiempo miserablemente perdido en hacer y deshacer etc., nos escandalizaríamos de la cifra final: el despilfarro de recursos públicos resultaría espeluznante. Sorprende, además, cómo las mismas personas van alternando el traje de bomberos e incendiarios. Pero, como es sabido, el dinero público no es de nadie. Se argumentará, quizá, que las universidades han progresado mucho. Así es; pero ese avance se debe, casi exclusivamente, a dos factores: a los generosos recursos que la sociedad ha transferido a sus universidades a través de los impuestos, y al esfuerzo de gran parte de su personal docente e investigador (los motores de su mejora desde la transición). Y, además, ese progreso ha sido, casi siempre y en su mayor parte, al margen de o incluso a pesar de los distintos órganos de gobierno de las propias universidades.
No parece preocupar gran cosa que no haya ninguna universidad española entre las 200 mejores del mundo (o más, según clasificaciones). Cualquier comentario al respecto suele dejar indiferente a la sociedad; sólo irrita (y no poco) a los rectores magníficos. Quizá haya que esperar para que haya un cambio de mentalidad a que un miembro de alguna universidad española reciba un premio Nobel. Es difícil, pero ya no imposible en un futuro no demasiado lejano. Si eso llegara a suceder, nadie se atreverá a sostener sin sonrojo que ser decano, haber puesto unos apuntes en la red, o haber seguido o impartido cursillos ‘para aprender a enseñar’ etc., constituye un mérito para ser catedrático de universidad. Y, al menos, algunas de nuestras universidades tratarán en serio de localizar y ‘cazar el talento’ buscando -¡vade retro, Satanás!- hasta en otra comunidad autónoma o en el extranjero. Porque, como ya dijo Ramón y Cajal, “el problema principal de nuestra Universidad no es la independencia, sino la transformación radical y definitiva de la aptitud y del ideario de la comunidad docente. Y hay pocos hombres que puedan ser cirujanos de sí mismos. El bisturí salvador debe ser manejado por otros”. Y es que en cuestiones universitarias, como en tantas otras, no cabe inventar nada: basta adaptar lo que en otros países ha hecho grandes a muchas de sus universidades. Se trata, en definitiva, de no ser (tan) diferentes.
Nota: La frase de Cajal tiene 110 años: así pues, nihil novum sub sole. La cita completa y su contexto se puede encontrar en mi artículo Ciencia y universidad: una asignatura pendiente (El País, 15-VII-99), incluido en
http://www.uv.es/azcarrag/articulos.htm .
El artículo tiene más de 10 años, pero lo que dije entonces lo seguiría escribiendo ahora.
21-Marzo-10
José Adolfo de Azcárraga
http://www.uv.es/~azcarrag
[1] La carta aún está en http://ergodic.ugr.es/baremo/ , junto con las numerosas reacciones que suscitó en la prensa española y fuera de España
[2] ¿Quién sería la eminencia gris que decidió llamar ‘módulos’ a las asignaturas? Semejante exhibición de ignorancia lingüística debería haber bastado para excluirlo(a) de cualquier asunto relacionado con la educación.
*José Adolfo de Azcárraga es catedrático de Física Teórica de la Universidad de Valencia.
¡Magnífico!
ResponderEliminarPese a todo, creo que se puede defender el papel de una RAZONABLE acreditación de méritos de investigación (no la acreditación formal y desviada que hoy tenemos) como paso previo a un RAZONABLE sistema de oposiciones. Supone una restricción del poder omnímodo de los miembros de los tribunales o comisiones, cuyo historial de corruptela es trágico. Cuantos más controles de calidad en manos diversas, menos posibilidad de desviación de poder.
Ah: el autor del artículo "La estafa del enseñar a enseñar" es Andrés de la Oliva: http://tinyurl.com/ElPais-DeLaOliva .
Extraordinario artículo. Ahora bien, yo, para ser justa no echaría precisamente la culpa a este nuevo sistema de la endogamia universitaria. Echo en falta la opinión del autor sobre la LRU, que, desde mi punto de vista fomentó hasta límites insospechados la endogamia ¿o no? Yo soy partidaria de un sistema en el que el curricuculum del candidato pase por diversas manos, para favorecer la objetividad. Qué se debe valorar y cómo se valore es otro tema, pero apostar por los tribunales en este país, cuya tradición conocemos, parece un poco iluso, incluso con el sistema de sortear siete miembros.
