En las últimas semanas parecen cundir el desasosiego y la irritación entre algunos colegas de la Universidad de Oviedo con motivo de la supuesta ausencia de decoro de nuestros estudiantes, que se evidenciaría en unos casos por el hecho de llevar determinadas prendas (una camiseta en la que se lee «I love bukakkes», unos pantalones de talle bajo que dejan visible un tanga que distrae la atención de lo que se está explicando en clase) y en otros por la creciente tendencia al uso de atuendos veraniegos (chanclas, bermudas…) cuando llega el buen tiempo y a descuidar la higiene personal. Se habla de facultades que, a pesar de todo, conservan parte de las esencias y de otras, como Filosofía, donde abundan los «alumnos harapientos». Incluso se cuantifica el porcentaje de los poco decorosos (un 20% en la Escuela de Ingeniería Técnica Industrial).
Y es que, en pleno proceso de adaptación de la Universidad al espacio europeo de educación superior, lo importante es la apariencia y no problemas menores, aunque sean endémicos; por ejemplo, que las ayudas concedidas para realizar estancias de investigación de varios meses en una Universidad extranjera en muchas ocasiones se cobren cuando ya se ha vuelto a casa, que se siga empleando el sistema de becas para cubrir puestos de trabajo que deberían ser asumidos por profesionales cualificados y con una retribución digna, que cuando disponemos de un sistema como la plataforma virtual OCW (http://ocw.uniovi.es), que hace posible un sistema de enseñanza dinámico y constante, únicamente lo utilicen Máquinas y Motores Térmicos, Lenguajes y Sistemas Informáticos, Cristalografía y Mineralogía, Matemática Aplicada y Derecho Constitucional, o, por no extenderme, que se pretenda implantar el «sistema de Bolonia» sin contratación de nuevo profesorado y dando por sentado que se puede realizar una enseñanza personalizada, práctica y moderna con grupos de 80 estudiantes.
Pero el verdadero problema son las chanclas; al menos, para algunos colegas. Claro que si nos atenemos a las pintas tal vez Albert Einstein no sería muy bien recibido por estos lares, lo que quizás a él no le preocupara mucho, pues ya dijo que era más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. En Princeton, donde estuvo 25 años, no pareció importarles ni su peinado ni su indumentaria. Y si alguien da un paseo por universidades como la de Columbia, Harvard, Friburgo o la London School no será raro que encuentre más del 20% de estudiantes que no van del todo decorosos; incluso que ese porcentaje sea más alto entre los profesores. No deja, pues, de sorprender el empecinamiento de estudiantes y profesores de cualquier parte del mundo por ser admitidos en lugares tan indecentes, y mucho más que nuestra Universidad esté bastante por detrás de ellas en lo que a reconocimiento se refiere.
Puestos a hablar de «las pintas», conviene recordar que la Universidad no es un espacio inmune a los derechos fundamentales de las personas; entre ellos, la libertad personal y la propia imagen. Éste último, como ha dicho el Tribunal Constitucional español, atribuye a su titular (a nuestros efectos, estudiante, profesor o charcutero) «la facultad de disponer de la representación de su aspecto físico que permita su identificación» (STC, 77/2009).
Es obvio que la asistencia a determinadas clases en Medicina, Química o Ciencias del Deporte, por poner algunos ejemplos, requiere una indumentaria adecuada a la actividad que se va a realizar, pero cuando «las pintas» se limiten a perturbar el gusto del docente -su concepto de la decencia- y no su trabajo -la docencia-, forman parte de esa facultad personal de disponer de nosotros mismos. Quizá se trate de una opinión minoritaria, pero no parece que el esfuerzo requerido para dar una clase sobre el coste de capital de una empresa o sobre el recurso de amparo se incremente de manera desproporcionada si un estudiante lleva una determinada camiseta o va en chanclas.
Y si eso es así, la opción de una persona -el estudiante que va a clase con una camiseta donde dice «I love bukakkes»- es tan legítima como la de la profesora que proclama en su página web alojada en la de la Universidad de Oviedo que «toca el armonio».
Pero el verdadero problema son las chanclas; al menos, para algunos colegas. Claro que si nos atenemos a las pintas tal vez Albert Einstein no sería muy bien recibido por estos lares, lo que quizás a él no le preocupara mucho, pues ya dijo que era más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. En Princeton, donde estuvo 25 años, no pareció importarles ni su peinado ni su indumentaria. Y si alguien da un paseo por universidades como la de Columbia, Harvard, Friburgo o la London School no será raro que encuentre más del 20% de estudiantes que no van del todo decorosos; incluso que ese porcentaje sea más alto entre los profesores. No deja, pues, de sorprender el empecinamiento de estudiantes y profesores de cualquier parte del mundo por ser admitidos en lugares tan indecentes, y mucho más que nuestra Universidad esté bastante por detrás de ellas en lo que a reconocimiento se refiere.
Puestos a hablar de «las pintas», conviene recordar que la Universidad no es un espacio inmune a los derechos fundamentales de las personas; entre ellos, la libertad personal y la propia imagen. Éste último, como ha dicho el Tribunal Constitucional español, atribuye a su titular (a nuestros efectos, estudiante, profesor o charcutero) «la facultad de disponer de la representación de su aspecto físico que permita su identificación» (STC, 77/2009).
Es obvio que la asistencia a determinadas clases en Medicina, Química o Ciencias del Deporte, por poner algunos ejemplos, requiere una indumentaria adecuada a la actividad que se va a realizar, pero cuando «las pintas» se limiten a perturbar el gusto del docente -su concepto de la decencia- y no su trabajo -la docencia-, forman parte de esa facultad personal de disponer de nosotros mismos. Quizá se trate de una opinión minoritaria, pero no parece que el esfuerzo requerido para dar una clase sobre el coste de capital de una empresa o sobre el recurso de amparo se incremente de manera desproporcionada si un estudiante lleva una determinada camiseta o va en chanclas.
Y si eso es así, la opción de una persona -el estudiante que va a clase con una camiseta donde dice «I love bukakkes»- es tan legítima como la de la profesora que proclama en su página web alojada en la de la Universidad de Oviedo que «toca el armonio».
No cuestiono que haya hábitos, costumbres o mensajes que nos puedan molestar, inquietar o disgustar, pero aceptar su expresión es exigencia del pluralismo y apertura propios de una sociedad democrática. Si la Universidad es un espacio para el intercambio de ideas, debe permitir que entren en competencia expresiones o tendencias contrapuestas o, simplemente, diferentes, como que te guste el «bukakke» o el armonio. Por ello, como decía en Estados Unidos el juez Holmes hace más de 90 años, debemos estar vigilantes para poner freno a quienes pretendan controlar las manifestaciones de ideas y opiniones que detestemos salvo que sea necesario controlarlas para así salvar a la nación, lo que no parece que sea el caso.
*Miguel Presno Linera es profesor titular de Derecho constitucional de la Universidad de Oviedo.
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