Leíamos hace unos meses en una encuesta sobre los jóvenes que su mayor apetencia, por encima de otras ocupaciones ociosas y vicios veniales, era el hablar. Se entiende así el desmedido afán al parloteo en chats, messengers, redes y otros ámbitos similares que las nuevas tecnologías han puesto de moda y rendido a sus pies.
Su preparación técnica y el acceso barato y privilegiado a esos artilugios, el paso de la “galaxia McLuhan a la galaxia Gates”, ha escindido todavía más y ahondado la separación entre jóvenes ciberadaptados y adultos analfabetos. Parece abrirse un corte epistemológico y comunicativo entre padres e hijos, profesores y alumnos.
Pero no hay que ser apocalípticos ni agoreros. Puede que el uso de la biblioteca global dé al traste con los monopolios del conocimiento, pero el aprendizaje seguirá teniendo las mismas pautas de siempre, indisociables de la soledad y el esfuerzo. Y de la guía y tutela del maestro o profesor o padre, del mayor ilustrado. Los jóvenes son (y los mayores también) lo que han leído y lo que han obtenido hincando los codos.
La expansión e incremento en las aulas de la tecnología informática no va a variar lo dicho. Puede, eso sí, hacer algo más atractivas algunas clases o materias a los alumnos de la “generación del pulgar”, pero no va a suponer -como afirman los responsables políticos del momento- un cambio en la forma de enseñar y aprender. El ordenador no es garantía de ningún tipo de aprendizaje.
Así que nada más lejos de la idea postmoderna (aunque el post dicen que ha pasado de moda, no tengo a mano otro ismo de recambio para hablar de la puerilización general de la sociedad) de que el uso – y abuso- de los tuentis, googles, facebooks, wikipedias, bluetooths, spotifys y demás ocurrentes inventos globales confiere al usuario un status de aventajado, enrollado y alfabetizado chico “a la última”, aunque somos conscientes de que un adolescente un poco dejado en estos asuntos puede parecerles a sus colegas un auténtico hombre de las cavernas.
Bueno, podemos concederles que se cuelguen el pin de “navegantes virtuales”. Pero nada más. Y como cuenta jose@ngel, mi asesor informático, sus alumnos acabarán siendo disléxico-afásicos si siguen trasladando su forma de escribir a su manera de (no) pensar y redactar: ts kmo 1 kso; tcho d -; dtas?; isbl tba cntro n lumdo; mna ns bmos; dso k tgs bn find. Acaba escribiéndome: para __ :(. Y adjunta traducción: estás como un queso; te hecho de menos; ¿dónde estás?; isabel estaba con otro en el húmedo; mañana nos vemos; deseo que tengas buen fin de semana; para echarse a llorar.
Sorprende -¿o no tanto?- ver cómo articulistas y pedagogos, progresistas e intelectuales siguen vinculando progreso y conocimiento a los chips electrónicos y no a las neuronas cerebrales, a la ocurrencia del recién llegado y no a la sabiduría de la tradición.
Si a uno de sus personajes Dostoievski le apodó “el idiota” por decir, bajo exigencias del guión, que “la belleza salvará el mundo”, no sé cómo tendríamos que llamar a los que insisten, sin discriminar, en que “la técnica nos hará libres”, nos emancipará de no se sabe qué, acabará con la caspa.
Para ilustrar de alguna manera el estado de la cuestión pueden servir las apostillas que Nacho Camino hace en su blog sobre enseñanza y sociedad al artículo de Vicente Verdú, (excelente escritor y columnista, por otra parte), “Melancolía del fin”, publicado en “El País” de 21 de enero de 2010. Lo corto y pego en su totalidad porque es amigo y porque cita a Brodsky a quien un servidor ha leído de rodillas.
“Al contrario de lo que suele pregonarse, el esfuerzo para que los chicos lean a Cervantes o a Manolo Longares, aprecien los conciertos de Brahms o celebren la pintura de Manet y Ráfols-Casamada es una marcha atrás, con lo que en lugar de hacerles avanzar los convertirá en retrasados”.