ResponderEliminarDesde luego el artículo es magnífico; enhorabuena, Adolfo. Pero yo me quiero dirigir a Inés:
ResponderEliminarLo primero, querida Inés, bienvenida a este foro, en el que esperamos aparezcas mucho y no sólo con comentarios. Tienes toda la razón en que la endogamia no viene de este sistema, sino del de la LRU (y de nuestra idiosincrasia). Ahora bien, que el curriculum pase por diversas manos no garantiza objetividad (tienes algún ejemplo cercano, ¿verdad?), especialmente si todo es muy oscuro: ¿cómo se nombra la Comisión (que no es de especialistas en la materia del curriculum del candidato)?, ¿cómo se designan los expertos externos (que tampoco son exactamente de la materia del candidato, aunque sí al menos más cercanos) que emiten informes no vinculantes y que permanecen en el anonimato? Desde luego, transparencia y filtro antiendogámico, cero; y, aunque se superara cierta endogamia por la mayor distancia, ¿a qué coste? Dejar la decisión a la Comisión no es mejor que dejarla a un Tribunal (se llamaba Comisión también), pues ni siquiera actúa cara al público. Puestos a elegir, prefiero un Tribunal de (bastantes) especialistas a sorteo, eso sí, sin tantas restricciones en el número de habilitados posibles. O bien un sistema de acreditación más en la línea del que propone Jacobo Dopico en este foro. Porque queda otra cosa: ¿qué me dices (que me decís todos) de que alguien pueda llegar a Catedrático sin abrir la boca, sea para demostrar sus "habilidades" o para defenderse de las alegaciones de la Comisión? No vale decir que ya hablará en el concurso de acceso en la universidad, pues ésta será (si tiene suerte y sale la plaza, pues la autonomía universitaria hace aquí destrozos al principio de igualdad, aunque es verdad que ya los hacía antes) la propia, claro, y con un tribunal ad hoc (a veces con un mínimo maquillaje) que no creo que tenga mucho interés en que el candidato hable y mucho menos en escucharle; será un paripé, la cosa estará ya hecha. Sobre este último problema he hablado ya en el programa de radio que mantenemos Toño García Amado y yo, y tal vez escriba algún día aquí. Para terminar, querida Inés, el que un sistema sea malo, regular o poco bueno no significa que el que venga después no sea peor. En todo caso, el sistema actual es el que es y es lógico que en él pongamos nuestro punto de mira. Bienvenida otra vez. Besos y abrazos. Miguel.
Añadir algo es difícil después de tan exhaustivo y brillante análisis. No obstante no me resisto a recordar una vez más la injusticia que en mi opinión supone residir en una región u otra. Me llevan los demonios cada vez que recuerdo el caso de una colega de una universidad en Castilla-León que lleva acreditada como catedrática más de dos años. Como su universidad tiene asignado un cupo está esperando pacientemente a que se cree un plaza para poder optar. Si estuviera en la universidad de Sevilla, ya sería catedrática. En la hispalense se baten todos los records ya que en menos de dos meses desde que se le comunica al acreditado su evaluación positiva, se toma posesión de la plaza. Como es de mi área de conocimiento puedo asegurar que es muy brillante profesora universitaria, es decir, brillante docente e investigadora.
ResponderEliminarEl problema no sólo es el baremo - el cual es discutible, al igual que algunas observaciones del autor -. La verdadera cuestión es que ese baremo no sirve en la práctica para mucho, pues se aplica de forma opaca, incumpliendo, además, normas esenciales sobre la abstención y la recusación, y sin motivación detallada. Por eso no se compende la razón por la que el autor salva a los "acreditadores" como si éstos no tuvieran también mucha responsabilidad en lo que se está haciendo. Dice que tienen que "cumplir la ley y aplicarlos". Pero lo cierto es que, por lo que se sabe - véanse las denuncias de los Sindicatos y distintos artículos, como los de Soriano García, Andrés de la Oliva, etc - esto no es así. Sencillamente no se cumple la Ley de forma estricta y rigurosa. Por tanto, al margen de la interesante aportación que se hace en este artículo, lo cierto es que se podrá imaginar el mejor baremo del mundo, "descubrir la pólvora" para dilucidar el mérito y el talento de los candidatos y candidatas, pero si luego no se aplica de forma seria y rigurosa, ese maravilloso baremo no sirve para nada. De la teoría a la práctica va un buen trecho. Y, al final, lo que vale es lo que se practica. Más que imaginar mundos maravillosos y Universidades de ensueño, tratemos de ser más humildes y velar por el cumplimiento de lo que ya tenemos. Si hacemos esto, seguro que nos iría mejor.
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