Esto escribe Vicente Verdú en un artículo de El País. Parece una frase epatante, pero, en realidad, es un cliché tan viejo como las vanguardias de principios del Siglo XX. Lo que se desliza como un juicio visionario no es sino el repetido mito de la “tabla rasa”. El pasado, la tradición, la herencia cultural toda: un pesado lastre.
A eso se refería Marinetti cuando, en 1909, decía que un Ferrari era más bello que la Victoria de Samotracia: lo cual, por cierto, no significaba más que cambiar un icono por otro. El deportivo como metáfora de un progreso imparable. Al igual que Verdú, el italiano estaba convencido de que tal progreso consistía en demoler el mármol de los maestros antiguos. Pero el impulso artístico del ser humano no dejó por ello de investigar más allá de la fascinación por las máquinas veloces.
Cien años después, la historia se repite. Dice Verdú que “la cultura es la cultura de cada época”, como si con cada nueva generación la Humanidad se viese obligada a formatear su disco duro. Sostenemos que no existe un modelo cultural absoluto para concederle tal estatus a la Actualidad. Arroja al fuego los viejos libros, rechaza el viejo contrapunto, desecha lo que ya sabemos. Corre.
Tengo mis dudas de que se pueda llegar muy lejos tan ligero de equipaje. Sí, tal vez, si lo que se quiere es emular a un coche de carreras. Pero la vida es un poco más larga que el Circuito de Bahrein, y, para quienes no ejercemos de profetas, mucho más impredecibles sus caminos. Así que tal vez convenga avituallarse antes de tomar la salida.
“¿Pinturas enmarcadas? ¿Sinfonías solemnes? ¿Lecturas parsimoniosas? El tiempo que ahora discurre es incompatible con la majestad, la jerarquía y la lentitud. Es incompatible con la reflexión, la concentración y la linealidad para ser, por el contrario, veloz emocional, complejo e interactivo”.
Puro “futurismo”. Es de admirar cómo elige Don Vicente las palabras para pintar nuestro legado artístico con los colores más grises. De veras que le dan a uno ganas de bostezar. Suele ocurrir cuando se vocea una premisa totalitaria: se acude a los estereotipos que mejor contribuyan a la vulgarización del adversario. Así, a esa herencia se le llama “el pesado fardo de otros siglos”. El presente, en cambio, es un paisaje de fascinante policromía.
Una idea semejante de la cultura no deja de tener su reflejo en lo que, según Verdú, debe ser la educación del Siglo XXI:
“De este modo, cualquier profesor de universidad o de escuela que, impulsado por su entusiasmo, pretenda comunicar el disfrute de esa cosmología chocará con mentalidades extrañas, radicalmente apartadas de ese universo cultural”.
Así que no se entusiasmen, profes. Esa cosmología no mola, y ustedes deben entender que sus alumnos rechazen “radicalmente” todo aquello cuanto desconocen. ¿Qué enseñar, pues?
“A la escuela se le escapó de las manos la enseñanza de la fotografía, del cine, de la televisión, de la publicidad o de la música pop por considerarlos fenómenos de baja calidad, totalmente indignos de llamarse cultos”.
Falso. Invito a Don Vicente a que eche un vistazo a las programaciones y libros de texto de los últimos años. Por ejemplo, de las asignaturas de Música y Dibujo. Todas esas manifestaciones contemporáneas, y otras como el cómic, se incluyen en el temario con tal celo que apenas dejan espacio a la música, así llamada, “clásica”. Hasta puede uno darse de bruces con una foto de los Estopa o de La Oreja de Van Gogh, ídolos fugaces que serán reemplazados en las fotografías por quienes les hayan de suceder en el podio de los Super Ventas. Esto es así porque, a qué dudarlo, los rumberos catalanes son más interactivos, complejos y emocionales que Stravinsky, Mozart, Chet Baker, Stockhausen o la Velvet Underground. La Escuela de hoy, teledirigida por los nuevos idiócratas, ya está haciendo exactamente lo que usted demanda.
La música pop, dice. ¿Qué pop, Don Vicente? ¿Cree usted que la inmensa mayoría de alumnos escuchan a grupos como Animal Collective, The Divine Comedy, Sr. Chinarro o John Zorn?. No, por cierto. Y le aseguro que iniciarlos en la escucha de tales grupos es una tarea tan difícil como estimular su interés por los madrigales de Monteverdi. Lo que ellos conocen es lo que vomita la Radio Fórmula, que, como usted sabrá por Umberto Eco, suele corresponderse con productos artísticos de ínfima calidad y que, en cualquier caso, son sólo explicables por la tradición anterior. Fíjese como tira del hilo un errado profesor de instituto:
Dice usted:
“Ahora está ocurriendo algo parecido. Las lágrimas derramadas porque los chicos no cojan un libro o no sepan valorar a Gerhard Richter impedirán ver la cultura que bulle en la red y donde, desde el net-art a las nuevas fórmulas narrativas, desde el rap o los grafiti, constituyen un sistema en el que la instrucción y el pensamiento crítico tienen mucho que hacer”.
Public Enemy, crucial grupo de rap, citaba como influencias a Ornette Coleman (free jazz) y Miles Davis (cool jazz). Miles Davis tiene como referente a Charlie Parker (Bebop), quien, a su vez, admiraba profundamente a Stravinsky. Y Stravinsky, vanguardista e iconoclasta, pasó también por una etapa neoclásica que era en realidad “neobarroca”, por cuanto gustaba de recrear formas musicales tan antiguas como la Passacaglia… Eso tirando de uno solo de los hilos de la madeja. Penélope no es un invento de Google, como Homer no es sólo un simpático gordito que devora rosquillas.
Lo referido a la música es extensible a cualquier arte, pero ya lo sabe usted de sobra. Si suprimimos la reflexión, la jerarquía, la lentitud y cualquier cosa que nuestros adolescentes no consuman a diario, ¿para qué la Escuela? Como decía Brodsky, “la cultura es elitista por definición”. Y no por razones sociales, sino porque exige los dos requisitos que usted parece negar a nuestros jóvenes: esfuerzo y tiempo. Mucho tiempo.
Si usted dispone de él, reflexione sobre ello.
Su preparación técnica y el acceso barato y privilegiado a esos artilugios, el paso de la “galaxia McLuhan a la galaxia Gates”, ha escindido todavía más y ahondado la separación entre jóvenes ciberadaptados y adultos analfabetos. Parece abrirse un corte epistemológico y comunicativo entre padres e hijos, profesores y alumnos.
Pero no hay que ser apocalípticos ni agoreros. Puede que el uso de la biblioteca global dé al traste con los monopolios del conocimiento, pero el aprendizaje seguirá teniendo las mismas pautas de siempre, indisociables de la soledad y el esfuerzo. Y de la guía y tutela del maestro o profesor o padre, del mayor ilustrado. Los jóvenes son (y los mayores también) lo que han leído y lo que han obtenido hincando los codos.
La expansión e incremento en las aulas de la tecnología informática no va a variar lo dicho. Puede, eso sí, hacer algo más atractivas algunas clases o materias a los alumnos de la “generación del pulgar”, pero no va a suponer -como afirman los responsables políticos del momento- un cambio en la forma de enseñar y aprender. El ordenador no es garantía de ningún tipo de aprendizaje.
Así que nada más lejos de la idea postmoderna (aunque el post dicen que ha pasado de moda, no tengo a mano otro ismo de recambio para hablar de la puerilización general de la sociedad) de que el uso – y abuso- de los tuentis, googles, facebooks, wikipedias, bluetooths, spotifys y demás ocurrentes inventos globales confiere al usuario un status de aventajado, enrollado y alfabetizado chico “a la última”, aunque somos conscientes de que un adolescente un poco dejado en estos asuntos puede parecerles a sus colegas un auténtico hombre de las cavernas.
Bueno, podemos concederles que se cuelguen el pin de “navegantes virtuales”. Pero nada más. Y como cuenta jose@ngel, mi asesor informático, sus alumnos acabarán siendo disléxico-afásicos si siguen trasladando su forma de escribir a su manera de (no) pensar y redactar: ts kmo 1 kso; tcho d -; dtas?; isbl tba cntro n lumdo; mna ns bmos; dso k tgs bn find. Acaba escribiéndome: para __ :(. Y adjunta traducción: estás como un queso; te hecho de menos; ¿dónde estás?; isabel estaba con otro en el húmedo; mañana nos vemos; deseo que tengas buen fin de semana; para echarse a llorar.
Sorprende -¿o no tanto?- ver cómo articulistas y pedagogos, progresistas e intelectuales siguen vinculando progreso y conocimiento a los chips electrónicos y no a las neuronas cerebrales, a la ocurrencia del recién llegado y no a la sabiduría de la tradición.
Si a uno de sus personajes Dostoievski le apodó “el idiota” por decir, bajo exigencias del guión, que “la belleza salvará el mundo”, no sé cómo tendríamos que llamar a los que insisten, sin discriminar, en que “la técnica nos hará libres”, nos emancipará de no se sabe qué, acabará con la caspa.
Para ilustrar de alguna manera el estado de la cuestión pueden servir las apostillas que Nacho Camino hace en su blog sobre enseñanza y sociedad al artículo de Vicente Verdú, (excelente escritor y columnista, por otra parte), “Melancolía del fin”, publicado en “El País” de 21 de enero de 2010. Lo corto y pego en su totalidad porque es amigo y porque cita a Brodsky a quien un servidor ha leído de rodillas.
“Al contrario de lo que suele pregonarse, el esfuerzo para que los chicos lean a Cervantes o a Manolo Longares, aprecien los conciertos de Brahms o celebren la pintura de Manet y Ráfols-Casamada es una marcha atrás, con lo que en lugar de hacerles avanzar los convertirá en retrasados”.
Esto escribe Vicente Verdú en un artículo de El País. Parece una frase epatante, pero, en realidad, es un cliché tan viejo como las vanguardias de principios del Siglo XX. Lo que se desliza como un juicio visionario no es sino el repetido mito de la “tabla rasa”. El pasado, la tradición, la herencia cultural toda: un pesado lastre.
A eso se refería Marinetti cuando, en 1909, decía que un Ferrari era más bello que la Victoria de Samotracia: lo cual, por cierto, no significaba más que cambiar un icono por otro. El deportivo como metáfora de un progreso imparable. Al igual que Verdú, el italiano estaba convencido de que tal progreso consistía en demoler el mármol de los maestros antiguos. Pero el impulso artístico del ser humano no dejó por ello de investigar más allá de la fascinación por las máquinas veloces.
Cien años después, la historia se repite. Dice Verdú que “la cultura es la cultura de cada época”, como si con cada nueva generación la Humanidad se viese obligada a formatear su disco duro. Sostenemos que no existe un modelo cultural absoluto para concederle tal estatus a la Actualidad. Arroja al fuego los viejos libros, rechaza el viejo contrapunto, desecha lo que ya sabemos. Corre.
Tengo mis dudas de que se pueda llegar muy lejos tan ligero de equipaje. Sí, tal vez, si lo que se quiere es emular a un coche de carreras. Pero la vida es un poco más larga que el Circuito de Bahrein, y, para quienes no ejercemos de profetas, mucho más impredecibles sus caminos. Así que tal vez convenga avituallarse antes de tomar la salida.
“¿Pinturas enmarcadas? ¿Sinfonías solemnes? ¿Lecturas parsimoniosas? El tiempo que ahora discurre es incompatible con la majestad, la jerarquía y la lentitud. Es incompatible con la reflexión, la concentración y la linealidad para ser, por el contrario, veloz emocional, complejo e interactivo”.
Puro “futurismo”. Es de admirar cómo elige Don Vicente las palabras para pintar nuestro legado artístico con los colores más grises. De veras que le dan a uno ganas de bostezar. Suele ocurrir cuando se vocea una premisa totalitaria: se acude a los estereotipos que mejor contribuyan a la vulgarización del adversario. Así, a esa herencia se le llama “el pesado fardo de otros siglos”. El presente, en cambio, es un paisaje de fascinante policromía.
Una idea semejante de la cultura no deja de tener su reflejo en lo que, según Verdú, debe ser la educación del Siglo XXI:
“De este modo, cualquier profesor de universidad o de escuela que, impulsado por su entusiasmo, pretenda comunicar el disfrute de esa cosmología chocará con mentalidades extrañas, radicalmente apartadas de ese universo cultural”.
Así que no se entusiasmen, profes. Esa cosmología no mola, y ustedes deben entender que sus alumnos rechazen “radicalmente” todo aquello cuanto desconocen. ¿Qué enseñar, pues?
“A la escuela se le escapó de las manos la enseñanza de la fotografía, del cine, de la televisión, de la publicidad o de la música pop por considerarlos fenómenos de baja calidad, totalmente indignos de llamarse cultos”.
Falso. Invito a Don Vicente a que eche un vistazo a las programaciones y libros de texto de los últimos años. Por ejemplo, de las asignaturas de Música y Dibujo. Todas esas manifestaciones contemporáneas, y otras como el cómic, se incluyen en el temario con tal celo que apenas dejan espacio a la música, así llamada, “clásica”. Hasta puede uno darse de bruces con una foto de los Estopa o de La Oreja de Van Gogh, ídolos fugaces que serán reemplazados en las fotografías por quienes les hayan de suceder en el podio de los Super Ventas. Esto es así porque, a qué dudarlo, los rumberos catalanes son más interactivos, complejos y emocionales que Stravinsky, Mozart, Chet Baker, Stockhausen o la Velvet Underground. La Escuela de hoy, teledirigida por los nuevos idiócratas, ya está haciendo exactamente lo que usted demanda.
La música pop, dice. ¿Qué pop, Don Vicente? ¿Cree usted que la inmensa mayoría de alumnos escuchan a grupos como Animal Collective, The Divine Comedy, Sr. Chinarro o John Zorn?. No, por cierto. Y le aseguro que iniciarlos en la escucha de tales grupos es una tarea tan difícil como estimular su interés por los madrigales de Monteverdi. Lo que ellos conocen es lo que vomita la Radio Fórmula, que, como usted sabrá por Umberto Eco, suele corresponderse con productos artísticos de ínfima calidad y que, en cualquier caso, son sólo explicables por la tradición anterior. Fíjese como tira del hilo un errado profesor de instituto:
Dice usted:
“Ahora está ocurriendo algo parecido. Las lágrimas derramadas porque los chicos no cojan un libro o no sepan valorar a Gerhard Richter impedirán ver la cultura que bulle en la red y donde, desde el net-art a las nuevas fórmulas narrativas, desde el rap o los grafiti, constituyen un sistema en el que la instrucción y el pensamiento crítico tienen mucho que hacer”.
Public Enemy, crucial grupo de rap, citaba como influencias a Ornette Coleman (free jazz) y Miles Davis (cool jazz). Miles Davis tiene como referente a Charlie Parker (Bebop), quien, a su vez, admiraba profundamente a Stravinsky. Y Stravinsky, vanguardista e iconoclasta, pasó también por una etapa neoclásica que era en realidad “neobarroca”, por cuanto gustaba de recrear formas musicales tan antiguas como la Passacaglia… Eso tirando de uno solo de los hilos de la madeja. Penélope no es un invento de Google, como Homer no es sólo un simpático gordito que devora rosquillas.
Lo referido a la música es extensible a cualquier arte, pero ya lo sabe usted de sobra. Si suprimimos la reflexión, la jerarquía, la lentitud y cualquier cosa que nuestros adolescentes no consuman a diario, ¿para qué la Escuela? Como decía Brodsky, “la cultura es elitista por definición”. Y no por razones sociales, sino porque exige los dos requisitos que usted parece negar a nuestros jóvenes: esfuerzo y tiempo. Mucho tiempo.
Si usted dispone de él, reflexione sobre ello.
*Avelino Fierro es Fiscal Coordinador de Menores de Castilla y León
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